ANDREA PROAÑO
Acaba de comenzar el nuevo curso escolar, los padres de Mateo ya han
sido llamados por la tutora en su escuela: Mateo no entrega los deberes o
los entrega incompletos, interrumpe a los profesores durante las
explicaciones, no escucha cuando le hablan y ya ha perdido tres veces el
jersey del uniforme. No es nada nuevo. Ya han sido convocados a
reuniones como esta en años anteriores. Mateo tiene un Trastorno por
Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH).
Según la Federación Española de Asociaciones de Ayuda al Déficit de
Atención e Hiperactividad, este trastorno es una patología psiquiátrica
que padece entre un 2 y un 5% de la población infantil. Se trata de uno
de los trastornos crónicos que más afecta a niños y jóvenes y en mayor
medida a los niños que a las niñas, en una proporción de 4 a 1. Comienza
a revelarse antes de los 7 años y, de acuerdo con esta misma
asociación, tiende a ser infra-diagnosticado y tratado
insuficientemente, sobre todo teniendo en cuenta que se estima que el
80% de los niños con este trastorno continuarán presentando problemas en
la adolescencia y, entre el 30 y el 65%, en la edad adulta. La
Asociación Americana de Psiquiatría, por su parte, asegura que el 5 % de
los niños estadounidenses padece TDAH y numerosos estudios
indican que el porcentaje de niños afectados no deja de crecer: 7,8% en
2003, 9,5% en 2007 y 11% en 2011-2012, lo que ha hecho sonar las
alarmas.
Sin embargo, aumenta el número de quienes piensan que el
TDAH puede estar íntimamente ligado al horario, duración y calidad del
sueño. Al parecer, hay creciente evidencia de que un importante número
de niños con este trastorno puede haber sido diagnosticado erróneamente y
de que lo que padecen, realmente, es sueño insuficiente, insomnio,
problemas respiratorios u otros desórdenes que afectan la calidad del
descanso. Y, lo más provocador de todo, es la idea de que el TDAH pueda
ser, en sí mismo, un desorden del sueño, según la teoría de la que se
hace eco un artículo publicado en The Washington Post.
La Academia Americana de Pediatría
de Estados Unidos señala que en los primeros dos años de vida los bebés
deben dormir de 11 a 14 horas diarias; entre los 3 y los 5 años el
tiempo de sueño pasa a ser de 10 a 13 horas; entre los 6 y los 12 años,
de 9 a 12 horas diarias y entre los 13 y los 18 han de dormirse de 8 a
10 horas. Los menores de todas las edades se benefician física, mental y
emocionalmente de una cantidad adecuada de horas de sueño.
Sin embargo, son cada vez menos los niños que duermen esa cantidad de
horas. El Instituto del Sueño asegura que el 60% de los niños españoles
no duerme las horas recomendadas y eso, además de predisponer a la
diabetes y a la obesidad, afecta en muchas esferas del desarrollo
infantil, como la conducta, el desarrollo escolar y el rendimiento. Al
dormir menos horas durante el día, el niño está más “disperso”, aprende
“peor”, es más “irritable” y experimenta dificultades a la hora de
relacionarse con los demás, síntomas, todos ellos, indicativos de un
posible diagnóstico de TDAH.
Para evitar estos síntomas, es fundamental seguir una higiene del
sueño que sólo se consigue a través de buenos hábitos. Acostarse y
levantarse a la misma hora es la más básica pero hay otras igualmente
fundamentales, como que se apaguen ordenadores y pantallas como mínimo
media hora antes de irse a dormir y no permitir que los hijos tengan
esos aparatos en los dormitorios, reemplazando pantallas por cuentos o canciones y un momento más íntimo
entre padres e hijos. Asimismo, utilizar luz natural en la medida de lo
posible, apagar las luces innecesarias y evitar focos de luz en los
ojos favorece la secreción de melatonina, una sustancia que se libera en
el cerebro y que fomenta el sueño. Y por supuesto, que no termine el día sin que los niños hayan jugado y las aventuras de sus actividades físicas se cuelen entre sus sueños.
Andrea Proaño es consultora de comunicaciones en el Banco Interamericano de Desarrollo.
EL PAÍS, Domingo 16 de diciembre de 2018
Comentarios
Publicar un comentario