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Así se enseña a un niño a tener empatía, una vacuna contra la intolerancia

NATALIA LÓPEZ PEVIDA
Comentarios hirientes, actitud egoísta, manipuladora, incluso agresiva. Es la sombra de la infancia que todo padre conoce y de la que pocos hablan fuera del hogar. A veces el tema no sale ni entre las paredes del nido. Cómo iba a salir: son comportamientos que descolocan a los adultos aunque, en mayor o menor medida, todos los niños los experimenten. Afortunadamente, son el signo de una etapa en la que los pequeños comienzan a desarrollarse socialmente -entre los 4 y los 6 años- y en la que su mundo aún está marcado por las necesidades inmediatas. Hasta que no la atraviesan no comienzan a desarrollar la capacidad de mostrar consideración por los demás. Entonces nace la empatía, pero el parto es delicado, requiere grandes dosis de paciencia y ayuda.

Háblale de ayudar aunque pienses que no te entiende

Que uno no vive en una burbuja, sino en una comunidad, es todo un descubrimiento para los niños. Y no llega sin más; es la consecuencia de un trabajo educativo en el que los padres deben implicarse por completo. Establecer normas y límites claros es imprescindible para que los niños empiecen a distinguir entre lo que está bien de lo que está mal, así como para que comiencen a desarrollar el autocontrol.
Pese a que la empatía es un sentimiento complejo, la neurocientífica Helen Riess sostiene en su libro The Empathy Effect que la automatización de ciertos comportamientos que expresan amabilidad, como acostumbrarse a dar las gracias o a ofrecer ayuda cuando alguien la necesita, es una manera de ir desarrollando esta capacidad. Riess insiste en vigilar el lenguaje y no normalizar cometarios como “odio a este profesor”. Enséñale a ser amable.
No es sencillo, pero hay muchos recursos al alcance de los padres concienciados. Por ejemplo, apoyar la comunicación en cuentos y películas ayuda a los niños a entender la naturaleza humana, como El Monstruo de Colores, de Ana Lleras, e Inside Out. Incorporar una mascota a la familia es otro clásico que no pierde su fuerza: "No solo enseñan a los niños el valor del cuidado, también el de la responsabilidad”, argumenta la psicóloga Bárbara Zapico.

El ejemplo, siempre el ejemplo

Las noches en que padres e hijos conectan en las páginas de un libro y los paseos en la compañía animal hacen que el camino hacia la empatía sea bonito, pero en los recodos crecen las sombras. Algunas de ellas dibujan problemas particulares que pueden impedir su correcto desarrollo, pero son casos minoritarios. Cuando el objetivo de que los niños desarrollen la empatía se aleja más y más, hasta que emergen monstruosos jóvenes maltratadores, “casi siempre es consecuencia de hogares donde no hay una relación correcta con las normas: o bien no hay ninguna, o se trata de un ambiente muy rígido", explica la psicóloga.
"A veces también encontramos conductas impulsivas y otras dificultades en habilidades sociales, problemas de autocontrol y baja tolerancia a la frustración. En algunos casos el desencadenante está en la presión de grupo, en conductas de agresividad en la familia…”, añade. Aunque sea poco frecuente, hasta pueden darse casos de niños agresores en hogares sensibles al problema del bullying.
Zapico insiste en que, en el esfuerzo de las familias por que sus hijos desarrollen su sensibilidad para entender los problemas y circunstancias de otra persona, el ejemplo lo es todo. Si los niños asisten a batallas campales entre sus padres o a comportamientos en los que el desprecio se convierte en moneda de cambio, cualquier camino trazado en dirección a la empatía se desvanecerá. Por eso no puede existir la empatía sin la ética. Las dos agujas de esa brújula que indica el camino de la libertad del ser humano.
Es necesario educar en la manera de compartir, percibir y comprender lo que el otro puede sentir. Y el bien de los pequeños es el de toda la sociedad; la empatía es la mejor vacuna contra los movimientos de intolerancia que crecen en tuits, comentarios de YouTube, estados de Facebook y mensajes de WhatsApp. Pero la exposición a los problemas de los otros no debería ser demasiado agresiva.

No se trata de que los niños salven el mundo

El mundo es duro y la naturaleza, cruel. Son dos lecciones que todos debemos aprender tarde o temprano... pero no hay prisa. Sin embargo, algunas familias se ven tentadas a acelerar el proceso en las mentes aún tiernas de sus retoños, por ejemplo, a través de actividades solidarias, generalmente organizadas por adultos. Si el sábado por la mañana, con la tostada aún en la boca, el niño pregunta: "¿Tengo que ir, papá?". El padre piensa: "Sí, hijo, es por tu bien". Pero no tiene por qué ser así. Las incursiones en el voluntariado con enfermos graves o con personas en situación de pobreza son iniciativas loables, pero no necesariamente educativas.
El espíritu que mueve a los padres a involucrar a los niños en actividades como estas para que puedan conectar con las necesidades de los demás no podría tener mejores intenciones. Pero la empatía, esa maravillosa capacidad de compartir los sentimientos de otros seres humanos, esa luz invisible que ha sido declarada en busca y captura en los círculos neurocientíficos, no es un proceso que uno pueda forzar. Pensar que los niños pequeños serán mejores personas por mancharse con la desgracia ajena, en actividades generalmente organizadas por y para adultos, no solo supone un dudoso gasto de energía, sino que puede constituir un error de bulto desde el punto de vista de la pedagogía.
Al final, estas estrategias suponen recurrir a un voluntariado como si fuera una técnica de inmersión psicológica, algo que, en cuanto a efectividad, solo serviría en el corto plazo", opina Zapico. "No hay que ocultar que en el mundo pasan cosas terribles y que existe la muerte -matiza-, pero no recomendaría ningún procedimiento basado en exponer a los niños a situaciones extremas. No hay que olvidar que la infancia es un periodo donde es frecuente que se desencadenen miedos”, advierte. Y si piensas que el miedo a la muerte te hace mejor persona, deja que tu hijo lo descubra por sí mismo.
Una empatía sana nos permite implicarnos en los problemas del prójimo pero con una importante condición: no perder de vista la frontera que los separan de las propias tribulaciones. Quien no es capaz de gestionar el equilibrio, cuya delicadeza aflora fácilmente cuando uno está cara a cara con la desgracia ajena, sin cordones sanitarios de por medio, corre el riesgo de desarrollar la fatiga por compasión. El trastorno puede desencadenar estrés y depresión, por eso la empatía no puede canalizarse de cualquier manera.
Es lo que sostiene el psicólogo cínico del hospital Vithas Nisa Pardo de Aravaca Carlos Rodríguez Méndez, quien insiste en la importancia de establecer límites en las relaciones interpersonales. También remarca que las personas que no establezcan bien estas fronteras se convertirán en “demasiado influenciables, hasta el punto de que pueden desconectarse de sí mismos, asumiendo los problemas ajenos como propios”. Y concluye: El bienestar se alimenta en una empatía en equilibrio. Esto nos proporciona seguridad en nosotros mismos y da valor a nuestro espacio”.
EL PAÍS, Miércoles 23 de enero de 2019

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