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Siete ideas para dejar de ser 'supermamá' y seguir siendo mamá

Por: | 16 de diciembre de 2013

Tengo posibilidades de buscarme algún lío con este artículo, pero, como aborda un tema que me preocupa, prefiero evitar un cómodo silencio. Me propongo analizar el papel de las madres que últimamente se conocen en algunos círculos con el apelativo de supermamás. Es un término cuya ambigüedad solo disuelve la intención de quien lo usa, ya que puede entenderse como algo positivo o negativo. Lo uso aquí en un sentido negativo.
Sería un disparate discutir a estas alturas la inabarcable trascendencia del papel de las madres en la educación de los hijos; es decir, de todos nosotros. Y no solo en la educación, sino en nuestra manera de ser y nuestra digna supervivencia. Sin querer menoscabar el papel de los padres (entre los que me cuento), la vida tardaría tiempo en cobrar sentido, si es que llegara a alcanzarlo, si no tuviéramos a nuestro lado a esas mujeres, de cara entre sonriente y preocupada, a cuya voz uno puede tirarse por un barranco sin albergar la más mínima duda de ser rescatado entre sus brazos.
A poco que uno se fije con atención, de las madres se aprende hasta de sus defectos. Así que mi admiración general por ellas es infinita, pura envidia. En el libro Somos padres de un estudiante y necesitamos ayuda puse la siguiente dedicatoria: "A todas las madres, que ni en las peores circunstancias profesionales o vitales se olvidan jamás de pensar en cómo les irá a sus hijos en el colegio. Y a aquellos padres que se esfuerzan en ser madres".
La idea que resume lo que las madres (y los padres) ofrecen a sus hijos es, obviamente, amor, en toda la complejidad de la palabra. Pero, visto desde un punto de vista más cotidiano y operativo, los hijos sienten que sus madres les aportan seguridad, protección, tranquilidad, comodidad y un valor de referencia universal que se canaliza a través de un despliegue de generosidad, sacrificio y servicio en grado superlativo.
Suelo aplicar un test casero para intuir la madurez de un adolescente: ¿hasta qué punto valora a su madre por sí misma, por sus cualidades personales y su manera de ser, y no solo porque le resulta útil? Cuando el egocentrismo juvenil da paso a una situación en la que una madre, y también un padre, son vistos por sí mismos, además de por su función de progenitores, es cuando podemos dar por alcanzada buena parte de la maduración de los hijos.
Quizá una de las diferencias de matiz entre madres y padres consiste en el citado grado superlativo, en un nivel de incondicionalidad que se mantiene con el paso del tiempo. Con los matices que se quiera, se diría que un hijo o una hija puede ser para su madre una especie de bebito, aunque tenga 25 años.
Esto sucede de manera singular en el caso de las supermamás, término en el que solo incluyo a las que actúan como si creyeran que que su hijo o su hija no son capaces de afrontar la vida sin su superprotección, sin recibirlo todo mascadito. No me refiero en absoluto a la llamada superwoman, definible como la que tiene tiempo para todo, incluido aquello en lo que su pareja se escaquea. Y, evidentemente, excluyo a las madres que se dedican de forma intensiva a sus hijos a causa de sus condiciones específicas, como contó recientemente en este gran artículo Carmen Saavedra.
Todos sabemos por experiencia que el inmenso componente emocional del oficio de ser madre o padre lleva adherido el riesgo de ser alguna o muchas veces supermamá o superpapá: habría que tener un corazón de acero para estar completamente a salvo. Y rematemos este marco diciendo que me centro en ellas porque creo que hay más supermamás que superpapás.
Todos compartimos teóricamente la necesidad de que los hijos asuman, a medida que van creciendo, el control de sus vidas. Y, siendo generoso con las edades, eso incluye echar la ropa a lavar a los 12 años, hacerse el bocadillo a los 14, prepararse la maleta o gestionar su propio horario de estudio a los 16, y matricularse solito en la universidad o saber plancharse la ropa a los 18. Solo hay una manera de que asuman el control: que se lo cedamos gradualmente nosotros (salvo que nos lo quiten a las bravas). Y esta es la manera de promover una de las características que mejor nos definen como especie social: la capacidad de adaptación.
La supermamá se deja caer en la tentación de retrasar el traspaso de poderes, muchas veces con el claro objetivo de hacerle la vida más fácil (o incluso de proteger al hijo o la hija que consideran más débil, por el motivo que sea), pero sin darse cuenta de que esa vida fácil hoy puede conllevar mañana un aprendizaje exterior tardío y, por lo tanto, más duro y complicado.
¿Qué podrían llegar a perder los hijos que disfrutan del abnegado esfuerzo de una supermamá? Creo que algunas cosas importantes: frecuentes oportunidades de aprendizajes prácticos de todo tipo; capacidad para abordar y resolver problemas cotidianos; iniciativa y temple para afrontar situaciones difíciles; quizá incluso sentido de la responsabilidad y, consecuentemente, un desarrollo incipiente de su sentido moral. En definitiva, corren el riesgo de no alcanzar el nivel de autonomía personal esperable para su edad, maduran más lentamente en facetas importantes (no todas, claro), y quizá pierdan oportunidades para consolidar su autoconcepto.
No siempre la consecuencias son catastróficas, pero considero que las secuelas de la actuación sobreprotectora de las supermamás son más livianas cuanto más tempranas y ágiles sean las rectificaciones.
A partir de la adolescencia, nuestros hijos necesitan asimilar gradualmente el dipolo libertad-responsabilidad, y las madres y padres son esenciales para que ellos aprendan a moverse en él con una elasticidad y una autonomía personal que no dejen de acrecentarse, aunque ello ocasione el vértigo en los progenitores.
Ninguna supermamá retrasa ese proceso de maduración a sabiendas, obviamente. Mi impresión es que la mayoría de las supermamás no se consideran como tales: se ven a sí mismas como simples mamás que se esfuerzan en cumplir sus deberes lo mejor posible; a menudo, exactamente con idéntica entrega que vieron en sus propias madres. Esa es justamente una característica típica de las supermamás: que perpetúan el modelo (en realidad, la mayoría solemos perpetuar los modelos, pero, en mi opinión, este es muy inconveniente).
¿Cómo se puede detectar a una supermamá que no se autorreconoce? A mí me sirven intuitivamente frases como estas: “Yo es que lo quiero mucho”, “es todavía demasiado pequeño (o joven) para apañarse solo”, “es que conmigo lo hicieron y no me quedó ningún trauma”, “es que él no sabe hacerlo, ya aprenderá”, “es que no me cuesta nada hacérselo, e incluso me gusta”, “es que me cuesta menos hacerlo que explicárselo”, “es que no me atrevo a decirle que no”, “se lo hago, pero solo esta vez, a partir de ahora…”, “es que me gusta estar presente en su vida”, “ya tendrá tiempo de hacerlo solo”.
¿Es posible cambiar de la noche a la mañana? ¿Se puede pasar de ser una supermamá a propiciar decididamente la autonomía? Creo que es posible, pero no fácil; al menos no sin recibir una ayuda externa, de la pareja, de la familia o de los amigos. Se necesita una ayuda objetiva, pero sensible; de alguien que se muestre capaz de conciliar sutilmente el estímulo de cambio y la empatía, porque uno de los primeros sentimientos (erróneos, si se pueden calificar así) de la supermamá al intentar dejar de serlo es que está abandonando a su suerte a los hijos y, por lo tanto, en alguna medida les está fallando. 
En el artículo La educación de una madre, Paz Cabero abordó, como autora invitada, el complejo proceso de transformación de mujer en madre, y en Cómo maleducar siendo imprescindible yo mismo planteé algunas recomendaciones para favorecer el proceso de autonomía personal. Las completo ahora de forma más concreta, casi aforística:

1. Enséñale a hacer, no se lo hagas. Sabemos que enseñar es más pesado que hacer, pero es lo que toca.

2. Ayúdale, no lo hagas en su lugar. Sabemos que tú sabes, pero esa no es la cuestión.

3. Supervisa, monitoriza, orienta, aconseja. Ni lo sustituyas ni lo abandones a su suerte.

4. Comenta y analiza lo que le salga mal, no se lo evites a toda costa. Al buen criterio de cada uno queda decidir en qué momento intervenir, siempre que ello favorezca el aprendizaje, porque se aprende más de los errores que de los aciertos (lo que no convierte el error en algo deseable: solo aprovechable).

5. No pierdas la ocasión de explicar las consecuencias de los actos: es un aprendizaje esencial para madurar. Esta es, en mi opinión, una de las pautas educativas primordiales, aunque a menudo es escamoteada con los hijos.

6. Si tienes la tentación de hacerlo tú, pregúntate primero: ¿Estaré siempre ahí para hacérselo o tendrá que aprender a hacerlo (ella o él) tarde o temprano? Si ya está a su alcance, ese es el momento, no lo aplaces.

7. Si te entran dudas sobre cómo actuar, déjate llevar de la mano por esta pregunta: ¿Qué le sería más útil para el futuro? La respuesta correcta corregirá, casi sin darte cuenta, cualquier sesgo sobreprotector. 

Deliberadamente he dejado para el final el reconocimiento de la tremenda dificultad que conlleva para cualquier madre (o padre) dar un paso atrás para educar mejor a sus hijos. Pero esa es la más refinada sabiduría de los padres: quedarse quietos para que sus hijos sigan adelante.
EL PAÍS, 16/12/2013

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