ANA DEL BARRIO
Todavía recuerdo aquellos libros gastados que iban pasando de hermano en hermano, de primo a vecino, de amigo a conocido. Heredar los libros no era sólo una tradición, sino casi una obligación.
Durante todo el curso escuchabas la cantinela de que lo cuidases bien
porque ese ejemplar lo iban a heredar tu hermano y tu otro hermano y el
otro, aunque hubiese varios años de diferencia. Un libro de texto podía
tener hasta siete vidas, como los gatos.
El preciado manual tenía que acabar el curso impoluto, sin tacha, mancha,
o rayajo alguno, bajo la amenaza de que cayesen sobre tus espaldas las
10 plagas de Egipto. Incluso luchabas para que el forro Aironfix, que
tantos disgustos nos daba, se mantuviese inmaculado sin pompas ni
arrugas.
Las cosas han cambiado. Y mucho. Hasta tal punto que heredar un libro
se ha convertido en una misión casi imposible. Los colegios y las
editoriales trabajan concienzudamente para que cada temporada los padres
tengamos que renovar todos los volúmenes. La broma se traduce este año en... ¡48 libros! y eso que sólo tengo dos hijos.
Como Bill Murray en el día de la marmota, todos los cursos se me queda la misma cara de idiota al comprobar que no puedo aprovechar ni un solo ejemplar, cuando mis retoños sólo se llevan dos años de diferencia. Las tácticas utilizadas para favorecer este despilfarro
son numerosas: unas veces, los libros funcionan como cuadernos en los
que se escribe y, por tanto, no son reutilizables; otras, es el colegio
el que cambia de editorial y, en otras ocasiones, es la editorial la que
cambia el libro. Y, si todo está tranquilo, es el ministro de turno el que cambia la ley para que todo vuelva a cambiar otra vez.
Un
año, comprobé con satisfacción que podía salvar un tomo de la larga
lista: el de Religión. Me lancé como gata panza arriba sobre el libro al
comprobar que la editorial era la misma que la de mi hija mayor y
pensé: «¿Cómo va a cambiar el manual de Religión en dos
años si el catecismo sigue igual desde hace lustros? ¿Acaso ha habido
alguna modificación en la Biblia que me he perdido?». Pero, una vez más,
me equivocaba: efectivamente, el ISBN de la obra era diferente.
Con
el enfado pegado a los talones, comencé a comprobar, hoja por hoja,
cuáles eran las diferencias entre el libro de Religión antiguo y el
nuevo. Los temas eran exactamente iguales, sólo que los
habían cambiado de orden y habían variado los textos de encabezamiento
de las unidades. Como el contenido de la asignatura era el mismo,
solicité a la profesora que me dejase usar el viejo y devolver el nuevo.
Pero la respuesta fue un no rotundo.
Puestos a cambiar, en el
colegio concertado de mis hijos renuevan hasta los libros de lectura
cada curso, así que tampoco los podemos aprovechar. ¿Por qué todos los
años tenemos que desembolsar más de 700 euros en libros?
Sé que hay muchos colegios públicos que han organizado bancos de
intercambio y campañas de donaciones, pero no conozco ninguna iniciativa
similar en los colegios concertados ni privados. ¿Es que nadie va a
tener piedad de los sufridos padres? Llevar a tu hijo a un colegio
concertado o privado no significa que seas millonario. Ni mucho menos.
EL MUNDO, Martes 6 de octubre de 2015
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