MAR MUNIZ
Hace años vi una de esas escenas enlatadas. Se me disparó la oxitocina y tuve hijos. Hoy, mis criaturas sólo desfilan por el baño a punta de pistola.
Ellos también fueron querubines sonrientes entre la espuma, así que yo
me pregunto cuándo demonios empezaron a resistirse. A las 8 de la tarde,
con uñas de mineros y pintas de haber salido de una cloaca, debo proferir terribles amenazas para meterlos en la ducha. Acceden cuando amago con tirar por la ventana los Lego y el kétchup. Cero pedagogía, 100% eficacia. Ya sé que suena mal, pero el fin por supuesto que justifica los medios.
Y
ese circo doméstico, según cánones de urbanidad recientes, debe ser a
diario, con esa obsesión que nos ha entrado por tener a los niños esterilizados como quirófanos. Y yo digo: a mí me bañaban los sábados y he sobrevivido sin mácula. Ese día, además, renovaba el pijama. ¿Resultado? Tenía pelazo Pantene y nadie fumigaba a mi paso. Ahora, con el trajín de la asepsia, los críos tienen el pH enloquecido y la epidermis dislocada de tanto remojo.
Calculo
que la predisposición al aseo debe andar igual de regulera en todas las
casas, aunque hay dos variables que constituyen agravantes definitivos:
1) Cuando el sujeto tiene larga cabellera y prefiere llevarla como un neandertal; y 2) cuando es portador de pene y sobre la bañera revolotea implacable el fantasma de la fimosis. En mi casa somos afines al look militar, no tanto por convicciones patrióticas como por combatir los piojos.
Según teorías conspiranoicas muy bien fundamentadas, tengo claro que los fabricantes de lociones antibichos los crían vigorosos en laboratorios secretos para infectar colegio tras colegio. Por esa plaga inmunda, mis hijos tienen las melenas prohibidas por decreto. En cambio, el espinoso asunto de los glandes y los prepucios sí es trending topic en
mi hogar. Según modas pediátricas, cuando nace un varón el médico te
recuerda la liturgia de la higiene genital, so pena de infección
tremebunda o circuncisión quirúrgica. Susto o muerte, o sea.
Puedo decir que ninguno de mis vástagos ha iniciado motu proprio la maniobra retráctil, ni "para que no se ponga mala la colita",
ni "para ver si asoma lo rojo" ni puñetas. El asalto paterno ha sido
inevitable, pero ha resultado un fiasco. Los niños, con el sobresalto
alojado en las ingles, han levantado tal barricada de llantos y gritos delante de su entrepierna, que me río yo de las huelgas de Altos Hornos.
Hemos intentado sobornos prometiendo dibujos a cholón, tráileres de chuches,
vetar el brócoli... Pero ha sido inútil. Si escapamos de la fimosis
será un milagro. En este contexto de futuribles remedios vía bisturí, he
de reconocer que las fuerzas escasean. Y, tras baños tan poco
relajantes para la dinámica familiar como los que se cuecen en mi casa, si las criaturas dicen que no se lavan los dientes después de cenar... pues que no se los laven.
Antes que embarcarme en otra lucha sin cuartel prefiero darle un lingotazo al aguarrás.
En los anuncios de champús salen niños muy felices. Chapotean en la
bañera y sus ojos azules te hipnotizan. Luego, ya en el jardín, enfocan
cómo les brilla el pelo. Cuentan que un ovni es menos cegador.
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