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Contra la tontería de lo natural

JORDI LUQUE
Sucedió ayer mismo: en la nota de prensa del lanzamiento de un restaurante leí que en el establecimiento se cocina con ingredientes naturales. “¡Hombre, claro!”, pensé, “¡No váis a cocinar con ingredientes sintéticos, como kevlar o grafeno!”
Lo natural prolifera. Están de moda, por ejemplo, los vinos naturales, esos que se obtienen tras una viticultura en la que no han mediado productos químicos y que, a menudo, saben a rayos. En los supermercados venden latas de salsa de tomate 100% natural, como si brotara directamente del interior de la tierra –qué estropicio, cuánto que limpiar–.
Aunque la naturaleza 'no es bonita ni adorable, es matar o que te maten' –como dijo Robert Crumb– lo natural está de moda. Pero el uso de la palabra “natural” encierra mil trampas.
Creo que en muchas ocasiones, cuando alguien usa el término para hablar de un tipo de alimentación teóricamente saludable y de una cocina en la que no intervienen ingredientes procesados, lo hace para subirse al rentable carro de lo jipitrusko. ¿Pero existe la alimentación natural en el siglo XXI?
Pongamos que alguien está comiendo una ensalada de hortalizas de su propia huerta. Todo muy natural, ¿verdad? Pues no.
Las hortalizas que actualmente consumimos, incluso la que nos vende el payés más conectado con el Universo, son muy distintas a las variedades originales. En la naturaleza, una berenjena está llena de espinas, tiene poca carne, es fibrosa a más no poder y se pone marrón al segundo de cortarla. ¿Las zanahorias? Unas raíces duras, fribrosas, amargas y prácticamente incomestibles. Sucede que siglos de agricultura han modificado su apariencia y su sabor, como el de casi todas las frutas, verduras y hortalizas. Porque las hemos domesticado y adaptado a nuestros gustos; alejándolas, precisamente, de la naturaleza.
Lo mismo sucede con la carne. Los animales que comemos poco tienen que ver con sus antecesores, los que “creó” la naturaleza. Quizá, lo único que comemos en su estado natural, es el pescado que no proviene de acuicultura, las setas que cogemos en el bosque y otros frutos provenientes de colectas silvestres. Pero no nos engañemos, cuando salimos a recolectar comida no vamos al bosque, vamos al súper.
Si lo natural es aquello que no ha sido creado por la mano del hombre, poco podemos hablar de comida o alimentación natural, porque casi todo lo que comemos actualmente ha sido modificado por intervención humana.
¿Entonces? ¿Por qué? ¿Porque nos gusta tanto comer cosas naturales?
Una de los motivos más poderosos podría ser la quimifobia, la manía a todo lo que tiene una procedencia 'química' en contraposición a una filia por la quimérica busca de 'lo natural'. Pero como cuenta J.M. Mulet en su libro Los productos naturales, ¡vaya timo! –donde además pone en tela de juicio la agricultura y la ganadería ecológicas– la química forma parte de la naturaleza.
Como contó Mikel en este post de hace un par de años: "Los huevos que comes tienen ácido octadecadienoico. Los plátanos, E-306 (tocoferol). Los arándanos, hexanal, alfa-terpinaol, benzaldehído y hasta etil-3-metilbutanoato".
La quimifobia, la moda de lo ecopijo, este querer sentirnos como los primeros pobladores de un bucólico rincón del bosque… como decía el anuncio de un refresco muy poco natural, el ser humano es extraordinario y en un retorno a un origen en el que con toda naturalidad seríamos alimento de fieras corrupias, preferimos dar la espalda a miles de años de civilización y ordenación de ese caos que es la despiadada Naturaleza.
No tengo la más mínima intención de defender la industria alimentaria. Ni de promover el consumo de alimentos procesados. Pero lo natural no existe, es sólo un eufemismo para suavizar que cada vez estamos más alejados, precisamente, de la Naturaleza.
 
EL COMIDISTA/EL PAÍS, Lunes 5 de septiembre de 2016

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