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¿Deberíamos enseñar amistad en las escuelas? Aprender a hacer las paces, tan importante como la tabla del 3

ALEXANDRA LORES
La amistad tiene un papel fundamental a lo largo de nuestra vida, y es motivo de alegrías y de tristezas. En ocasiones resulta doloroso ver cómo una relación entre dos o más personas llega a su fin, pero la mayoría de ellas perduran y proporcionan dosis ingentes de satisfacción. Dan Gilbert, profesor de psicología en la Universidad de Harvard, está convencido de que pasar tiempo de calidad con la familia y los amigos es el único camino hacia la felicidad. Hacerlo supone relacionarse de manera emocional y social con otra gente, y eso repercute de manera directa en la salud mental. También aporta las competencias necesarias a la hora de enfrentarse al día a día.
Durante la infancia, sobre todo dentro del ámbito escolar, los niños aprenden a desarrollarse como seres humanos libres y competentes. “Es en este espacio donde se puede fomentar el respeto a uno mismo y a las personas con las que pasamos tiempo, convivimos y nos relacionamos”, aclara la psicóloga Isabel García, responsable de la clínica Positiva Apoyo Psicológico. Estos vínculos son vitales a la hora de intervenir en el proceso de madurez de una persona. Lo explica Rosa Rodríguez, presidenta del Col·legi de Pedagogs de Catalunya: “La escuela es un contexto donde los niños aprenden a relacionarse con los demás, especialmente con sus iguales, a conocer sus límites y los de sus compañeros, y a regular su comportamiento en función del que tiene el otro. Con su grupo de amigos adquieren la noción de semejanza y diferencia”.
En este sentido, la amistad tiene un papel pedagógico destacado, porque proporciona un contexto diferente del de la familia y la escuela. “Se establece una relación entre iguales con los que el niño experimenta, interactúa, compara, descubre... sin adultos de por medio. Con todo, es necesario que el entorno familiar y escolar les facilite herramientas y habilidades para gestionarlas”, cuenta Rosa Rodríguez. Aun así, no es este el único lugar en el que los niños pueden establecer vínculos. “Los pequeños hacen amigos con más facilidad que los adultos en cualquier ámbito en el que interactúan. Sin embargo, en las escuelas se fortalecen estos lazos, tanto en las horas lectivas como en el tiempo de recreo. Pero esto solo es posible si las metodologías pedagógicas que se emplean permiten que el alumnado se comunique durante su proceso de aprendizaje”, continúa.

En el recreo se aprende

Una de las autoras del estudio Una pedagogía de la amistad, Caron Carter, asegura que en la guardería los párvulos establecen relaciones de amistad a través del juego. Esta teoría la suscribe Isabel García: “Así es como los pequeños comienzan a establecer relaciones con sus semejantes, con el mundo, consigo mismos... Cuando son menores, por lo general, están más inmersos en sí mismos, aunque interaccionen con otros niños, pero a partir de los 4 o 5 años comienzan a hacerlo de manera diferente, y surgen las primeras uniones”.
Con las amistades infantiles, se ponen en práctica las primeras habilidades sociales. Lo aclara la psicóloga: “Jugar implica comunicarse, cooperar y resolver problemas. Los niños aprenden a controlar sus emociones y a tener en cuenta las de los otros. Estas actividades también los preparan para negociar y enfrentarse a situaciones diversas”. “El juego les enseña a respetar los turnos, a trabajar en equipo y a ser tolerantes”, añade la pedagoga, quien aclara que ese ocio, eso sí, debe regirse por las reglas de los niños y no de los adultos, para que los menores asuman riesgos y desafíos.

Las peleas entre niños importan

En ocasiones los adultos restan importancia a las relaciones de amistad entre los pequeños, y no son capaces de imaginar el efecto emocional que un cabreo supone para ellos. “Normalmente, pensamos que son tonterías, pero para este tipo de desencuentros son un problema. Y eso se percibe en el aula; si están pensando en la pelea que han tenido, estarán preocupados y no podrán concentrarse”, resuelve Carter. La clave está en otorgarles la oportunidad de contar cómo se sienten en todo momento. “El mensaje que tenemos que hacerles llegar es que siempre tenemos en cuenta su punto de vista”, considera la psicóloga. Y que consideramos sus amistades como un asunto de vital importancia.
Para lograrlo, el niño debe de ser quien gestione sus vínculos personales. “Durante la infancia y la adolescencia, estas relaciones son una necesidad para su desarrollo psicosocial y educativo, donde se generan lazos de reciprocidad de diferente índole según su etapa evolutiva”, asegura Rosa Rodríguez. Hay que cambiar el chip y empezar a pensar en el niño como un ser humano pleno. “El adulto ha de considerar sus emociones, pensamientos y sueños para que pueda construir y fortalecer su personalidad y adquirir autonomía en la toma de decisiones”, continúa. Aun así, la figura del cuidador debe estar presente para proporcionar apoyo y base educativa, según la experta.
Asimismo, el aula debe ser un lugar en donde los menores se sientan protegidos y en el que se ponga en práctica el respeto entre iguales. “Los niños se sienten seguros social y emocionalmente si tienen amigos”, asegura Carter. Rodríguez va más allá: “La incorporación de la educación emocional en el aula es o tendría que ser imprescindible para trabajar las emociones, los sentimientos negativos y los positivos, así como para comprender los estados de ánimo y desarrollar la empatía”. Los conflictos son inherentes en el ser humano, por lo que los críos han de aprender a gestionarlos. ¿Qué tal una asignatura donde se les invite a debatir entre ellos los problemas que han tenido durante la semana?
Un estudio publicado por el centro para la investigación económica CERP asegura que los afectos que se generan durante la escuela son fuertes y persistentes a lo largo del tiempo. Además, suponen un gran apoyo a la hora de enfrentarse a los retos académicos. “Los individuos son más propensos a trabajar duro y a matricularse en la Universidad si esta opción es popular entre su círculo, especialmente en los últimos años de la escuela”. Isabel García lo desarrolla: “Los mayores problemas de rendimiento los generan los problemas emocionales. Si el niño está mal, no tendrá capacidad para concentrarse, ni motivarse, y mucho menos integrar la información que de otra forma quizá incluso le interesaría”. El cerebro del niño necesita raudales de amistad.
EL PAÍS, Miércoles 28 de septiembre de 2016

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