Ir al contenido principal

Después de los seis años

K.LeCLAIR
Después de acostar a mi hijo de siete años, después de que el ruido del día se convierta en silencio y mis pensamientos sean el sonido más audible de la habitación, después de tirarme en el sofá tras otro día de vertiginosa maternidad, un leve dolor empieza a formarse en mi pecho. Se apodera de mi aliento y me comprime el corazón hasta que la única opción que me queda es centrarme y reconocer la velocidad a la que pasa el tiempo.
En un instante me embarga el pánico y mi mente se dispersa a medida que intento recordar la última vez que miré a mi hijo a los ojos, la última vez que lo cogí en brazos, la última vez que me necesitó de verdad. Va creciendo por momentos y se está convirtiendo en la persona que será el día de mañana más rápido de lo que jamás creí posible.
Ese bebé cuya supervivencia dependía de mí ha desaparecido. Ese pequeño que me miraba constantemente buscando ayuda y aprobación ha desaparecido. Ahora es un niño de siete años con una seguridad inquebrantable en sus decisiones, con pensamientos independientes de los míos y un profundo deseo de independencia. En cierto modo, tengo la sensación de que se ha producido una metamorfosis de la noche a la mañana. Pero el tiempo que ha pasado dice otra cosa. Hemos pasado los últimos siete años construyendo el presente. Pero no sabía que llegaría tan rápido. No sabía que con siete años ya estaría cogiendo carrerilla para lo que le espera al otro lado de mis cuatro paredes.
Recuerdo lo que ahora me parece un pasado distante, en el que mi niño y yo nos encontrábamos sumidos en un fuego cruzado de lactancia, cambios de pañal y entrenamiento del sueño; por aquel entonces, me daba la sensación de que el tiempo se estiraba hasta convertirse en lo que pareció ser un periodo infinito. Durante esos primeros años de madre primeriza, la vida es un borrón de hitos por los que pasas sin ser consciente de lo significativo y preciado que es el tiempo que se te escapa entre los agotados dedos. Básicamente, te dedicas a sobrevivir. A consumir cantidades ingentes de cafeína para conseguir ver a través de la niebla. Durante esa fase, eres físicamente incapaz de imaginarte lo rápido que progresaréis tu hijo y tú y la velocidad con la que pasarás de una etapa de la vida a otra, sin parar apenas para respirar. Nadie te avisa de que un día irás a mirar a tu bebé y habrá desaparecido.
Lo cierto es que mi hijo, mi primogénito, no nació para ser mío para siempre. Aunque mi corazón me diga lo contrario cada vez que le veo dar un paso más hacia el mundo exterior. Me dan ganas de gritarle: "Eh, ¿a dónde vas? Eres mío". Pero lo que tiene que hacer es seguir adelante y marcar sus propios hitos. Igual que no podía quedarse en el útero para siempre, no se quedará en casa para siempre. Estará aquí el tiempo suficiente como para ganar seguridad y madurez y después pasará a la siguiente fase.
Cuando cumplió siete años, esta epifanía salió de la nada y me cayó encima como un jarro de agua fría. Me dejó aturdida. Como si me hubiera quedado sin aliento. Evidentemente, siempre había sido así, era algo que iba a pasar. Las estaciones terminan, el tiempo pasa en silencio, minuto a minuto, e, inevitablemente, los niños crecen. Lo sé. Pero no se me había pasado por la cabeza hasta que cumplió siete años. Supongo que antes no estaba prestando atención. Y ahora aquí estamos.
Hago un esfuerzo consciente por centrarme más en el presente. Siento el peso de su cuerpo en crecimiento cuando se me sube encima para darme un abrazo, los besos torpes pero cariñosos que sigue dándome, aunque, por supuesto, solo a la hora de irse a la cama. Veo que cada día le va cambiando la cara y que va dejando de ser mi niño pequeño para convertirse en un chico grande y maduro.
He intentado darle al botón de pausa muchas veces para reflexionar conscientemente sobre los siete años de abrazos, besos y amor que hemos compartido. Y aunque el dolor que siento por perder a mi bebé no disminuye inmediatamente, poco a poco se convierte en gratitud por los momentos que hemos vivido. Al final, recupero el aliento porque mi hijo sigue estando en un lugar seguro donde puedo verlo y contemplarlo un rato más antes de que llegue de repente la siguiente fase.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.
HUFFINGTON POST, 25/02/2016

Comentarios

Entradas populares de este blog

«Los buenos modales no están de moda, pero es imprescindible recuperarlos»

FERNANDO CONDE Hoy en día es frecuente enterarte por los medios de noticias relacionadas con la falta de respeto, el maltrato, el acoso, etc. Podemos observar muchas veces la ausencia de un trato adecuado a los ancianos, la agresividad incontrolable de algunos hinchas de fútbol; la poca estima a la diversidad de opiniones; la destrucción del medio ambiente; el destrozo del mobiliario urbano y un largo etcétera que conviene no seguir enumerando para no caer en el pesimismo que no conduce a nada y el problema seguirá ahí. Un problema que podríamos resumir en que se ha ido perdiendo el valor de la dignidad humana en general. Los modos para alcanzar la felicidad, siempre deseada, se apartan de las reglas y normas de conducta más elementales de convivencia colectiva que han acumulado las culturas y los pueblos a través de los siglos. La idea de que «la dignidad empieza por las formas» que resume este artículo es una afirmación bastante cierta, porque la forma, no pocas veces arrastr

Qué le pasa a tu bebé cuando dejas que llore sin parar

  GINA LOUISA METZLER Muchos padres creen que es útil dejar llorar a su bebé. La sabiduría popular dice que unos minutos de llanto no le hacen daño, sino que le ayudan a calmarse y a coger sueño. Se trata de la técnica de la espera progresiva , que fue desarrollada por el doctor Richard Ferber, neurólogo y pediatra de la Universidad de Harvard en el hospital infantil de Boston (Estados Unidos) , y que sigue utilizándose en la actualidad en todo el mundo. Casi nadie sabe en realidad lo que ocurre a los bebés cuando siguen llorando, pero las consecuencias físicas y psíquicas podrían afectarles toda su vida. Cuando un bebé llora sin que sus padres lo consuelen, aumenta su nivel de estrés , ya que, a través de su llanto, quiere expresar algo, ya sea hambre, dolor o incluso necesidad de com

¿Qué hay detrás de las mentiras de un niño?

ISABEL SERRANO ROSA Los niños no son mentirosos, pero mienten . Lo hacen cuando tienen algo que decir o que aprender. Hasta los cuatro años, con sus historietas sorprendentes, quieren narrarnos su mundo de fantasía. Somos la pantalla en la que proyectar su película. Entre los cuatro y los siete años construyen su mini manual de moralidad con ideas muy sencillas sobre lo que está bien y mal, basado en sus experiencias "permitido o no permitido " en casa y en el colegio. Con su gran imaginación, las mentiras son globos sonda para saber hasta dónde pueden llegar. Entre los ocho y los 12 años la realidad se abre camino y la fantasía se vuelve más interesada.  El pequeño pillo de nueve años desea ser bueno, pero se le escapan las trolas por el deseo de gustar a los demás, ocultar alguna debilidad o evitar castigos. En general, mienten a sus crédulos coetáneos o, por el contrario, les escupen a la cara alguno de sus descubrimientos del trabajo de campo que significa crecer.