Diana de Horna
Madre, Proyecto 'Esto no es una escuela
Diego Gutiérrez Marañón
Aprendiz profesional, Proyecto 'Esto no es una escuelaHace algo más de un año dejamos nuestra casa subidos en dos bicicletas equipadas con remolques y un asiento para bebé, y salimos de viaje. Yo iba a cumplir cuarenta y un años, y ya sólo cambiar de piñón me parecía una proeza. Por no hablar de subir las cuestas... Pero quería viajar en bici. No se trataba sólo de viajar, sino de llegar a un lugar anhelado, a esos paisajes que los niños que fuimos nos susurraban que descubriéramos: escuelas posibles donde no cupieran el miedo, el aburrimiento ni la competitividad. Había que llegar. Y no de cualquier modo. Como un niño que comienza a dar sus primeros pasos, ansiábamos aventurarnos a superar los obstáculos del mundo físico... y los de la mente adulta. Por eso, entre otras cosas, me subí a la bici, a pesar de mis miedos, a pesar de mi torpeza.
Y el viaje comenzó: cincuenta
kilómetros diarios, cumpliendo rigurosamente con el plan para llegar
puntuales a las citas acordadas. Sin embargo, día tras día, a medida que
pedaleábamos, ocurrió algo inesperado: la bici, el medio para alcanzar
nuestro destino, fue convirtiéndose en un fin en sí mismo: en una
escuela, nuestra escuela. Y la escuela de nuestros sueños fue
pareciéndose más y más a eso que vivíamos sobre dos ruedas. Pedaleando,
la distinción entre bici y escuela se tornó difusa, imperceptible, hasta
el punto de que nuestro viaje a pedales acabó por simbolizar todo eso
que la institución educativa por excelencia, la escuela, había olvidado:
que el aprendizaje va de la mano del placer, y que ha de ser elegido y
construido por cada persona. Para emprender un viaje en bici, al fin y
al cabo, necesitas vencer el miedo con las mismas armas con que un niño
se lanza a descubrir el mundo, las únicas armas que le permiten aprender
casi cualquier cosa: entusiasmo, confianza, y apertura.
¿Qué es aprender?
Aprender es un reto, un desafío elegido por voluntad propia en el que
el miedo a caer importa mucho menos que la promesa de poder levantar al
fin los pies del suelo y mantener el equilibrio sobre la bici. Cuando
emprendemos un viaje en bici, igual que cuando aprendemos algo con
pasión, lo que nos impulsa es el ansia de desafiar lo imposible, de
adentrarnos en terra incognita, de ser capaces de llegar allí
por nuestros propios medios. Esa es la recompensa, y por eso el deseo de
aprender vive al margen de premios, de halagos, de juicios y de notas
que no hacen más que desvirtuarlo y encadenarlo.
No es posible
aprender sin entusiasmo. Sin pasión podemos estudiar, y también
memorizar. Pero aprender es una experiencia activa, emocionante, en la
que la persona que aprende es quien lleva el manillar y quien decide en
todo momento adónde va y qué camino seguir. Todo está por descubrir si
dejamos que la curiosidad nos guíe. Al subirte a la bici, tus sentidos
despiertan. Es imposible aburrirte, no ver lo que aparece delante de tus
ojos, apoltronarte en tu zona de confort. Y es en eso en lo que
consiste el aprendizaje, en dejar atrás el territorio conocido, las
certezas, y adentrarnos en lugares insospechados, antes umbríos, y
lograr iluminarlos.
Sobre la bici, cada golpe de pedal es fruto de nuestra voluntad, de
nuestro deseo, y ese esfuerzo no nos arredra sino que nos impulsa.
Cuando aprendemos, cuando el aprendizaje nace de nuestra propia
motivación, de nuestra curiosidad o de nuestro afán de superación,
nuestros sentidos se avivan, nuestra percepción se afina, nuestro
ingenio se agudiza, porque cada pedalada, cada cambio de piñón, cada
impulso y cada frenada es una decisión que sólo puede tomar quien lleva
la bici. Es tomando decisiones, experimentando con ellas, como
aprendemos a decidir. Si dejamos a otros las decisiones importantes (sea
un cambio de piñón o el contenido del currículum), nuestro deseo de
viajar, y de aprender, acaba por desvanecerse y nos contentaremos
simplemente con dejarnos transportar.
En el momento en que eso
ocurre, cuando nos rendimos a que nos organicen, coloquen y transporten
como elementos de una cadena de montaje, la velocidad usurpa el
protagonismo. A mayor velocidad, más eficiencia del proceso fabril, y
más vacía la experiencia. La escuela de la bici nos ayuda a darnos
cuenta de que no viaja más quien más rápido viaja, igual que no aprende
más quien "más rápido" aprende: aprendemos cuando dejamos las prisas de
lado y le devolvemos la importancia a observar cada detalle del camino, a
detener el momento. Para aprender, como para viajar en bici, la
velocidad adecuada no es ni más rápido ni más lento que lo que nuestro
cuerpo y nuestra mente nos pidan. Porque el viaje, y el aprendizaje, no
están en el camino recto y asfaltado, en el currículum, los horarios y
los libros de texto, sino en los recodos, en las vueltas y revueltas, en
las paradas imprevistas, en las cuestas y descensos, en la sorpresa y
en la inspiración.
Pero hace falta confianza para adentrarse por
caminos sinuosos. Donde no hay confianza, el miedo se instala. No es
posible aprender con miedo, porque la mente asustada se queda en blanco,
paralizada. O huye, memorizando sinsentidos como si en esa carrera de
repetición pudiera escapar a la amenaza del suspenso. Justamente lo
contrario de lo que significa aprender, que es ir en busca de algo,
perseguirlo, atraparlo. Quien vive con miedo es un mal cazador de
sueños. Para confiar en uno mismo antes alguien ha debido depositar toda
su confianza en nosotros: la confianza se construye cuando sabemos que
equivocarse no es motivo de castigo ni vergüenza, cuando nuestro valor
como personas no se mide en número de aciertos, cuando entendemos que
para aprender hay que haberse caído mucho, mucho de la bici, y que cada
caída nos acerca a nuestro propósito. La confianza se apuntala cuando,
al llegar a la cima de una cuesta, miramos abajo y nos damos cuenta de
que el único motor que nos ha elevado ha sido nuestra voluntad.
Cuánta soledad hay en nuestras vidas previstas, en nuestras clases
pautadas, en nuestra vidas asfaltadas. Seguir el guión nos encierra en
un rol, y nos priva de la oportunidad de recrearnos y de recrear nuevas
relaciones, de apartar las máscaras y vivir la autenticidad de cada
momento: sólo así puede el maestro volver a ser alumno, y el aprendiz
descubrir que tiene mucho que enseñar. Cuando viajas en bici es difícil
sentirte sola; siempre hay alguien que te anima a seguir pedaleando,
alguien que te saluda, alguien que te pregunta adónde vas y que quizás
se anime a acompañarte. Aprender debe ser también una aventura que nos
muestre el valor de confiar en los demás, y en nosotras mismas; una
aventura en la que siempre podamos encontrar a alguien dispuesto a
echarnos una mano, a acompañarnos sin juzgarnos, sin evaluarnos.
Olvidar
los juicios y prejuicios es lo único que nos acerca a otras personas, a
compartir experiencias y descubrimientos... viajar en bici nos impulsa a
colaborar y compartir en lugar de competir. Y es que aprendemos mucho
más cuando somos capaces de ayudar y de dejar que nos ayuden, de dar y
de recibir, de sentirnos útiles, y de formar parte de una comunidad que
se extiende mucho más lejos de lo que nuestra mirada abarca.
Igual que un niño, en su hambre de saber, percibe hasta la más
minúscula manifestación de vida, movernos en bici nos obliga a dejar
atrás las cuatro paredes del aula y a abrirnos al mundo desde todos los
sentidos: a mirar y descubrir las águilas que vuelan sobre nuestras
cabezas, a respirar el perfume de la jara o el algarrobo, a sentir el
frescor del aire, a distinguir cada sonido. Viajar en bici es darte
cuenta de que los pueblos y las ciudades, las cordilleras y los ríos,
las costas y los mares, no son sólo nombres a memorizar en un mapa, sino
que todo está interconectado, todo depende de todo, y que lo más
importante es aprender a llegar de un lugar a otro encontrando nuestro
propio camino. El viaje es la verdadera escuela. Pedaleando descubrimos,
comprendemos, tenemos la vivencia de que formamos parte del mundo... y
de que podemos cambiarlo si nos lo proponemos.
¡Cuántas veces,
mientras pedaleábamos, sentimos que nos despegábamos del suelo! Cuando
eres dueño de tu propio aprendizaje, cuando eliges una meta y te
propones el camino para alcanzarla, cuando tu imaginación y tu inquietud
son los motores del descubrimiento, aprender, también, se convierte en
un medio de transporte para sentirte libre, para soñar, para volar. Hay
pocas cosas que nos acerquen más a la felicidad que ser capaces de
construir nuestro propio destino. Cada niña y cada niño nace con el
potencial y el deseo de emprender vuelo, y de volar cada vez más alto:
sólo necesitan que alimentemos su confianza, su entusiasmo y su mirada
abierta al mundo. No amarremos esas alas, no eduquemos, no vivamos,
arrastrando los pies por caminos ya trillados.
Ahora que el viaje
ha terminado -y que el cambio de piñón no se me resiste-, se hace duro
pasar un día sin subirme a la bici. Necesito recordar la sensación del
aire en las mejillas, el tacto del manillar, las piernas audaces. Pero
si es cierto que en la vida sólo recordamos las cosas que nos importan,
que recordamos no con la cabeza sino con el corazón, estoy segura de que
no lo olvidaré. Igual que no olvidaré que aprender, y vivir, deberían
ser siempre tan apasionantes como un viaje en bici. Y que, en el momento
menos pensado, subirte a la bici puede ayudarte a sortear un pedazo de
atasco (de tráfico, o de casi cualquier cosa en la vida).
THE HUFFINGTON POST, 21/05/2015
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