CARMEN MUÑOZ
Si me hubiese parado a pensarlo bien seguramente no lo
habría hecho nunca. A un perro hay que sacarlo varias veces al día, se
puede hacer pis en la casa y estropear los muebles, llegar con
garrapatas o pulgas y soltar pelos por todas partes. Todo son pegas,
complicaciones. Yo no había tenido nunca uno ni estaba dentro de mis
planes pero, hace un año Aroa, mi hija, nos pidió un hermanito o un
perro. Un perro nos pareció más fácil.
Yo le tenía bastante respeto a algunas razas y me imagino
que inconscientemente, apretando la mano de mi hija más de la cuenta
cuando nos cruzábamos con uno en la calle, le transmití ese miedo a la
niña. Con cinco años le tenía un pánico exagerado a todos los perros,
pero a la vez, adoraba a los animales. No tenía sentido.
La primera vez que tuvo contacto con uno fue con un
yorkshire que le regalaron a mi hermana. Era dócil, pequeño, lo podía
sacar a pasear y descubrió que el ladrido de un perro no significaba que
fuese a morder.
Entonces se empeñó y nosotros pensamos que tener un perro
pequeño y sobre todo, tranquilo, podía venirle muy bien. Se lo conté a
una compañera de trabajo, Pilar Martín, que también colabora con la
protectora de animales Huellas,
de Ávila. En seguida apareció un perrito con esa descripción. Se lo
habían encontrado abandonado, no tenía chip, era miedoso y parecía una
mezcla entre yorkshire y shih tzu, eso era todo lo que sabíamos. Nos
mandaron una foto y no hizo falta más: nos enamoramos inmediatamente.
Otra persona se nos adelantó, aunque Pilar hizo todo lo
posible porque nosotros nos lo pudiésemos quedar y le estamos muy
agradecidos. Por suerte el nuevo dueño tenía otro perro y él y nuevo no
resultaron compatibles, así que fuimos a conocerlo a Ávila para un
primer contacto. Era muy tímido pero se dejaba pasear. Aroa ya estaba
rendida ante Tove, el nombre noruego con el que le habían bautizado en
la perrera, y en ese instante se empezó a producir la transformación
radical que he visto este año en ella. Allí se le acercaron varios
perros más grandes y ella como si nada.
De vuelta a Madrid yo me puse a leer todo lo que pude sobre
el mundo perruno. Una semana más tarde fuimos a por él. En casa le
habíamos puesto una camita, un comedero y agua y le dejamos explorar
tranquilo para que se encontrase su sitio, como nos habían dicho en la
protectora.
Los primeros días a mí me resultaba bastante extraño
convivir con un animal. Hasta entonces lo más parecido a una mascota que
yo había tenido eran pájaros y todo era nuevo. Para mi hija también,
pero ella estaba emocionada. Cada vez le hacía más arrumacos, aunque
todo lo hacíamos con mucha precaución. Parecía un peluche, pero no
sabíamos si en cualquier momento podría soltar un bocado.
Él durmió en su cama desde la primera noche y nos lo puso
todo muy fácil. El veterinario nos contó que, por los dientes, calculaba
que tenía unos tres años. Nos fuimos conociendo poco a poco y
descubrimos que está muy bien enseñado. No se sube a las camas ni al
sofá, conocía algunas palabras y obedecía desde el principio, no
protesta y solo gruñe a veces a otros perros, más por miedo que por
provocación.
No le gustan la noche ni las ambulancias y es bastante
asustadizo. Ni se inmuta si está al lado de los altavoces o con los
cohetes, pero si en medio del silencio cae un bolígrafo, corre espantado
a esconderse. Suponemos que son traumas de su vida anterior. ¡Si él
hablara y nos pudiese contar algo!
Lo del pis y los pelos era otra historia con la que yo
pensaba que lo iba a pasar mal, porque quiero mi casa limpia. El primer
día sí orinó dentro de casa, pero porque no teníamos cogidos los
horarios o por los nervios; después nunca más lo hizo. Tampoco ha roto
nada, ni ha arañado ni mordido los muebles. Y por ahora, suelta poco
pelo, más bien pelusa. Apenas lo noto al barrer; solo se posa, no se
clava en la ropa.
Al principio, en el parque, no sabía cómo iba a reaccionar
con otros perros y no me atrevía a soltarlo. En realidad es poco
sociable, va a lo suyo y solo gruñe si se meten en su terreno. Para él
solo existimos su pelota y nosotros. No intenta escaparse y pasear con
él es muy fácil.
Al salir de casa los primeros días nos quedábamos fuera
para ver si lloraba o labradaba, pero no. Lo único que notamos es que no
come ni bebe cuando se queda solo. Tampoco hace trastadas. Como mucho
se sube a las camas o al sofá, pero con cerrar las puertas vale, no
tenemos que estar pendientes de nada más.
En paralelo, Aroa que es muy tímida, empezó a explayarse y a
mostrar sus sentimientos como nunca había hecho. Le da abrazos, juegan
juntos, le peina y él se deja hacer coletas. Nos reímos mucho, es
alucinante. Si antes iba por la calle mirando al suelo, ahora pasea
orgullosa, con alegría, y habla con todo el mundo. Además se ocupa mucho
de él, está muy pendiente de su comida, de su bebida. En vacaciones
dejó claro que teníamos que ir a un sitio donde él pudiese venir y se
sintiese a gusto. Nos lo llevamos a la playa. Allí descubrimos también
que le encanta la arena pero en el agua solo entra por error, si está
persiguiendo una pelota y no se da cuenta.
Yo he aprendido cosas que nunca habría imaginado. Por
ejemplo, todo lo que se puede decir una mirada. Y lo mucho que entienden
por el tono con el que te diriges a él. Los perros no sonríen, pero tú
también sabes mucho de su estado de ánimo por cómo mueve las orejas o la
cola. O esos gestos, que parece que quiere hablar. Cuando escucha
“¡vamos!” ya sabe que viene algo bueno. Me tiene alucinada.
Tampoco me imaginaba la compañía que dan. León, mi marido,
ahora está en paro y con él en casa el día se le pasa mucho mejor. Los
paseos juntos le vienen muy bien para despejar la cabeza. Tove tiene
verdadera obsesión por él.
No tenía ni idea de la alegría que traen. Con esos
recibimientos tan festivos, que hacen que si has tenido un mal día en el
trabajo, todo se esfume en un momento. Se tumba delante de ti, para que
le acaricies y caes rendido ante él.
Cuando alguien está malo o bajo de moral duerme a los pies
de su cama. Es increíble la intuición que tiene, no se mueve de ahí. Al
no haber tenido perro nunca estas cosas me dejan de piedra.
Poco a poco vamos aprendiendo otras cosas, como que las
espigas son muy peligrosas. Él estuvo muy pachucho y cabizbajo cuando se
le clavó una y nosotros, muy preocupados. Y aprendimos, aunque le damos
pienso, que le encanta comer de todo, hasta el pescado y la fruta.
Antes de decidir adoptar un perro todo me parecía
complicado. Ahora cada vez que hacemos una salida buscamos un sitio al
aire libre para que se pueda venir. Si en un parque no puede haber
perros, buscamos otro. Los tres paseos diarios los hemos acoplado con
mucha facilidad en nuestros horarios.
Si ahora nos dicen que han aparecido sus dueños y se lo
tienen que llevar nos da un pasmo a todos. Es como si hubiese estado con
nosotros siempre. No queremos otro perro, lo queremos a él. Tove es un
miembro más de la familia. Para mi hija ha sido muy terapeútico. No solo
ahora se acerca a todos los perros sino que se ha abierto enormemente a
la gente. Además tiene unas alergias muy fuertes y tener perro podría
ayudarla también en eso. Si las supera, ya sería el colmo.
Ojalá mucha gente se anime a dar el paso de adoptar en una perrera. Muchos solo veían los peros
cuando yo me lo estaba planteando hace un año. Que si tener que salir a
pasear, que si el pis en casa. Ahora me río de todo eso. Cuando tomé la
decisión, tan deprisa, me preguntaba: “¿Habré hecho bien?” ¡Claro que
sí! En todos los sentidos. Incluso si no hubiésemos tenido la suerte de
dar con un perro tan fácil y hubiésemos tenido que pasar por un periodo
de adaptación, saber que en casa te espera alguien para darte cariño y
alegría habría merecido la pena.
Este artículo lo redactó Gloria Rodríguez-Pina después de entrevistar a Carmen Muñoz.
EL PAÍS, Sábado 1 de octubre de 2016
Imagen: El pequeño gran Nole
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