MAR MUÑIZ
Mentar junio en un hogar con niños es como nombrar la soga en casa
del ahorcado. Como si a la perra Laika le viene un ruso para sacarla al
parque. Igualito. El cole termina y a los padres se nos encoge el
esfínter. Qué desazón. Qué algoritmos. Sacas un rotu
rojo; sacas el calendario; y no pegas ojo hasta que resuelves el tetris y
consigues tener a los críos colocados todo el verano. Carajo, qué largo
es. Da igual si se van con los abuelos a un viaje del Imserso, lleno de
pasodobles y yayos viagreros. Y luego a un campamento cuartelero y
después los enrolas en una milicia chií. Mientras no se queden en
situación técnica de abandono, reconozco que el destino me importa un
rábano.
Si criásemos a la prole en tribu, como propone la Flequi de la CUP, nos iríamos al curro felices dejando a los niños con madres de quita y pon.
Nos los devolverían muy despeinados, pero instruidos en el arte de las
rastas, los malabares y otras disciplinas inútiles. Todo tan comunal y
silvestre como improbable a corto plazo.
Así que cuando afloja un
poco el frío, mientras Google hierve con la muchachada buscando viajes
-unos 'deluxe' y otros mochileros, según nóminas-, los padres rastreamos
como locos campamentos urbanos o sin urbanizar, de cine, de escalada,
de pijos, de clase media -normaluchos, o sea-, de cocina, de tenis, de
inglés, de rock... Y cuando palmamos la pasta que nos sangran,
escuchamos con rencor los planes de los pocos amigos solteritos que aún
nos quedan. Ellos, Trivago va Trivago viene, diseñan su verano
entregados por completo al hedonismo en playas desiertas y zocos
atestados, que para eso lo exótico lo peta en Instagram.
Pero no nos engañemos. A mis hijos, que no son más zoquetes que la
media, no les interesa aprender en verano a hacer pechugas a la villaroy
ni darle a la claqueta ni tirarse en tirolina por obligación. Ellos,
que tampoco son más listos que la media, sólo quieren vivir como
bucaneros, sin reglas ni reloj. Las vacaciones eran eso, oiga. Por eso
espetan con tino: "¡No queremos ir al cole de verano!". No les falta
razón. Lo sabe ud. y lo sé yo.
Cuando llegan de ese aparcaniños de 9 a 15, con la fresca, parece que vienen de un triatlón:
1)
tienen restos en la ropa de esa mierda de comida llamada nuggets, que
viene a ser una aproximación nefasta y fracasada al pollo empanado, cuyo
valor nutricional es cercano al del escay; y
2) traen
el pelo hecho una escombrera y arrastran un calor de invernadero.
Por
esto, pese a esas programaciones llenas de pirotecnia para impresionar a
padres petardos, al final los monitores de campamentos siempre recurren
a valores seguros: tirarse a bomba en la piscina y las guerras impías con globos de agua.
Les
guste o no, a mi chavalería no le queda otra, porque aquellas
vacaciones atómicas de tres meses, que nos dejaban churretes de minero
en la cara y las rodillas colorás de mercromina, ya sólo se las pueden
permitir los de Sotogrande (por arriba) o los pobres de solemnidad (por
abajo). Al resto, pobres a secas, ni se nos pasan por la imaginación. Y
es que el verano, carajo, qué largo es.
EL MUNDO, Martes 14 de junio de 2016
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