PILAR JERICÓ
Un amigo mío me contó la siguiente
anécdota: Iba en el coche con sus hijos, salió a echar gasolina y al
regreso, el niño mayor de seis años comenzó a gritar enfadado porque no
le había comprado unas patatas fritas. El padre arrancó el coche y el
niño gritó aún más. Cuando se le pasó el berrinche, después de casi 30
minutos, le dijo al padre: “Tú siempre me has dicho que puedo conseguir
todo aquello que me proponga. Yo quería unas patatas y tú no me las has
dado”. Y aquí está el principal problema de la educación a las futuras
generaciones: se confunde el esfuerzo con el capricho.
La psicología positiva nos enseña que podemos soñar, que debemos luchar
por los que anhelamos, pero todo ese camino no está exento de trabajo y
de esfuerzo. El mero deseo no es suficiente. Las cosas debemos
ganárnoslas. Y desgraciadamente, no parece que se esté enseñando a los
niños a conseguir las cosas por el esfuerzo y no “porque yo lo valgo”.
Necesitamos recuperar la cultura del esfuerzo.
Es el único camino para desarrollar el talento, para ser competitivo
como persona y como sociedad. No hay nadie brillante que no tenga detrás
de sí muchas horas de entrenamiento. Como concluyó Howard Gardner,
después de estudiar a personas extraordinarias por su desempeño: todos
ellos habían trabajado duramente durante al menos diez años. Malcolm Gladwell lo bautiza como la regla de las 10.000 horas de trabajo y Larry Bird, uno de los grandes jugadores de la NBA, lo resumió del siguiente modo:
“Es curioso, cuanto más entrenamos, más suerte tenemos”.
Es posible que los niños estén
“pagando el pato” de la educación espartana que hemos vivido en otras
generaciones o de separaciones dolorosas, donde se intercambia cariño
por caprichos. Muchos padres con una buenísima intención no
siempre están preparando a los futuros profesionales y ciudadanos para
un mundo donde el talento va a ser diferencial. La cultura del esfuerzo
conlleva soñar un objetivo, proyectar una estrategia, identificar
posibles recursos, crear nuevos hábitos y, por supuesto, asumir la
posible frustración. El capricho no entiende de “no”; mientras que el esfuerzo conoce los obstáculos, pero no se rinde ante ellos.
De ahí que sea tan importante, y desgraciadamente, la educación no
parece que esté orientada a la cultura del esfuerzo; ni los sistemas
educativos más volcados en cuestiones políticas, que en herramientas
prácticas para la vida. Necesitamos enseñar inteligencia emocional y la
necesidad de ganarnos las cosas por el trabajo que realizamos.
Educar no es fácil, lo sabemos, pero no
olvidemos que España está a la cola de los resultados de excelencia
académica (estamos en el puesto 34, según el informe PISA,
de los países de la OCDE). Posiblemente, si pudiéramos recuperar la
cultura del esfuerzo algunos de dichos resultados cambiarían. Y no lo
olvidemos, todo comienza en casa y en cada una de las enseñanzas que
brindamos a nuestros hijos hasta el momento en el que nos paramos a
echar gasolina.
EL PAÍS, 19 de marzo de 2014
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