JAVIER SAMPEDRO
Una sociedad opulenta no siempre encaja con la naturaleza humana, que
evolucionó en un contexto mucho más magro. Nacemos programados para
comer dulces, grasas y todos los alimentos hipercalóricos que arruinarán
nuestra salud futura, y cada vez es más esencial que el niño aprenda a
controlar esas apetencias insalubres. Una investigación neurológica
aclara ahora cómo se desarrolla el principal mecanismo de compensación:
el niño incorpora un modelo del tipo de alimentos que le aconseja su
madre, y dos partes de su cerebro luchan entre el deseo salvaje del
pastel y el discreto encanto de la acelga que ha aprendido de mamá. He
aquí el aprendizaje nutricional en acción.
En su alegoría del auriga, Platón representa el alma humana como un
carro tirado por dos caballos, uno ruin y otro noble, que simbolizan la
pasión desbocada y el impulso racional. El conductor (auriga) pasa las
de Caín para evitar que cada caballo tire para su lado y llevar el carro
a buen puerto. En términos neurológicos, el caballo ruin es el córtex
prefrontal ventromedial, un módulo cerebral implicado en los circuitos
del placer, o de la recompensa. Y el caballo noble es el córtex
prefrontal dorsolateral, una región responsable del autocontrol. Todavía
no sabemos exactamente dónde está el auriga –y hasta es posible que no
exista—, pero eso es irrelevante para el actual estudio.
Amanda Bruce y sus colegas de la Universidad de Kansas han estudiado a
25 niños de 8 a 14 años de edad con una combinación de pruebas
psicológicas de comportamiento e imágenes de su cerebro en acción con
resonancia magnética funcional. Les han pedido, para empezar, que
puntúen 60 alimentos (manzanas, coles, patatas fritas, gominolas y así
hasta 60) según dos criterios: si les gustaría comérselos y si a su
madre les gustaría que se los comieran. También han examinado la
actividad de su cerebro mientras tomaban esas decisiones penosas.
Los resultados, que presentan en Nature Communications,
muestran que la elección del niño se debe a una combinación de sus
apetitos salvajes con lo que, según entienden, su madre habría elegido
para ellos. La resonancia magnética ha demostrado luego que la
activación del córtex prefrontal ventromedial (el caballo ruin) se
correlaciona con las preferencias personales del niño; y que la
activación del córtex prefrontal dorsolateral (el caballo noble) lo hace
con las preferencias de la madre que el niño ha internalizado. Bien por
la alegoría del auriga.
Pero hay un tercer resultado que se le escapó por completo a Platón:
que la actividad del caballo noble reprime a la del caballo ruin. Esto,
desde luego, alivia de forma considerable el esfuerzo del auriga. El
caballo noble, en realidad, le da hecha buena parte del trabajo y, si se
activa de manera vigorosa, garantiza por sí solo que las dos bestias
tiren en la misma dirección. Como vimos antes, es posible que el auriga
no exista, es decir, que no sea más que un sistema emergente formado por
caballos autónomos.
En cualquier caso, los resultados revelan la importancia clave de los
mensajes que la madre –o el conjunto de los padres y los educadores—
transmiten a su desconcertada prole. Incluso a una edad tan temprana
como los ocho años, y tal vez incluso antes, esos mensajes van a formar
parte de su cerebro, literalmente. Así que, aunque a la niña le gusten
los pasteles, los padres deben insistir en que se coma las acelgas.
Aunque no lo haga, pero díselo.
EL PAÍS, Martes 7 de junio de 2016
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