MARISA MOYA
"Has pegado a tu hermano vete a la habitación y no
salgas hasta que yo te lo diga". "Eres un niño malo siéntate en esa silla y no se te
ocurra levantarte hasta que hayas reflexionado sobre lo que has hecho"." Ya te dije que no lo lograrías, has suspendido de
nuevo, te quedarás sin salir un mes". ¿Alguna de estas
frases os resulta familiar? Son castigos,
un modo de educar.
Me estreno en este
espacio con un tema feo, si cabe, sin ningún atractivo pero afrontarlo es
necesario. Lo reconozco, no hubiera hecho falta que me espolearan mucho para
escribir sobre él, a cada poco brota de mi interior con la incontinencia del
deseo más urgente. Abandonar definitivamente el castigo como estrategia
educativa es, a mi entender, un reto inaplazable.
El castigo es uno de
los grandes dramas de esta sociedad, la violencia encubierta que ejercemos los
adultos contra los niños, base y catapulta de la transmisión de una generación
a otra de la agresividad, la intolerancia y la incomprensión. Es una afirmación
rotunda, tal vez más de uno la considere excesiva, no importa. Hay que persistir
en la denuncia, hasta que desterremos las malas prácticas de la vida de los
niños.
Tiene amparo y
reconocimiento de buena praxis. Desde el entorno hogar hasta el escolar, ningún
grupo adulto escapa a la lacra que impide que la infancia sea reconocida y
tratada con dignidad y respeto, sí, dignidad
y respeto, el mismo con el queremos ser tratados cada uno de nosotros. No
me resisto a señalar la gran cantidad de centros escolares que aún cuentan con
la expulsión como solución al mal comportamiento infantil en los reglamentos de régimen interno ¿Acaso
no serían esas situaciones oportunidades sin par para ayudar al niño en lugar
de hacerle pagar por lo hecho?
Lo que decimos, lo que
escuchamos, lo que leemos, el engranaje entero del entramado social habla de un niño querido, mimado
por una sociedad que presume de atender su bienestar. Se podría
llegar a la conclusión errónea de que los niños gozan de la satisfacción de
todos los requerimientos para llegar a ser un adulto íntegro, autónomo, feliz y
capaz. Se hacen leyes, se aplican normas, planes estratégicos, servicios
variopintos… pudiera parecer que la actitud social es incuestionable por sus
buenas prácticas.
Levantemos alfombras, no aparecerán verdades tan solo
apreciaciones de una maestra de escuela pretendiendo una revisión somera a una
de las prácticas educativas menos eficaces y sin embargo más extendidas.
Sentir
no es opcional. Ese es el primer paso del reto si
quieres dejar de ser un educador punitivo. Acepta los sentimientos de los
niños, aceptar no es estar de acuerdo, tan solo es el reconocimiento de un
derecho. El castigo anula la posibilidad de acceder a las razones que motivaron
el mal comportamiento, un niño acusado previamente no nos abrirá la puerta a sus emociones. “Da igual que hayas sentido celos y no
hayas sabido meterlos en cintura, tan solo contemplo la bofetada que le has
dado a tu hermana y para solucionarlo te etiqueto, ignoro tus posibilidades
para reparar lo hecho y tomo por ti las decisiones, no tienes opción porque has
cometido un error y eso es imperdonable, debes pagar por ello”.
Si un niño no percibe que sus sentimientos son comprendidos
¿pensáis que querrá cooperar en la modificación de conducta? O tal vez ¿debe
ocultarlos, debe negarlos? ¿Y qué puede pensar acerca de sí mismo si su mente
se anega de celos, envidia, rabia, incapacidad, venganza y no se le permite
sacar la ira? Insisto, comprender no es
consentir, es permitir la expresión, es escuchar con humanidad. No hay otra
vía, los niños dan según lo que reciben, no aprenderán a manejar el enfado, tan
solo a reprimirlo y/o engordarlo.
Lo
que se siente se puede procesar y controlar,
para ello hay que aprender a reconocer, a expresar y a regular emociones
mediante el pensamiento (la corteza prefontal que es la encargada de estas
funciones tarda 25 años en madurar). Un niño de dos años ni siquiera saber
poner nombre a lo que le emociona, un niño de seis años sí pero aún no puede
decidir con la lógica, la flexibilidad o la adecuación adultas. Uno y otro
dependerán de las experiencias vitales que ejerciten los músculos de la calma, de la exploración de la relevancia de lo que
les acontece, de probar su iniciativa y la eficacia y los efectos de sus
decisiones.
La necesidad vital por explorar y conocer
es en demasiadas ocasiones interpretada como comportamiento inadecuado, se controla y reprime con procedimientos punitivos y
coercitivos. Nada más alejado del aliento y apoyo que precisa un niño para
poder desarrollar sus potencialidades ¿Dónde tiene el niño el modelo que
necesita para construir un yo comprensivo, solidario y tolerante? ¿Ese padre/
madre que no escucha que no ve, que no comprende, que no empatiza con la
necesidad infantil?
Los gritos, los castigos, la indiferencia
hacia un niño nos alejan inexorablemente de ese mundo
pretendido en eslóganes de armonía, paz y solidaridad. La exhortación a la
violencia “no seas bobo, si te pega defiéndete”, la humillación por insultos o
menosprecio “es que eres un subnormal”, el ninguneo porque no responde a
expectativas, la desidia en cuidados que precisan paciencia y esfuerzo, la
dejación de atenciones que devienen en desorientación e inseguridades… socavan
el autoconcepto y la autoestima, se zahiere la posibilidad de que el niño se
acepte y quiera a sí mismo, ponen en riesgo su futuro de adulto equilibrado.
El temor y la culpa son malas herramientas
como asiento de comportamiento y desde la
superioridad adulta se usan cuando se agotan paciencia o estrategias adecuadas.
La confianza y el respeto no solo debe conocerlos el niño cuando responde como
queremos, es indispensable que sepa que la resolución de conflictos se basa en
la reflexión, el afecto y la calma, que cuando yerra no es etiquetado de torpe
o malo porque el error es una estupenda oportunidad de aprendizaje.
¿Qué modelo somos? Tal vez solo de impotencia. Es
humano perder los nervios pero no debemos hacerlo sobre los niños.
Si los interrogantes tienen un ápice de verosimilitud,
no veo cómo diantre nos obstinamos en mantener que la infancia está bien
cuidada, incluso no entiendo cómo nos sentimos ajenos a una infancia insegura, solitaria, resentida, una adolescencia descreída, desmotivada, con problemas de adicciones
y agresividad. Tal vez pudieran ser las correlaciones presumibles y
sin embargo parecen asombrarnos, es como si por arte de birlibirloque los
muchachos de estas generaciones se hubieran sacado su manera de ser de la manga
cuando el comportamiento no se improvisa es una cadena de eslabones y los
adultos tenemos parte importante a la hora de ensartarlos.
Todo lo que no hacemos en su momento se nos echa
encima en forma de losa después, en formato de detección y
actuaciones, para intentar remedar la falta de decisiones sabias y oportunas.
¿Lo pinto negro? Se potencia el silencio, se prima la
sumisión, se castiga al que difiere ¿dónde está la violencia? ¿En los niños? Prefiero
equivocarme hasta la médula y que realmente los hogares y aulas sean ese lugar
donde se adquiere habilidad, se desarrolla capacidad y se alimenta para siempre
las ganas de aprender, ese sitio que pone de relieve y aporta valía a los niños. Núcleos en los que haya
muchas personas que como Bruner piensen
que cuando un aprendizaje falla no es culpa del niño.
¿Algo se salva en este artículo abrumador?
Afortunadamente las leyes del aprendizaje no son fórmulas matemáticas y a
pesar de las mil variables que pueden predecir el fracaso se evidencia que entre
comportamiento y aprendizaje, a los adultos se nos escapan las estrategias
infantiles para filtrar, negar, huir o inventar fórmulas que les permiten ser.
Si os he encogido el alma pensad en las palabras
de Gabriel García Márquez:
“La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y
magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el
pasado”.
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