CARMEN SAAVEDRA
www.twitter.com/CappacesCom
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Según han ido avanzando cursos, mis hijos han tenido que renunciar a
más y más parcelas de su tiempo lúdico (que también formativo) porque
nuestro sistema educativo está empeñado en convertir las tardes en una
continuación de la jornada escolar.
Ahora que acaba de iniciarse el curso, muchos medios vuelven estos días a ese debate recurrente donde, casi siempre, se demoniza a las actividades extraescolares
y se hace una caricatura injusta de los padres/madres que inscribimos
en ellas a nuestros hijos. Pocas veces se habla sobre ellas de forma
positiva y, por el contrario, se insiste en ciertos calificativos y
estigmas para definirnos a quienes somos partidarios de estas
actividades complementarias.
No, señores, no aspiramos a convertir
a nuestros hijos en Einsteins, Mozarts, Messis o ejecutivos de Inditex.
No queremos que sean extraordinarios o que nos saquen de pobres.
Simplemente pretendemos cubrir las inmensas carencias del sistema educativo oficial respecto al arte, la música, la danza o el deporte.
A cultivar todas esas áreas tanto o más importantes para su formación
como personas, como los conocimientos académicos en matemáticas,
biología, historia, física o filosofía. No queremos sobrecargar a
nuestros hijos. Nuestros hijos están sobrecargados porque el sistema se
ha empeñado en que cinco horas lectivas diarias no son suficientes y
deben llegar a casa y hacer más de lo mismo durante dos, tres, cuatro o
las horas extras que el sistema (a través de algunos docentes, que no
todos) estime necesarias. Resulta absolutamente demencial.
Antón
es todavía pequeño y hasta ahora la carga lectiva extraescolar ha sido
sensata, pero mucho me temo que tengamos que reproducir la situación por
la que transitó su hermana mayor. Cada vez que pienso en todas las
horas y energías que le he visto desperdiciar durante estos últimos
cursos, me hierve la sangre... Por el contrario, no me arrepiento en
absoluto de todas las actividades complementarias en que la hemos
inscrito desde los 4 años: pintura, barro, baile, pandereta, patinaje,
fútbol, voleibol, piano, teatro...
En
algunas actividades ha disfrutado más que en otras pero todas,
absolutamente todas, le han servido para aprender, formarse y
relacionarse, al tiempo que le han permitido experimentar en diversos
mundos hasta conducirle a su actual pasión: el atletismo. Mi hija
disfruta con este deporte y ha descubierto un mundo que, seguramente, le
pueda ayudar a superar esa difícil prueba que es la adolescencia.
Espero (ojalá) que le ayude a tener un aliciente, una pasión en su vida,
a ampliar su círculo social a través de entrenamientos, viajes y
competiciones, a ser consciente de que debe cuidar su cuerpo y a aspirar
a algo más que la llegada del "momento botellón" durante el fin de
semana.
Sin embargo, y hasta llegar a dar con esta afición, ha
necesitado de un largo recorrido y del contacto con diferentes
actividades y disciplinas. Resulta muy triste ver cómo a medida que los
niños van creciendo y avanzando cursos, la mayoría de padres sacrifica
el deporte, la música, el arte o cualquier otra actividad, a causa de la
sobrecarga que sus hijos llevan a casa en forma de deberes.
Sé
que las circunstancias de Antón son diferentes a las de su hermana y
que su discapacidad sí exige ciertas tareas de refuerzo en casa, dado
que los recursos de la escuela pública son muchas veces insuficientes
para atenderle con el tiempo y en la forma que necesita. Resulta
imposible dedicarle la atención que precisa en un aula donde comparte
espacio con otros 24 niños (otra aberración del sistema), cada uno de
ellos con sus propias y particulares necesidades, al tiempo que las
horas de apoyo se reducen cada curso que pasa. Así que, no nos va a
quedar más remedio que trabajar en casa y ampliar la jornada académica
pero, insisto en que es un caso muy particular. No se debería obligar a
la mayoría de los niños a prolongar su jornada académica.
Tampoco
es que yo tenga especial prisa en que mi hijo aprenda lo que la
programación dicta cada curso. Pero parece que el sistema sí. Y,
desgraciadamente, es ese sistema el que moldea nuestra vida social
porque, llegados al final de cada ciclo, si el alumno no ha alcanzado
los objetivos que se han determinado, se le obliga a repetir curso. Y
eso, para cualquier niño, pero más aún para un niño con diversidad
funcional, significa destruir todas sus referencias, al separarlo del
grupo dentro del cual ha podido lograr una cierta inclusión social. La
alternativa en forma de adaptación curricular también resulta peligrosa,
porque ese niño ya es lo bastante diferente a sus compañeros, como para
añadir que en clase realice otras actividades y tareas distintas a las
del resto o que deba salir continuamente del aula para recibir una
atención diferenciada.
La solución sería que el sistema no tuviera tanta prisa y, sobre todo, que los niños recibieran una Educación basada en una metodología que respetara sus características y particularidades. No todos los niños deberían estar realizando las mismas tareas ni al mismo ritmo. El "niño-tipo" NO EXISTE. Ahora mismo, quien no alcanza ese prototipo de alumno se queda atrás. Y quien lo rebasa (y se aburre), también. Es el sistema el que debería adaptarse al niño y no el niño al sistema. Lo único que se consigue por esta vía es que muchos alumnos se queden por el camino.
Todas
estas connotaciones negativas del sistema educativo y de los deberes,
no repercuten tan sólo en el alumnado condicionado por alguna
discapacidad. Estoy convencida de que los deberes generan grandes desigualdades sociales en la escuela.
No todos los alumnos pueden recibir en sus casas el apoyo necesario,
bien porque sus padres están ausentes trabajando, porque carecen de los
recursos culturales necesarios para ayudarles o de medios económicos
para pagar a quien lo haga por ellos.
Sin embargo, y a pesar de
todas las circunstancias que rodean a Antón, no quiero sacrificar la
felicidad y todo cuanto le aportan las actividades extraescolares. Son
su mayor motivación a lo largo del curso. Lo primero que dice al
despertarse los martes es: "¡qué bien, hoy tengo teatro!". Llegado el
fin de semana, no le importa que llueva o truene y la perspectiva de montarse en la piragua
y luchar contra las olas de la ría, le convierte en un niño alegre,
motivado y feliz. Como apasionado de la buena mesa que es, le encanta
(intentar) cocinar y no puede estar más emocionado este curso ante la
perspectiva de iniciar un taller de cocina donde por fin hemos
conseguido plaza. Ninguna de estas actividades le va a ayudar a
comprender lo que son las decenas de millar o cómo funciona el aparato
excretor, pero el placer y la autoestima que le aportan son infinitas. Y
no, no vamos a renunciar a ello...
A
este afán porque mis hijos encontraran una pasión particular que les
sirviera de motor en la vida, se une el horario tan demencial que la
escuela pública ha adoptado en algunas comunidades como la nuestra. La
jornada continua (de 9:00 a 14:00), además de suponer (a mi entender)
una aberración pedagógica, deja a los niños con una larga tarde por
delante que suele ocuparse en alguna de estas opciones: televisión,
videojuegos y redes sociales. Ojalá el mundo de ahora se pareciera al de
antes, porque lo suyo sería que después de comer y descansar un rato,
bajaran a jugar a la calle o al descampado como hicimos nosotros. Pero
la sociedad que hemos creado exige padres/madres a su lado en el parque y
eso, muchas veces y a causa de la incompatibilidad entre horarios
laborales y escolares, resulta imposible.
La inclusión social de
los niños con diversidad funcional suele ser más compleja fuera que
dentro del aula. El "momento patio" evidencia ese fracaso. Como también
el entorno del parque. Ha sido mucho más fácil normalizar la vida social
de Antón a través de las actividades extraescolares que jugando en la
calle, ya que sus características no le permiten jugar al fútbol, al
pilla-pilla ni subirse solo a los columpios. Las actividades
extraescolares, regladas y dirigidas por un adulto, le permiten estar en
igualdad de condiciones respecto al resto. Y este es un motivo más para
defenderlas.
Yo, desde luego, no encuentro más que beneficios en
las extraescolares, mientras que los deberes porque sí y sin sentido, me
parecen cada día más perjudiciales. Estoy convencida de que lo único
que consiguen es que los niños aborrezcan la escuela, además de matar su
curiosidad y anular sus ganas de aprender.
HUFFINGTON POST, Martes 15 de septiembre de 2015
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