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Las ausencias paternales

LUIS NUÑEZ VALLAVEIRÁN
Recientemente, me ha tocado salir del periódico a cubrir los incendios que han asolado Galicia Fue un encargo absolutamente repentino, como la mayoría que recibimos los periodistas, por otra parte. Tan repentino que cuando la niña, que tiene dos años, se fue a dormir; al despertar a la mañana siguiente su padre ya estaba recorriendo los montes gallegos. Antes de marcharme, la pequeña guardaba esa relación de complicidad que las niñas tienen con sus padres. Risas maliciosas a costa de la madre, juegos un poco más locos que los que acostumbra y alguna que otra palabra malsonante que, aunque las tenemos prohibidas, sabe que su padre es algo más laxo en ese sentido y tiene más deslices.
El viaje duró tres días y, en ese período, el Facetime hizo de vaselina ante la ausencia paterna, aunque la niña prefiriera ver los dibujos a la cara de su padre. Cosas de niños, pensé a 600 kilómetros de distancia. Resulta que la vuelta fue como la salida. Ella se durmió sin su padre y cuando despertó ahí estaba yo con mi cara de bobo esperando, tras escucharla removerse en la cuna, a que abriera los ojos y se le iluminara la cara. Iluso de mí.
Al principio, estuvo un buen rato boca abajo sin querer darse la vuelta. No reía, ni tampoco lloraba. Yo expectante a ver si había ilusión u otra emoción ante la esperada vuelta. Después, tras hacer acopio de la multitud de muñecos que pueblan su reino, me sugirió escondernos de su madre a lo que me presté raudo y veloz para recuperar el tiempo perdido. El juego duró poco. Se levantó canina, había cenado poco me dijo su madre. Así que tocaba el biberón mañanero y, cuando me disponía a dárselo llegaron las terribles palabras: «¡Tú no, mamá!».
Uno, siendo padre, siempre sabe que los pequeños prefieren a su madre con la que les une un vínculo especial. Pero, normalmente en épocas de estabilidad, ese amor se reparte entre los dos progenitores de manera más superficial. En circunstancias de enfermedad o dolor, lo normal es que la palabra «mamá» suene muchas más veces que la de «papá». Pero, salvo en esos casos, la cosa estaba algo más repartida. No quiero entrar ahora en los complejos de Edipo o Elektra que, como ustedes comprenderán, con dos años, como que no toca.
«Es que lleva mucho sin verte», me dice su madre como explicación al rechazo. Sólo fueron tres días pero no puedo ni imaginarme cómo transcurren esas 72 horas en la cabeza de un crío. Sí recuerdo que cuando eres joven los días se te hacen más largos que cuando eres mayor que parece que vuelan. Rechazado, tras el biberón, la escuché pedir una galleta, sería la galleta de la reconciliación dije para mí. La verdad es que tras 10 minutos de dejarla a su bola en la trona de la cocina. Me llamó y me dijo: «Papá, ¿quieres una galleta?». Me comí cuatro. La reconciliación había llegado.
Eso es un niño, 15 minutos de castigo por la ausencia y una reconciliación en forma de azúcar. Hay que tener paciencia y no dramatizar pese a que uno esté deseando a la vuelta de un viaje tener el recibimiento de los niños de Hollywood. Pocas veces ocurre, hay que ser realista. Las cosas no siempre son euforia y explosión de sentimiento. A veces es necesario tiempo y sustituir la pipa de la paz por una galleta. Qué quieren, son niños. Y nosotros, en muchas ocasiones, también.
EL MUNDO, Miércoles 25 de octubre de 2017

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