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La adolescencia es la nueva infancia: qué está pasando con los jóvenes de hoy en día

HÉCTOR G. BARNÉS
Durante los últimos años, diversos informes han puesto de manifiesto un cierto cambio de costumbre entre los jóvenes. La Fundación Alcohol y Sociedad (FAS) señalaba recientemente que los adolescentes beben un 30% menos que hace 20 años. Además, como señaló la Estrategia Nacional sobre Drogas 2009-2016, la edad de inicio en el consumo de alcohol y de tabaco ha aumentado ligeramente en los últimos años. No se trata tan solo de sustancias estupefacientes. Mientras que en 2002 los jóvenes de entre 18 y 34 años representaban el 40% de los conductores de automóviles, este porcentaje descendió hasta el 27,5% en 2015.
Estos datos se repiten en muchos países occidentales, como revela una investigación publicada en 'Child Development' que reflejael declive en las actividades de adultos entre los adolescentes estadounidenses”. No se trata tan solo del consumo de alcohol, tabaco o drogas ilegales, sino también de la edad a la que se empieza a conducir, la primera vez que se hace el amor o a qué dedican su tiempo libre. Aunque no es completamente exportable a España, los datos señalan en una interesante dirección: los adolescentes cada vez tardan más en hacer esas cosas tradicionalmente consideradas “de mayores”.
Lo más llamativo del caso es que estos datos se repiten en todas las edades, razas y regiones, urbanas o rurales. Es decir, se trata de un movimiento generalizado. Según la investigación realizada por la profesora de Psicología de la Universidad de San Diego Jean Twenge, los adolescentes beben y se drogan menos, tardan más en sacarse el carnet de conducir (el mínimo legal en EEUU es de 16 años), no suelen buscar trabajos de verano y tardan más en hacer el amor por primera vez. Una tendencia opuesta que contradice la supuesta precocidad de los adolescentes del siglo XXI.
En opinión de la autora, la mayoría de argumentos que se utilizan para explicar esta situación son muy parciales. No es ni la crisis, ni que la generación Z sea aburrida, ni que sean unos vagos, ni que sean más responsables. En su opinión, hay un factor que unifica todo ello, como expone en 'The Conversation': “Todas ellas son actividades que realizan los adultos”, recuerda. “Lo que está haciendo por lo tanto esta generación de adolescentes es retrasar las responsabilidades y placeres de la vida adulta”. Una tesis que nos ayuda a entender un poco mejor cómo funciona la sociedad.

Una existencia que se expande

La explicación de la autora se encuentra en sintonía con otras lecturas sociológicas realizadas durante las últimas décadas y que, coloquialmente, podrían resumirse en la fórmula “los cuarenta son los nuevos treinta” (o “los cincuenta son los nuevos cuarenta”, o “los sesenta son los nuevos cincuenta”…). Ya que la esperanza de vida es mucho mayor, cada una de las etapas vitales puede dilatarse. Algo que ha sido evidente con el alargamiento de la juventud hasta casi los cuarenta años, pero que no era tan patente en los años de infancia, quizá porque por lo general los niños y adolescentes siempre han tenido prisa por hacerse mayores.
Twenge propone utilizar la teoría de las historias de vida y del continuo rápido-lento para entender los cambios que se han producido, especialmente la forma en la que el desarrollo vital depende del contexto cultural. Según esta, los ciclos vitales son más rápidos cuando la calidad de vida es peor y los niveles de natalidad, mayores, y viceversa. Durante siglos, la vida del ser humano fue así: la cantidad de hijos por pareja era mucho mayor, las posibilidades de una muerte prematura también así que la existencia estaba orientada a la supervivencia: “Los padres necesitaban centrarse en el día a día, no en que sus hijos tuviesen clase de violín a los cinco años”.
La situación es muy diferente hoy en día, incluso más que hace 40 años. Vivimos en la sociedad ideal para una estrategia de vida lenta, en la que cada pareja tiene menos hijos y, por lo tanto, puede dedicar un esfuerzo y tiempo mayores a cada uno de ellos. La investigadora recuerda que es algo que se repite en todas las clases sociales. Muy probablemente la crisis haya agudizado aún más ese efecto, paradójicamente: debido a que la entrada en el mercado laboral es (obligadamente) posterior, el período de formación para la vida adulta se prolonga. Si no hay trabajo, resulta aceptable permanecer unos años más en el limbo de la infancia.
Es lo que defiende el psiquiatra de adolescentes Daniel Siegel, autor de 'El cerebro del niño' (Alba) en 'The Washington Post: “En una cultura que te dice 'vas a ir al instituto, a la universidad, a hacer un máster y a ser becario, así que no vas a ser realmente responsable de ti mismo hasta los 20', tu cerebro responde en consonancia”. En realidad, se trata de una forma de protección: antes pasaba muy poco tiempo entre estos hitos de la madurez y la independencia del individuo; hoy pueden pasar décadas entre, por ejemplo, que alguien se fume su primer cigarrillo y que disfrute de independencia económica.

El escollo de la universidad

No es un cambio de paradigma bueno o malo per se, recuerda la autora, sino que presenta sus ventajas y sus problemas. Las primeras son obvias: los signos de madurez perniciosos como el consumo de alcohol o tabaco se están dejando de lado. Entre los puntos negativos se encuentran las dificultades de una adaptación tardía a ciertas exigencias vitales, especialmente en lo que se refiere a las responsabilidades ligadas con el trabajo o como muestran los datos (y como ocurre en España), a la hora de aprender a consumir alcohol, ya que son más los jóvenes que se meten atracones.
Uno de los saltos más difíciles se producen a la hora de entrar en la universidad. Como recordaba un reciente artículo firmado por la psicóloga F. Diane Barth, son cada vez más los jóvenes que encuentran dificultades durante su primer año de universidad para adaptarse a su nuevo estilo de vida, lejos de casa. Aunque el consejo recurrente sea el de que los padres dejen que sus hijos se apañen solos, Barth animaba a que quizá sea preferible retirar poco a poco el apoyo paterno. Como recordaba un informe de UCLA, los estudiantes de primer año muestran los niveles más altos de ansiedad y depresión desde 1966.
“Los administradores de las universidades describen a estudiantes que no pueden hacer nada sin llamar a sus padres”, recuerda Twenge. “Las empresas están preocupadas porque más empleados jóvenes carecen de la habilidad para trabajar de manera independiente”. Aunque esto último no es exactamente así –la psicóloga defiende que, según sus estudios, la generación Z tiene una mejor ética laboral que los 'millenials'–, la clave se encuentra en facilitar una transición que ahora resulta complicada: puede que los profesores de instituto se hayan adaptado a esta reinfantilización de sus alumnos al tener un contacto más estrecho con ellos, pero no los universitarios, cuyo objetivo y métodos lectivos son muy diferentes.
EL CONFIDENCIAL, 21/09/2017

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