De todos los sonidos que nos asaltan, ninguno
despierta una reacción tan fuerte y clara como el llanto de un bebé.
Puede uno estar en la terminal de un aeropuerto, cientos de metros y
miles de personas mediante, y aun así oír y lo que es más, alterarse,
por la pataleta ininteligible de un niño finlandés. Ahora, gracias a un estudio de Current Biology,
sabemos que esto es debido a que el llanto, al igual que el grito
humano, tiene una cualidad sonora única que espolea no solo las partes
de nuestro cerebro que procesan los estímulos acústicos y el lenguaje,
sino también la destinada a protegernos y prepararnos para el peligro.
Un equipo internacional liderado
por Luc Arnal (Universidad de Nueva York y Universidad de Ginebra) y
David Poeppel (Universidad de Nueva York e Instituto Max Planck) ha
descubierto que los gritos suenan en una frecuencia específica, ni aguda
ni grave, de un rango muy amplio. Este rango corresponde con la
cualidad acústica conocida como dureza, que hasta ahora se
consideraba irrelevante para la comunicación humana; se pensaba que
estaba basada únicamente en binomio agudo-grave. Es precisamente esta
cualidad la que reserva para los gritos y el llanto un nicho único y
privilegiado en nuestro cerebro, y una función biológica y socialmente
efectiva.
“Encontramos que los gritos ocupan
un fragmento reservado del espectro acústico”, cuenta Poeppel acerca del
trabajo de laboratorio para el que midieron toda clase de sonidos y las
reacciones neurológicas que activaban. “En una serie de experimentos,
vimos que esta observación se mantenía cierta cuando comparábamos el
grito con el canto y el habla, más allá del idioma. La única excepción
fueron las señales de alarma de coches y casas, que también activaron el
rango específico de los gritos”. Estos sonidos tienen la propiedad de
variar muy rápido su intensidad, lo que conocemos como dureza. El rango
de intensidad en el que se mueve el lenguaje oral es de entre 4 y 5
hercios mientras que los gritos modulan mucho más rápido entre los 30 y
los 150 hertzios. Cuando Arnal y el resto del equipo preguntaron a los
sujetos del experimento qué sonidos les parecían más aterradores y
perturbadores resultó que eran aquellos más duros, incluso cuando se
trataba de frases normales modificadas para sonar así, constatando que
cuanto más duro es un sonido mayor era la respuesta al miedo en la
amígdala.
El equipo pudo comprobar
sorprendido que los ingenieros acústicos se habían topado con la
propiedad de la dureza de manera fortuita, en su empeño por crear
alarmas más efectivas. Arnal cuenta que “por un lado, nuestros
descubrimientos pueden usarse para mejorar la manera en que diseñamos
las señales acústicas de alarma. Podríamos aplicarlo con los coches
eléctricos, que son muy silenciosos, para hacerlos fácilmente
detectables para los peatones. Por otro lado, podremos reducir las
molestias provocadas por ciertos sonidos reduciendo su dureza, cómo por
ejemplo el del motor de las motocicletas, reduciendo así el estrés y las
demás inconveniencias que el exceso de estos sonidos tiene en nuestra
salud”.
Sobre sus proyectos y los
siguientes pasos en el estudio de estas formas de comunicación, Arnal
enfatiza en cómo el llanto infantil, cuyo sonido es aun más duro que el
del grito, les está acercando, al ser innato y universal, a entender
“qué tienen en común todos nuestros cerebros con respecto a la
vocalización”. Otro paso será aplicar estos estudios en animales.
“Nuestras primeras conjeturas nos llevan a pensar que compartimos el
grito con los mamíferos y, quizá también con las aves y otros animales.
Será muy interesante ver cómo afecta la dureza del sonido a otras
especies, y si compartimos con ellos los mecanismos cerebrales
requeridos”.
EL PAÍS, Martes 4 de agosto de 2015
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