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Los padres ya no quieren ser los polis malos

CRIS VAQUERO
La escena se repite con cierta frecuencia. Duelo a muerte en el salón. Vera y Roque se pelean por un barco de juguete. Forcejean, se agarran del pelo, se dan patadas, se arañan... Usan todo el repertorio de lucha libre que tienen a su alcance. La especialidad de Roque son las patadas, mientras que Vera se defiende mejor con arañazos y mordiscos.
Roque consigue hacerse con el preciado tesoro e intenta salir corriendo, pero su hermana le pone la zancadilla y cae al suelo. Todos sabemos de lo que es capaz de hacer un hermano para evitar que el otro se salga con la suya. Tendido en la alfombra, Roque llora desconsolado y Vera aprovecha su distracción para llevarse el juguete. La persecución por el pasillo prosigue con gritos y un portazo sonoro de Vera encerrándose en su habitación.
A escasos metros, mi marido Mauro sigue leyendo impasible 'Matar a un ruiseñor' de Harper Lee. Ni siquiera ha levantado la vista del libro. Atacada de los nervios, desde la otra punta de la casa, yo me pregunto: "¿Habrá sufrido un ataque de autismo? ¿Estará sordo? ¿o tal vez ciego?". Desde luego, la capacidad de abstracción de algunos maridos en determinadas circunstancias es admirable.
Al momento, dejo de tender la ropa y acudo alarmada para separarles. Tras estar media hora poniendo paz entre ellos, intento azuzar a mi marido. En vano.
-Esto no puede seguir así. Llevan todo el verano totalmente asilvestrados. A ver si tú les dices algo porque hay que meterles en vereda. Se nos están subiendo a las barbas- digo utilizando toda la ristra de tópicos usados por las madres de generación en generación.
-Díselo tú. Yo no quiero ser el poli malo -me espeta un Mauro indiferente.
Mauro no quiere ser el poli malo. Me quedo sin palabras (algo que ya es difícil de conseguir). Yo tampoco quiero ser la poli mala. Los abuelos no quieren ser los polis malos. Los cuidadores tampoco quieren ser los polis malos. Nadie quiere ser el poli malo en esta película que se podría titular: "Se busca Señorita Rottenmeier".
Entonces, ¿quién pone el cascabel al gato? Antes los roles estaban bien definidos. El padre era que el que echaba la bronca y la madre, la que mediaba para mitigar los perniciosos efectos de la reprimenda. Ahora, en muchas ocasiones, los niños acaban teniendo dos madres, cada cual más blanda que la anterior. De hecho, las tornas han cambiado tanto que veo a muchos padres bastante más permisivos que las madres.
Aunque el niño esté saltando encima de los sillones de una casa ajena, o aporreando un triciclo que no es suyo hasta casi romperlo, o rociando de arena a todos los niños del parque, el padre apenas le dirá tímidamente con voz dulce, muy dulce: "Alex, bonito, ven aquí, cariño. Alex, ven. Alex, escucha. Alex, te lo pido por favor, no hagas eso. Alex, déjalo ya".
Si el niño no hace ni caso (algo habitual), el padre no se enfadará ni tomará medidas drásticas, sino que le dejará seguir incordiando hasta que se canse. "Es que no le puedo regañar porque es muy sensible", me soltó el otro día uno de esos padres guays.

Cambio de roles

Cuando le comento estas cosas a Mauro, me dice que él no quiere ser como su padre (que con una mirada te dejaba fulminado en el asiento) y que no tiene que pagar los platos rotos de generaciones anteriores.
Es cierto que el rol de los padres ha sufrido una gran transformación en los últimos años. Hemos avanzado mucho, aunque falte camino por recorrer. Los progenitores de ahora son mucho más cercanos y pasan bastante tiempo con sus hijos (otra cosa es que se ocupen de la logística y las tareas del hogar). Pero, por el camino, se ha perdido algo que echo en falta en algunas ocasiones: el principio de autoridad.
Es curioso que mi marido esté leyendo 'Matar a un ruiseñor'. Su protagonista, Atticus Finch, es uno de esos padres de ficción que nos enseñaba cómo se puede ejercer la autoridad sin levantar la voz, pero dejando claro que lo primero que se le debe a un padre es respeto.
En ese maravilloso libro, Atticus daba a Jem y a Scout lecciones de vida como ésta: "Para poder vivir con otras personas tengo que poder vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno".
EL MUNDO, Miércoles 26 de agosto de 2015

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