LAURA PERAITA
Tras el éxito de «Educar en el asombro», Catherine L'Ecuyer vuelve a sorprender a todos sus seguidores con «Educar en la realidad»
(Editorial Plataforma Actual), un libro en el que se muestra crítica y
aporta evidencias sobre una serie de mitos educativos para demostrar que
es necesaria una mejor preparación para utilizar las nuevas tecnologías
de forma responsable.
—¿Por qué hay que educar en la realidad?
—Una viñeta del humorista gráfico Faro describe un padre
subiendo la montaña con sus dos hijos. Les dice «mirad hijos míos, que
puesta de sol tan bonita», a lo que sus hijos responden, «jolines, papá,
¡dos horas caminando para ver un fondo de pantalla!». Hoy, nuestros
hijos pueden padecer déficit de realidad, y eso repercute en el
aprendizaje.
—¿Por qué?
—Para aprender hay que partir del deseo de conocer, del
asombro. Lo que asombra es la belleza de la realidad. Por lo tanto, si
hay carencia de realidad, hay déficit de aprendizaje.
—En su libro asegura que «necesitamos una revolución educativa». ¿En qué consiste?
—La educación no es verdadera por ser revolucionaria, sino
que es revolucionaria por ser verdadera. Hemos de reconectar con la
realidad de nuestra naturaleza, volver a lo esencial, a la sofisticación
de la sencillez, volver a sintonizar con lo que es bello, verdadero y
bueno para nuestros hijos, nuestros alumnos.
—¿Entonces no hay que innovar?
—Sí, pero innovación no siempre es sinónimo de cambio. Por
ejemplo, es urgente innovar borrando los residuos de conductismo que
existen en el sistema educativo, devolviendo a los niños su deseo de
aprender, su asombro. Pero como decía Ferran Adrià, a veces la mejor
innovación es dejar las cosas como están. En ese sentido, cambiar por
cambiar o por responder a las modas tecnológicas, por ejemplo, no tiene
sentido si ese cambio no contempla los fines de la educación.
—¿Y qué son los fines de la educación?
—Buscar la perfección de la que es capaz nuestra
naturaleza. Llevamos años basando el sistema educativo en una serie de
mitos que nos hacen buscar perfecciones de las que nuestra naturaleza no
es capaz («el niño tiene una inteligencia ilimitada», «los tres
primeros años son determinantes para el aprendizaje», «más es mejor»,
etc.). Esos neuromitos son malas interpretaciones de la literatura
neurocientífica y están reconocidos como tales por la comunidad
científica. Han hecho mucho daño porque han reforzado el paradigma
conductista según el cual el niño es un cubo vacío al que hemos de echar
mucha información. De allí la memorización y la jerarquía como única
fuente de conocimiento.
—El hecho de que nuestros hijos sean nativos digitales, ¿favorece a su cerebro para agilizar el aprendizaje?
—No. Ese es otro mito tecnológico. El cerebro es
plástico, pero no es infinito. Todos tenemos limitaciones que marcan
nuestra naturaleza y cuando intentamos sobre pasarlas, nos pasa factura,
tanto a los inmigrantes como a los nativos digitales. Los estudios
resaltan, por ejemplo, que el multitarea tecnológico lleva al colapso de
la memoria de trabajo, superficialidad en el pensamiento, dificultad
para enfocar y desenfocar la atención. Los estudios dicen que nos lleva a
ser «enamorados de la irrelevancia».
—¿Qué ocurre cuando uno se enamora con la irrelevancia?
—Sin relevancia no hay sentido. Las personas necesitamos
sentido, no solo para aprender, también para vivir. Un enamorado de la
irrelevancia no vive, sino que «va tirando». El exceso de información
irrelevante lleva al déficit de pensamiento. Un niño o adolescente con
déficit de pensamiento es un buen candidato para la manipulación
ideológica.
—Muchos
padres están o acaban de matricular a sus hijos en un colegio. Uno de
los atractivos de los centros escolares es que dispongan de pantallas
interactivas digitales. ¿Es una mejora con respecto a la pizarra
tradicional?
—No está demostrado que den mejores resultados académicos que la pizarra tradicional.
—¿Pero hacen daño?
—Personalmente no creo que las pizarras digitales hagan
daño en los niños mayores, si se usan de la forma en que se usaría una
pizarra tradicional, con un ritmo que se armoniza al orden interior del
alumno. En la etapa infantil no se justifica su uso porque la literatura
científica dice que existe un déficit en el aprendizaje realizado a
través de la pantalla con respecto a una demostración en directo (el
llamado «Video Deficit Effect»).
—¿Cuál sería un ejemplo de uso incorrecto de las pizarra digitales?
—Que se usen para que los niños vean películas comerciales en horas lectivas, para luego cargarles con mochilas de 10 kilos de las que sacarán 3 horas de deberes cada día
—¿Y de las tabletas?
—La sustitución masiva del libro de texto es un error del
que nos arrepentiremos en unos años. En Primaria, el uso de la tableta
puede interferir con el aprendizaje de la lectoescritura. No es lo mismo
la educación individualizada que puede dar una tableta, que la
educación personalizada que solo da un maestro capaz de arrancar lo
mejor de cada alumno. Si el fin de la educación es buscar la perfección
de la que es capaz el niño, es preciso discernir de qué es capaz cada
niño. Ese trabajo no lo puede realizar una herramienta digital, por muy
buenos que sean el dispositivo y los algoritmos de sus aplicaciones,
porque ese discernimiento requiere sensibilidad. Y la sensibilidad es
profundamente humana, no digital. En vez de invertir en arsenal
tecnológico, habría que invertir en bajar ratios y en formar y remunerar
mejor a los maestros.
—En su libro reconoce que está demostrado que la tableta motiva a los alumnos.
—Los estudios dicen que motiva más porque gusta más. Pero
que a los niños les guste la tableta no es un criterio educativo. A los
niños también les encantan las golosinas. La motivación que procuran
esos dispositivos es una motivación para la diversión, no para el
aprendizaje. La prueba de todo ello es que esa motivación externa no
lleva a una mejora en los resultados académicos.
—¿Y que le diría a un padre preocupado por la educación digital para el futuro laboral de sus hijos?
—Un niño tarda 2 minutos en familiarizarse con una tableta,
no necesita desperdiciar 10 años de su escolarización aprendiendo a
usar una tecnología que probablemente no existirá cuando acceda al
mercado laboral. Esos dispositivos están programados para la
obsolescencia.
—¿No ayudan al niño a ser protagonista de su educación?
—En una mente aún inmadura y que no tiene la cabeza bien
amueblada, el que lleva las riendas ante la pantalla no es el usuario,
sino la aplicación inteligente… En Silicon Valley, los altos ejecutivos
de empresas tecnológicas llevan a sus hijos a colegios de élite que no
usan ningún tipo de pantalla. Steve Jobs no dejaba que sus hijos usarán
la tableta. Aquí, empieza a costar encontrar colegios que no usen esos
dispositivos. En ese sentido, hay cada vez menos riqueza y diversidad en
los enfoques y en los proyectos educativos.
—¿A que lo atribuye?
—El ranking de los 100 mejores colegios de España da 3
puntos a los colegios por digitalizarse. ¿Quién quiere quedarse sin esos
puntos? Cuando un colegio subordina sus decisiones en función de
«aparecer» o «subir» en los rankings, entonces deja de ser un colegio y
pasa a ser un negocio. Hay que revisar los criterios de los rankings,
así como el sistema de financiación de los colegios. No puede ser que
los colegios tengan que recurrir al marketing para sobrevivir. La
educación es algo sagrado, por lo tanto no debería nunca ser una arma
política, ideológica, ni convertirse jamás en un negocio.
—¿Nos equivocamos los padres cuando ponemos Internet (y todo lo que ello supone) en manos de niños de temprana edad?
—En la infancia, las pantallas no son herramientas neutras
porque tienen un efecto que la literatura llama «de desplazamiento».
Mientras un niño está en internet está dejando de hacer mil cosas que
aportan mucho más a su buen desarrollo. En esa etapa toca experimentar,
tocar, sentir, ver la realidad, estrenarla en directo y, sobre todo,
desarrollar virtudes que luego permitirán usar esas estupendas
herramientas de forma responsable. El uso responsable de la conducción
no se consigue dándole las llaves de un Ferrari a un niño de 10 años.
Tampoco se consigue desarrollar la orientación espacial de un niño de 4
años jugando al escondite en un centro comercial de 40 mil metros
cuadrados un sábado por la tarde. Antes de adentrarse en el mundo
online, uno ha de tener la cabeza muy bien amueblada. Todo tiene su
tiempo. La mejor preparación para el mundo online es el mundo offline.
—¿Se están convirtiendo las nuevas tecnologías en los nuevos educadores, robando el espacio a los padres?
—No podemos resignarnos a que «es una batalla perdida».
Hemos de conseguir que la vida en tres dimensiones sea más atractiva
para nuestros hijos que el mundo en dos dimensiones. Para que nuestros
hijos recuperen su interés por la realidad hemos de darles oportunidades
de belleza, cultivar su sensibilidad, fomentar las relaciones
interpersonales, etc. Un niño que está 8 horas delante de la pantalla
carece de esas oportunidades. Hemos de escuchar el grito silencioso de
nuestros hijos, que nos piden atención. La atención es el termómetro del
amor, es pura forma de generosidad.
ABC, Miércoles 15 de abril de 2015
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