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El narcisismo, semilla de agresiones de hijos a padres

MAYTE RIUS
Detrás de muchos de los adolescentes que agreden a sus padres hay una personalidad narcisista, un chico o chica con una imagen sobredimensionada de sí mismo, que se considera especial, con derecho a hacer o conseguir lo que quiera y que si no lo logra, si se siente frustrado o rechazado, reacciona de forma agresiva. Así lo asegura Esther Calvete, coordinadora del Deusto Stress Research –una unidad de investigación centrada en la vulnerabilidad al estrés y diversos problemas psicológicos como la depresión, la violencia y los trastornos de alimentación– que ha seguido durante tres años la evolución de las relaciones de 591 adolescentes de 9 institutos públicos y 11 privados de Vizcaya con sus respectivos progenitores. Los resultados de su investigación –publicados en Developmental Psychology–, muestran la relación entre narcisismo y agresiones de hijos a padres y consideran este tipo de personalidad como posible predictor de este tipo de violencia.
Aunque todos los especialistas afirman que no hay una única causa y que las agresiones filio-parentales son un problema muy complejo, hasta ahora se habían destacado como principales factores de riesgo el crecer en un ambiente de violencia doméstica y una crianza sobreprotectora y permisiva por parte de los padres que da lugar a niños caprichosos y tiranos, lo que algunos llaman el síndrome del emperador.
Ahora el trabajo de Calvete asegura que, en realidad, lo que está detrás de esas agresiones es el narcisismo que los niños desarrollan como mecanismo de protección si de pequeños están expuestos a maltrato, a situaciones de violencia o a un estilo de crianza ausente, en el que los padres les han dedicado poco tiempo de calidad, se han preocupado poco por ellos y les han dado pocas muestras de cariño. En el seguimiento realizado por la investigadora de Deusto se observa que la exposición a la violencia durante el primer año de estudio terminaba en agresiones a los padres en el tercer año, mientras que una educación fría en el primer año de control estaba relacionada con imágenes sobredimensionadas de los adolescentes en el segundo año que conllevaban agresiones a padres y madres en el último.
“A la gente le puede sorprender que un niño expuesto a maltrato o al que se ha ignorado desarrolle narcisismo, pero es lo más frecuente porque, al no sentirse querido, compensa esa falta de cariño y esa desconexión de sus seres queridos con una coraza de protección que le hace creerse que es especial, increíblemente bueno, con derechos especiales”, explica Calvete. Y añade que esto también se observa en niños que han crecido sin límites, en un ambiente permisivo. “Estos son adolescentes que sienten que deben conseguir todo lo que quieren aquí y ahora, que no aceptan un no por respuesta, y cuando los padres o madres intentan establecer límites los hijos reaccionan con agresividad”, subraya la profesora de Psicología e investigadora de Deusto.
Javier Urra, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental coincide en que detrás de muchos de los adolescentes que agreden a sus padres hay niños narcisistas, hedonistas y ególatras, “pequeños dictadores que han crecido imponiendo su ley y tiranizando” y que al llegar a la adolescencia, si no se salen con la suya, reaccionan con violencia. Pero asegura que, por su experiencia en la atención a menores con conflictos, quienes agreden a sus padres a menudo no son chavales que han crecido con falta de afecto, sino más bien sobreprotegidos y consentidos, “pensando que eran el rey del mambo”. En este sentido, explica su desconcierto porque el 8% de las más de 4.000 llamadas que ha recibido en su consulta corresponden a padres con hijos de entre 5 y 7 años que explican que no pueden con ellos, que los niños les desbordan. “La mayoría son padres preparados, con nivel cultural alto, lo que sumado al elevado número de casos me hace pensar que no es un problema individual, sino un problema social”, reflexiona Urra.
Calvete explica que muchos de los adolescentes que agreden antes han sido niños díscolos pero entonces su conducta no preocupaba a los padres porque en cierto momento podían controlarlos. “El problema surge cuando tu hijo pasa a medir más que tú y te amenaza, y entonces surge la ansiedad y el miedo y es cuando los padres se dan cuenta de la importancia del problema y piden ayuda o denuncian”, comenta.
Por eso su recomendación es actuar precozmente, sin esperar a que ya no puedan controlar a los hijos, y estar atentos a señales como el no cumplimiento de las normas, la intolerancia a la frustración, las rabietas o conductas agresivas cada vez que el niño no consigue lo que quiere. Advierte, no obstante, que hay que diferenciar la rebeldía normal que caracteriza determinados momentos del desarrollo, los portazos o una palabrota o una frase hiriente dicha al padre o la madre en un momento de enfado y discusión durante la adolescencia, de los casos en que estas conductas son repetitivas y la violencia prácticamente caracteriza la relación. “Si el problema ya está instaurado hay que intervenir y realizar un trabajo educativo tanto con los padres como con el hijo para enseñarles a relacionarse de otra manera”, apunta.
Jorge Tió, psicólogo clínico y psicoterapeuta del equipo de atención al menor de la Fundación Sant Pere Claver-Servei Catalá de Salut, explica que en sus más de 20 años tratando la problemática de las agresiones filio-parentales también ha constatado la relación del narcisismo con la violencia. “Cuanto más carencias durante el desarrollo tiene un niño más fácil es que le resulte difícil afrontar las durezas de la vida y más probable que se refugie en una idealización de sí mismo, porque como no soporta sentirse vulnerable se defiende con omnipotencia y eso complica las relaciones y el aceptar al otro”, precisa.
Pero enfatiza que cuando un adolescente agrede a sus padres no hay una única causa. “Inciden factores sociales, familiares, individuales y de relación; muchas veces son dinámicas de familia, de interacción entre los problemas o las dificultades del chico o la chica y las propias dificultades de los padres para responder a ellos, lo que provoca unos círculos viciosos de relación que van tensionando las cosas hasta acabar en violencia”, apunta.
Entre los factores sociales que provocan que este tipo de agresiones vaya en aumento o que al menos se denuncien más, Tió menciona la crisis económica, los nuevos modelos de familia que dan lugares a situaciones menos estables y a veces dificultan la convivencia entre miembros de familias reconstituidas o con los padres adoptivos, así como las tecnologías, motivo frecuente de discusión entre padres e hijos. “Todo estos cambios sociales y económicos hacen a las familias y a los individuos más vulnerables y provocan que se tengan menos capacidades para contener algunas de las situaciones y momentos complicados que se producen en la adolescencia”, dice. Porque, subraya, estos círculos de relación que pueden acabar en violencia (véase información de la izquierda)se dan en cualquier adolescencia normal, ya que siempre hay algún momento en que los padres reaccionan de forma controladora o expulsiva ante las dinámicas de los hijos “y el problema de las agresiones surge cuando esos círculos se estancan y se vicia la relación”.
Para detectar si un mal ambiente familiar es síntoma de problemas más graves del chaval, el psicoterapeuta aconseja fijarse además en cómo son el resto de sus relaciones, si preserva su intimidad y hay cosas de las que excluye a los padres (algo muy sano en los adolescentes) y si se está poniendo a prueba y verificando sus capacidades y habilidades en algún ámbito, ya sean los estudios, un deporte o una afición. Y ante la duda, el consejo de Tió es consultar a algún especialista de un centro de salud o de la escuela. “Con la violencia no hay que transigir, pero tampoco hace falta que lo primero que hagamos sea denunciar al hijo, es mejor planteárselo primero como un problema de salud porque la denuncia ahonda el sentimiento de culpa en los padres y en los hijos el resentimiento y la falsa imagen de insensibilidad, emociones todas ellas que dificultan la intervención”, señala.
LA VANGUARDIA, Lunes 04 de enero de 2016

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