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Juguetes que hablan, lo peor para el desarrollo del lenguaje en la infancia

JAVIER SALAS
Como bien saben madres y padres, las conversaciones con sus bebés comienzan mucho antes de que sepan decir palabras. Se suceden diálogos, más o menos elaborados, durante el baño, en la comida y jugando. Estos turnos de palabra son esenciales en el desarrollo del bebé, sobre todo en el del lenguaje, y los juguetes electrónicos podrían estar siendo de poca ayuda. Un estudio que acaba de publicarse insiste en la sospecha que habían despertado otros trabajos anteriores: si el juguete habla, críos y progenitores callan.

Los más pequeños aprenden jugando y entre ellos, sus padres y el juguete se forma un triángulo que debe fomentar la interacción: el muñeco es un conejito, la madre lo verbaliza y su bebé lo asimila, tratando de repitirlo o respondiendo. Pero los juguetes que emiten luces, voces y sonidos generan tanta actividad e interés que rompen ese triángulo de aprendizaje: el aparato actúa mientras padres e hijos miran. La diferencia con respecto a otros juguetes tradicionales —analógicos— es tan sustancial que incluso se hace notable estudiando a grupos pequeños.
Es el caso del trabajo recién publicado por Anna Sosa, especialista en desarrollo infantil del lenguaje: mientras jugaban con juguetes electrónicos que hablan, padres y madres usan menos palabras, generan menos conversaciones y menos respuestas de sus hijos e hijas que al jugar con bloques de madera, figuritas o libros, que provocan mucha más interacción verbal. "Los resultados de este trabajo constituyen una base para desalentar la compra de juguetes electrónicos y fomentar el juego con libros y juguetes tradicionales", señala Sosa.
"No esperaba que los resultados fueran tan claros dado que la recogida de datos se realizó en los hogares de los participantes con las distracciones cotidianas normales", asegura Sosa, que al plantear el estudio suponía que la mayoría de los padres hablaran y respondieran algo menos con los juguetes electrónicos, pero no un resultado tan notable para una muestra corta.
El estudio, publicado en JAMA Pediatrics, se realizó durante año y medio con 26 parejas de hijos de entre 10 y 16 meses y madres (sólo un padre), dejando que jugaran con tres tipos de elementos. Al jugar en casa se propiciaba una interacción más realista, que quedaba grabada para ser procesada por un software específico. Se comparó la conversación que surgía del uso de juguetes electrónicos (portátiles y móviles de juguete y una granja que emite sonidos) con juguetes clásicos (granja con fichas de animales de madera, bloques de goma y piezas de distintas formas para encajar) y con la lectura de libros infantiles.
Con los electrónicos, las madres usaron en promedio 40 palabras por minuto, en comparación con las 56 palabras empleadas con juguetes tradicionales y las 67 con los libros. La diferencia resultó mucho más notable en el análisis de las interacciones entre madre e hijo, las vocalizaciones espontáneas de los críos, las respuestas y los turnos de conversación entre ambos, que fueron mucho más ricas en juegos sin pilas. El uso de palabras de contenido específico del juego (animales de la granja, por ejemplo) se reduce a la mitad en cacharros electrónicos frente a bloques y muñecos. "Me sorprendió que los juguetes tradicionales crearan una interacción comunicativa de tanta calidad como jugar con libros", reconoce Sosa, investigadora de la Universidad de Northern Arizona.
Los juguetes enchufados desenchufan a los padres. Ya se sabía que aparatos como la televisión desplazan el uso del lenguaje, al contrario que el juego físico con otros niños o los libros, pero todavía hay pocas evidencias sobre el papel que los juguetes están desempeñando en el desarrollo del habla, más todavía con los nuevos aparatos electrónicos que cada vez son más protagonistas en las casas.
Pero los primeros datos, como este estudio, dan algunas malas señales: los bebés aprenden a hablar y a relacionarse escuchando a sus mayores y no hay evidencia de que puedan hacerlo escuchando máquinas. Entablar turnos de conversación durante el juego no solo enseña lenguaje y sienta las bases para la alfabetización; además, ayuda a aprender habilidades sociales, a interpretar roles y a aceptar el papel de los demás, escuchando, a través de la empatía.
Ya hay estudios que han mostrado cómo se reduce la adquisición de vocabulario con libros interactivos y cada vez son más los especialistas que alertan sobre las posibles trabas al desarrollo infantil cuando los menores se entregan a móviles y tabletas. Estos aparatos distraen de tal manera a los más pequeños que cada vez más padres y madres los usan como sonajero 2.0, hasta el punto de dejarles solos usándolos incluso a edades muy tempranas.
Si el uso de la tabletas y smartphones está ocupando el lugar de otro tipo de interacciones sociales que sabemos que son beneficiosas para el lenguaje y el desarrollo social, advierte Sosa, sin duda podría tener un impacto negativo en estas áreas. "Creo que es importante que los padres entiendan que estos juguetes electrónicos, aplicaciones y juegos, incluso los comercializados como educativos, son un entretenimiento para los niños y no una herramienta para su desarrollo", asegura la especialista.
"Es importante que los niños no se queden atrapados en el bucle del juguete-aplicación hasta quedarse excluidos de la participación en el mundo real", advierte un editorial en la misma revista en que se publica el estudio de Sosa. En este editorial se recuerda un estudio de hace una década que descubrió que los preescolares criados en familias con pocos recursos escuchaban 30 millones de palabras menos en sus primeros cuatro años de vida que los niños de familias acomodadas, una diferencia abismal en el fomento del lenguaje que podría estar igualándose por abajo con la llegada de estos aparatos. De ahí que el artículo reclame que la industria se esfuerce por desarrollar aplicaciones y herramientas que, en lugar de mermar, fortalezca el triángulo comunicativo que se forma entre madres y padres, sus hijos y los juegos que les ayudan a desarrollarse.
EL PAÍS, Miércoles 6 de enero de 2016

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