ANA CAMARERO
El investigador Jonas Salk buscaba a mediados del siglo pasado una cura contra la poliomielitis, una enfermedad que provocaba la muerte o parálisis a quien la contraía. En su búsqueda por encontrar un remedio para esta enfermedad, Salk viajó desde Pittsburg (California) a Asís (Italia) para despejar su mente. Durante su estancia en esta localidad y después de disfrutar de unos días de la naturaleza, encontró una solución a su investigación sobre esta afección. Este hecho hizo que Salk estableciera una relación en cómo el entorno influye en las neuronas de las personas. Con esta idea, impulsó el diálogo entre arquitectos y estudiosos del cerebro para evaluar su experiencia y se asoció con Louis Kahn para construir el Instituto Salk, situado en San Diego, California, y que está considerado el primer referente de la neuroarquitectura.
Años más tarde, en 1998, los neurocientíficos Fred H. Gage y Peter Ericksson anunciaron el descubrimiento de que el cerebro humano es capaz de producir nuevas células nerviosas (neuronas) favoreciéndose de los entornos estimulantemente ricos. Nació así la neuroarquitectura, una ciencia que, en palabras de Eve Edelstein, profesora asociada de la NewSchool of Architecture & Design en San Diego y un referente en esta materia, “trata de considerar cómo cada aspecto de un entorno arquitectónico podría influir sobre determinados procesos cerebrales, como los que tienen que ver con el estrés, la emoción y la memoria”.
En opinión de Anna Forés, pedagoga y miembro del grupo de investigación consolidado GR-EMA (entornos y materiales para el aprendizaje) del ICE de la Universidad de Barcelona, los espacios y los tiempos educativos siempre han preocupado a los responsables de la educación. Según Forés, “la arquitectura puede incidir en este ámbito en tres niveles”. En primer lugar, en la relación con el conocimiento: “Los aspectos físicos como la luz natural, la temperatura o el acceso al agua para hidratarse constantemente, son claves para el aprendizaje”. En segundo lugar, como elemento de convivencia: “Rediseñar los patios de las escuelas favorece espacios de convivencia, de repensar los espacios de ocio para reconocer a los compañeros/as y evitar así las violencias o los bullings”. Y por último, como contexto de aprendizaje dentro y fuera de la escuela: “Las denominadas arquitecturas invisibles, cuando la arquitectura desaparece y la educación se piensa más allá de la escuela”. Asimismo, Forés cita una frase que resume en qué medida los colegios que se han construido y se construyen modelan la forma de ser y pensar de aquellos que se forman en ellos: “El edificio, igual que la pedagogía que intenta albergar, se basa en la flexibilidad y la apertura, la comunicación, la interacción y las sinergias (Fairs, 2007). Si queremos ciudadanos abiertos, creativos, imaginativos, hagámoslo en espacios que propicien todos estos aprendizajes”.
Lucila Urda y Patricia Leal, ambas pertenecientes a Pez Arquitectos, señalan que “los centros educativos de hoy en día no están pensados para albergar alumnos diversos, ni tampoco están contemplados espacios funcionales”. Urda y Leal inciden en que las personas a lo largo de sus vidas necesitan disfrutar de momentos para la reflexión, la socialización o la experimentación y, para ello, buscan los entornos más propicios para cada uno de estos momentos. Lo mismo ocurre con el aprendizaje: “No aprendemos siempre de la misma manera y en el mismo entorno. Un edificio que permita situaciones distintas, que tenga espacios más íntimos, espacios intermedios y lugares grandes de encuentro abrirá posibilidades a los alumnos que podrían elegir qué espacio utilizar para cada ocasión dependiendo de la fase en que se encuentren”, explican Urda y Leal. Además, destacan que “un edificio heterogéneo y versátil fomenta la autonomía del alumnado, que aprende cuál es el entorno más adecuado para cada ocasión. Un espacio pensado para la enseñanza unidireccional, que no propicia el aprendizaje entre iguales y establece relaciones basadas en la jerarquía, no ayuda a que los alumnos piensen y decidan por iniciativa propia y, por tanto, desarrollen su creatividad. El diseño del espacio, por tanto, puede favorecer ciertas formas de conducta. Por eso resulta llamativo cómo muchos colegios siguen un esquema mucho más parecido a una cárcel que a una oficina, por ejemplo”.
Por su parte, la creadora del programa Educar para la Felicidad Responsable y Fundadora y directora de Happy Schools Institute, Nora Rodríguez, manifiesta que “los niños sufren de déficit de un espacio educador que les permita desarrollar el cerebro social. Existe una relación directa entre el espacio físico en el que los niños pequeños aprenden y la forma en que aprenden, cómo construyen su conocimiento y gestionan su conducta, pero también en la forma en que conectan con los demás, en cómo son sus relaciones y el modo en que pueden despertar el cerebro social. Hoy está siendo absolutamente necesario avanzar un paso más. Las aulas ya no pueden ser cerradas para separar a los niños por edades, porque lo mejor para el cerebro es aprender a partir de un currículum integrado, en espacios abiertos, y en relación constante con otros, mediante proyectos que pongan el acento en lo social”.
El libro “Neuroeducación: sólo se puede aprender aquello que se ama”, de Francisco Mora, doctor en Medicina por la Universidad de Granada y doctor en Neurociencia por la Universidad de Oxford (Inglaterra), apunta en relación al nexo entre arquitectura y educación que “aun siendo importante y fundamental su diseño arquitectónico, vayan más allá de sus paredes y se contemple la luz, la temperatura y el ruido que tanto influyen en el rendimiento mental, porque este se deteriora si las personas no se sienten a gusto donde están o hay estímulos en el entorno que los distraen o, en general, si las condiciones no son las adecuadas para la realización de una actividad mental determinada. Y, sin duda, esto es esencial en el caso del colegio”. En este sentido, Rodríguez revela que los estudios sobre la dimensiones físico-espaciales del aprendizaje y de la conducta por efecto de la luz o de los objetos, así como el aprendizaje por contexto, “han llevado, a partir del conocimiento del cerebro, a poner el foco no solo en el concepto de espacio personal, territorialidad, sino en cómo el espacio facilita la deconstrucción y construcción de los aprendizajes a partir de las últimas investigaciones neurocientíficas, especialmente en la primera infancia”.
Por todo ello, Forés reitera la necesidad de que la educación inicie cambios profundos con recursos, soporte y acompañamiento a los profesores porque, según sugiere, “la arquitectura, aunque tenga muchas posibilidades de mejorar el aprendizaje, por sí sola no producirá ninguna mejora educativa si no va respaldada de una apuesta integral del centro y por el compromiso institucional e implicación del profesorado”.
EL PAÍS, Miércoles 30 de agosto de 2017
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