HÉCTOR G. BARNÉS
El escritor británico-estadounidense Andrew Solomon (Nueva
York, 1963) posee una mente privilegiada. Además de ser graduado en
Bellas Artes y doctor en Psicología, es uno de los periodistas más
influyentes del ámbito de la política, la cultura y la psicología,
habitual en medios como The New York Times y The New Yorker. Su libro El demonio de la depresión fue finalista al premio Pulitzer en 2002 y ganador del prestigioso National Book Award, y fue incluido en la lista del magazín Time de los 100 mejores libros de la década.
Pero Solomon no sólo invierte su tiempo en escribir, además es uno de los más destacados activistas de la comunidad LGBT del mundo. Tiene dos hijos, uno biológico, que tuvo con una amiga suya, y otro adoptado, que vive con él y su pareja, John Habich, que a su vez tiene dos hijos biológicos, cuya madre es una amiga suya lesbiana.
Todo estos datos personales vienen a cuento porque el último libro de Solomon, Lejos del árbol: historias de padres e hijos que han aprendido a quererse (Debate), trata precisamente de las relaciones paterno-filiales. Para su realización, ha elaborado un estudio con más de trescientas familias que han tenido que aprender a lidiar con la diferencia, algo que el autor conoce muy bien, tal y como se desprende de las preguntas que ha contestado a El Confidencial.
PREGUNTA: En Lejos del árbol
encontramos historias de gais, sordos, discapacitados, esquizofrénicos,
autistas, etc. Son casos excepcionales. Sin embargo, usted apunta que
todos los hijos, sin excepción, traicionan las expectativas de sus
padres. ¿No es la decepción una parte esencial de la paternidad? ¿Y
estamos todos, y en especial los padres primerizos, dispuestos (o
preparados) para aceptarla?
RESPUESTA: Digo en el libro que “la paternidad no es un deporte para
los perfeccionistas”. Es inevitable que todo el mundo imagine cómo
quiere que sea su hijo antes de que nazca, y es también inevitable que
el resultado no se parezca a lo que se había imaginado. La decepción es
un elemento siempre presente, pero en la mayoría de los casos también se
acompaña de una sensación de descubrimiento gozoso. Esto quiere decir
que nuestros niños nos sorprenden tanto en formas positivas como
negativas. Si no toleramos sus problemas, nos sentiremos muy deprimidos.
A menudo pienso en las palabras de un sociólogo estadounidense que
dijo: “No sólo cuidamos de nuestros hijos porque los amamos, sino que
los amamos porque les cuidamos”.
El proceso de cuidar a alguien es
extremadamente rico y gratificante y los niños que requieren una gran
cantidad de atención son con los que a menudo formamos el vínculo más
estrecho. ¿Están los padres primerizos preparados para esto? Es
imposible estar preparado para ser padres. Es una situación que, por
mucho que la hayamos planeado, siempre llega por sorpresa. Amamos a los
niños por aquello en lo que pensamos en que se van a convertir, y
deberíamos amarlos por lo que son, por lo que la transición entre un
punto y otro siempre es tensa. Es útil conocer cómo funcionan estas
dinámicas, porque son las que nos darán más control sobre el proceso.
Eso es lo que he intentado explorar en Lejos del árbol.
P.:
Me parece muy interesante la reflexión que hace acerca de que los
padres de entornos privilegiados normalmente son más perfeccionistas y
que quieren “mejorar” a sus hijos, pero los padres de entornos más
desfavorecidos normalmente aceptan a sus hijos tal como son. Pero
vivimos en una sociedad (no sólo la estadounidense) en la que la meta
misma de la vida parece ser mejorar cada día, llegar más lejos, ser más
feliz, más listo… ¿De qué manera esta idea de “mejora continua” que
tiene la sociedad daña a sus hijos?
R.: Tenemos que hacer dos cosas como padres: hemos de cambiar a nuestros
hijos y hemos de aceptarlos y alentarlos. No cambiar a tus hijos es una
irresponsabilidad. Los cambiamos al educarlos, al tratar de inculcar en
ellos un sentido de la moral o al enseñarles modales. Y también los
queremos y los animamos, tratando de darles así la confianza en sí
mismos que necesitan para manejarse en muchas de las pruebas que tiene
la vida. Pero más allá de las cosas que necesitan cambiarse y de las que
celebramos, lo cierto es que la gran mayoría de lo que hacemos está en
una zona intermedia de sombra, y cómo manejamos los problemas que están
en esa zona es lo que define nuestro trabajo como padres.
La gente que
dispone de muchos recursos económicos está más orientada hacia el
cambio, porque piensan que la mayoría de los problemas puede corregirse
si se enfoca correctamente y si se cuenta con el deseo suficiente y del
dinero necesario. Por supuesto, esa creencia es una ilusión. Ahora bien,
no quiero embellecer las circunstancias de los desposeídos. La vida es
más fácil para aquellos que tienen medios, y la crianza de los hijos es
más fácil para aquellos que pueden permitirse diferentes clases de
ayuda.
P.: También habla sobre la ambivalencia de los sentimientos
de muchos de estos padres. Sienten amor, pero a veces sienten que no
tienen el hijo que esperaban, y esto es algo que no pueden decir en voz
alta. ¿No sería más fácil para todo el mundo si no fuera un tabú? ¿O es
algo que podría ser dañino para los niños y confuso para una sociedad
que quiere aceptar a todo el mundo?
R.: La honestidad es
normalmente la mejor política, pero la honestidad debe estar constreñida
por nuestra conciencia de los efectos que puede tener en los demás. Los
padres realmente tienen que tener la habilidad para examinar y tratar
sus sentimientos ambivalentes, deben poder discutir el asunto con otros
padres, con sus familiares y sus amigos. Pero por supuesto deben
proteger a sus hijos. Ningún niño, con discapacidad o sin ella, quiere
estar en contacto con la ambivalencia de sus padres.
El cambio de costumbres ha tenido un efecto significativo, a veces
positivo, a veces no. Mientras los padres de mediados del siglo XX que
expresaban su amor por sus hijos discapacitados eran considerados unos
mentirosos, los padres de hoy en día que expresan una profunda
insatisfacción hacia sus hijos discapacitados son considerados como
personas moralmente reprobables. Algunos progenitores pueden amar a sus
hijos tal como son, otros no. Todo el mundo tiene el derecho de vivir su
propia realidad, y esta realidad no puede ser socavada. La gente debe
sentirse libre de tener sus propios sentimientos. La sociedad debe
alentar algunos sentimientos y desalentar otros, pero intentar ignorar
la auténtica experiencia de las personas no beneficia a nadie.
P.:
La gente “diferente” quiere ser tratada como el resto del mundo, pero
la gente normal quiere sentir que es especial. Es este uno de los
dilemas morales que trata tu libro, debido a que la individualidad que
muchos queremos alcanzar es sólo una individualidad superficial y
cosmética. ¿Tenemos miedo de ser realmente “especiales” y “diferentes”?
R.:
El impulso de la conformidad está en nuestros genes. La normalidad es
la tiranía de la mayoría, y mucha gente quiere ser normal. He incluido
un capítulo sobre superdotados en el libro porque quería mostrar qué
difícil puede ser tener incluso una diferencia que puede ser
interpretada como positiva. La diferencia es una carga. Pero, dicho
esto, la naturaleza nos crea como individuos, y necesitamos la
individualidad de todos los que nos rodean. Nunca escucharás una elegía
en un funeral en la que se destaque lo indistinguible que era la persona
del resto de la humanidad. Queremos ser especiales y particulares, y
queremos sentir que se nos aprecia por nuestra propia forma de ser.
Creo
que la gente es con frecuencia profundamente diferente entre ella; se
ve en los innumerables fracasos de la empatía que afligen a nuestra
sociedad. Y estos fallos de la empatía están en el centro mismo de
nuestro miedo a ser diferentes. Tienes razón cuando dices que queremos
ser diferentes sin parámetros definidos. Y la gente sobre la que he
escrito es diferente más allá de esos parámetros, y esto hace que sean
objetivos fáciles de la crueldad de aquellos que son distintos a ellos.
P.: Hay numerosas comparaciones en el libro. Desde equiparar
la sordera con ser gay, el síndrome de Down con esquizofrenia, etc. Sin
embargo, el argumento habitual es que no deben compararse estas cosas.
Hay identidades verticales, aquellas que pasan de padres a hijos como la
raza, la nacionalidad, la religión o la lengua, e identidades
horizontales, que son las que no pasan de padres a hijos, sino que
aparecen de pronto en la familia, como la homosexualidad, la sordomudez,
el enanismo, el síndrome de Down… ¿Qué se pierde si no estamos dispuestos a comparar las “identidades horizontales”?
R.:
El argumento habitual es que no deben mezclarse estas cosas porque no
todas son lo mismo y es un punto de vista con el que estoy de acuerdo.
En realidad, estas identidades tienen varios aspectos en común, ya que
en ambas hay conocimiento que puede ser recogido y poder político que
puede ser acumulado. Si no estamos dispuestos a comparar las identidades
horizontales, perdemos la forma de entender con certeza por qué algunos
estados pueden curarse y otros no; tampoco comprenderemos que esas
experiencias minoritarias de cada identidad individual son parte de un
lucha colectiva dentro de la sociedad; y no seremos capaces de conseguir
los cambios sociales que hagan más sencilla la vida para aquellos que
tengan identidades horizontales. Deberíamos pensar con calma sobre cómo
queremos normalizar nuestra sociedad, en vez de ir rápidamente hacia un
angosto objetivo que puede que nos dé un mundo más homogéneo y mucho
menos rico del que tenemos ahora.
P.: Muchas personas
dicen que no todo el mundo está preparado para ser padre y que se
deberían pasar algunos exámenes para comprobar si una pareja podrá
querer y respetar a sus hijos. Pero ¿este no es el mismo tipo de
discriminación que cuando se dice que determinados niños no deberían
nacer?
R.: La paternidad es impredecible hasta que estás en ella, así que no
hay forma de hacer un examen sobre esta materia. Algunas personas que
puedes esperar que sean unos padres maravillosos terminan por ser
terribles y algunas personas, de las que esperas lo contrario, consiguen
hacer un gran trabajo con sus hijos.
Nosotros creemos que sería
intolerable volvernos discapacitados al cambiar radicalmente nuestra
vida, pero la realidad es que los que han nacido con una discapacidad no
lo ven así. Una vez una mujer sorda me dijo: "A veces me pregunto cómo
serían las cosas si fuera hombre, pero no tengo ningún sentimiento de
pérdida asociado con el hecho de ser mujer, a pesar de los prejuicios
con los que a veces me encuentro”.
P.: Las personas en
general (no sólo los padres) todavía dudan sobre la forma en la que
deben comportarse con la gente que no es igual a ellos. ¿Es posible
aprender cómo tratar a las personas diferentes? ¿O es que, como ocurre
con los padres en el libro, deberíamos guiarnos sólo por nuestra propia
experiencia?
R.: Todo se reduce al axioma bíblico de “no
hagas a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti”. Es
importante entender que las personas que son diferentes siguen siendo
personas. Hay que tratarlas con amabilidad y respeto. No hay que hacer
como si la diferencia no existiese, pero tampoco debemos estar pensando
siempre en ella. Por supuesto, la gente que es diferente lo es a su
propia manera. Cada uno tiene sus propias particularidades y no puede
generalizarse.
Antes de comenzar a escribir mi libro, conocía bien los programas de
inclusión e integración, y comprobé que eran especialmente positivos
aquellos en los que los niños con discapacidad se mezclaban con otros
sin ella, porque aprendían mejor a entender el mundo en el que iban a
vivir. Sin embargo, soy consciente de que estos programas son tediosos
para los niños sin discapacidad porque les ralentizan su proceso de
aprendizaje. Pese a ello, deseo que mis propios hijos estén en aulas
donde se desarrollen estos programas, porque creo que las lecciones
sobre la vida que van a aprender son infinitamente más importantes que
saberse la tabla de multiplicar un par de semanas antes que el resto.
En
definitiva, mi mayor ilusión sería que los niños que no son diferentes
interactuasen lo máximo posible con aquellos que sí lo son. Los
distintos tipos de diferencia se hacen menos intimidatorios mediante el
contacto.
P.: La semana pasada, en Madrid, se celebró el Orgullo Gay.
Algunas personas de la ciudad dicen que “está bien ser gay, mientras no
alardeen de ello”. Otras personas dicen que “está bien que lo celebren,
pero algún día no habrá razón para andar montándola”. Cosas parecidas se
pueden decir sobre otros movimientos de identidades individuales. Pero
¿no es siempre importante marcar la diferencia? ¿O deja de tener sentido
cuando esta diferencia entra dentro de lo “normal”?
R.:
El argumento de “mientras no alardeen de ello” es engañoso. La gente que
tiene una identidad estigmatizada necesita trabajar a través del
estigma, y hacen esto para afirmar que su condición, que otras personas
miran con desdén o lástima, puede también celebrarse. Esto es importante
para ellos y para la formación de su identidad, y es importante para el
resto que necesita reconvertir sus juicios severos. La gente debería
tener el derecho de alardear de lo que quisiera. Forma parte de la
construcción de una psique sana.
Respecto a la pregunta sobre si
ser gay puede ser algo accesorio y no central: creo que seremos maduros
cuando simplemente podamos ser gais sin hacer énfasis en ello. La
neutralidad, el punto medio entre la vergüenza y la alegría es, de
hecho, el final del camino, que sólo se alcanza cuando el activismo se
vuelve innecesario.
P.: ¿De qué forma nos moldea la experiencia? ¿Sólo podemos entender las cosas si pasamos por ellas?
R.: Rousseau dijo: “Sólo nos dan lástima en los demás los males que
nosotros mismos hemos experimentado”. No estoy seguro de que sea del
todo cierto, pero seguro que tiene alguna base en la realidad. Nos
cuesta mucho más simpatizar con las personas que son muy diferentes a
nosotros. Mi propósito en este libro es mostrar lo mucho que hay en
común entre las diversas experiencias, permitiendo que las personas que
pasan por experiencias como el autismo o la transexualidad entiendan que
tienen en común más de lo que pensamos.
Cuando el libro fue
publicado, hicimos una fiesta en Nueva York a la que invité a todas las
personas que participaron en el libro que me fue posible. Una semana
después, recibí un correo electrónico de una mujer con esquizofrenia que
incluía una foto suya cenando con un enano y con el padre de un niño
con autismo. Todos ellos se habían conocido en mi fiesta del libro y se
habían hecho amigos.
“Tenías razón”, escribió la mujer. “Tenemos más en
común de lo que pensábamos”.
P.: ¿Qué ha aprendido de usted mismo tras escribir el libro?
R.:
Me siento menos solo que antes. Incluso con las historias más tristes
del libro sentí que tenían relevancia en mí, se acumulaban dentro y
entonces sentía que conectaba con el resto de la humanidad.
He
aprendido que mis experiencias que eran únicas estaban conectadas con
las de otras personas. También me di cuenta de que había sido demasiado
crítico con mis propios padres porque no era consciente de la dificultad
de aceptar un déficit en el amor. Escribir este libro me ha permitido
ver el otro lado, perdonar y cambiar mi autobiografía de varias formas.
Creo
que he aprendido que mi forma de vida no es la única posible, sino que
existen numerosas formas de vivirla y ser feliz. El libro me ha servido
para ampliar mi experiencia, he encontrado puntos comunes incluso con
delincuentes. En definitiva, este libro me ha hecho amar este mundo.
EL CONFIDENCIAL, Jueves 10 de julio de 2014
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