GEMA LENDOIRO
¿Los adolescentes de hoy en día son como los de antes?
¿Asistimos a una nueva manera de enfocar ese cambio en la vida de todo
ser humano? Muchas voces advierten, desde hace tiempo, que el exceso de
protección no es en absoluto beneficioso para los niños que crecerán sin
saber asumir responsabilidades. José Antonio Luengo, psicólogo experto
en adolescentes, reflexiona sobre cómo han cambiado los paradigmas
educativos desde hace tan solo tres décadas y cuáles son las
consecuencias.
PREGUNTA: Para empezar, ¿qué es la adolescencia y qué etapas de la vida cubre?
RESPUESTA: La adolescencia es una fase de
la vida, una etapa crucial del desarrollo, marcada por cambios
orgánicos, fisiológicos, cognitivos, psicológicos y emocionales notables
y muy significativos en la configuración definitiva de la personalidad;
esa que nos hace y hará alguien diferente de todos cuantos nos rodean.
Hablamos de un período que abarca, con flexibilidad, desde los 11-12
años a los 16-18, siempre dependiendo de factores personales,
individuales, sociales y culturales. El adolescente es un ser que, en
términos precisos, crece y aprende a crecer. La palabra,
etimológicamente, nos remite a ese principio: un ser que está creciendo.
Con los conflictos, incertidumbres, dudas y sorpresas que ello
conlleva. Para el propio adolescente y su entorno.
P: ¿Se diferencia en algo la adolescencia de ahora con respecto a la que los que ahora son padres, tuvieron?
R: Existen diferencias y no son pocas.
Pero, probablemente, tengamos muchas más cosas en común de las que
pensamos en la actualidad. La revolución hormonal y fisiológica que se
produce, los cambios físicos y psicológicos… La crisis inherente a un
cambio tan drástico y aparentemente inesperado. Las dudas, la ansiedad,
por saber, por ser. La impulsividad, la desproporción, el desequilibrio.
Y cierta condición de rebeldía y oposición a lo establecido; por los
padres y el entorno. Nos diferencian cosas, claro. Relacionadas, sin
duda, por cómo vivimos, por cómo están hoy organizadas las cosas, a
diferencia de ayer. Influyen en esas diferencias el cómo vivimos los
adultos y cómo les hacemos vivir, las características de las familias de
hoy, cómo organizamos sus vidas, el papel que juegan las tecnologías, y
su fácil acceso a un mundo “inabarcable”…
P: España contempló una explosión económica sin
precedentes en los ochenta y noventa. Se sabe que las situaciones
económicas condicionan en buena parte la forma de educar. ¿Cree que los
jóvenes nacidos a partir de esa época han sido educados en una cultura
de poco esfuerzo y de tenerlo todo sin merecerlo solo porque sus padres
no lo tuvieron?
R: Creo sinceramente que sí. Siempre se
simplifica al realizar una afirmación categórica, pero no faltan
evidencias de ello. Considerar que eres “mejor” padre o madre en función
de las posibilidades de acceso a lo material que tienen tus hijos,
evitar sus incertidumbres y “facilitarles” todo lo que tienen que vivir y
experimentar han sido (y aún lo son) principios educativos torpes y,
seguro, contraproducentes. Hay quien describió este fenómeno como una
forma de “OPA amigable” a la infancia. “Te compro” con todo lo que te
doy porque no tengo tiempo para estar contigo, para cuidarte,
escucharte, tenerte y educarte como debería… Y como necesitarías.
P. Lo quiero/lo tengo y si no es así, entonces me
frustro, tengo traumas, me drogo, bebo, tengo relaciones sexuales muy
pronto y con muchas personas… ¿no será que nos hemos pasado de
permisivos? ¿Hay lugar para la esperanza?
R: Hoy surge un término muy interesante, el
de los padres “helicópteros”, en clara alusión a una manera de
gestionar la educación de los hijos, basada en la hiperprotección. Una
suerte de hiperpaternidad, que ve a los hijos como seres intocables,
que, al fin, acaban teniendo más miedos que nunca. Padres que
sobrevuelan sin tregua las vidas de sus hijos (de ahí lo de
helicóptero), pendientes de todos sus deseos y necesidades. El mundo
parece acabarse si tus hijos dudan, si aparecen frustraciones, desvelos.
Si se entristecen o, un día, se enfadan con sus amigos. Involucrarse en
la vida los hijos es consustancial, por supuesto, a ejercicio adecuado
de la patria potestad. Otra cosa es la ofuscación por la perfección, por
la necesidad, casi obsesiva, de que sean los mejores, en todo. En todo.
P: Hace sesenta años se educaba a base de cinturón y
ahora se educa cuidando no traumatizar al niño. ¿La virtud está en este
caso en el término medio? ¿Qué hemos ganado y perdido con respecto a la
generación de nuestros padres?
R. Hablando de nuestro entorno social, el
de un país desarrollado, hemos de insistir en una idea. Nunca los niños
han estado tan bien “tratados” desde que nos reconocemos como seres
humanos. Nunca el ordenamiento jurídico que ampara los derechos de la
infancia y de la adolescencia ha adquirido tanto valor, rigor, seriedad,
criterio y eficiencia. El secreto, si es que existe, es educar desde el
equilibrio, atendiendo las necesidades de nuestros hijos con esmero. Y
esto supone, ineludiblemente, entender la frustración como una
experiencia imprescindible. Entender que el “no” también educa, que es
imprescindible el dolor, la insatisfacción, la duda, el conflicto. Que
es necesario que se enfrenten al no puedo o no sé, y saber afrontar las situaciones. Con autonomía.
P: ¿Estamos más perdidos ahora los padres que antes?
R: A pesar de todo lo que sabemos y hemos
ido aprendiendo de educación, a pesar de que las condiciones de vida han
mejorado notablemente respecto a épocas pretéritas (siempre en términos
generales y sin obviar situaciones desfavorecidas que no deben ser
pasadas por alto), educar, hoy, es un proceso muy complejo. Influyen
muchos factores. Padres y madres sabemos con certeza que el mundo ha
cambiado y que nuestros hijos no precisamente van a mejorar las
condiciones de vida que nosotros, sus padres, hemos tenido o tenemos. Y
aparecen muchas más dudas. Y la obsesión, la preocupación porque no les
falte de nada, que sean los mejores, competitivos… Y pueden perderse ciertos papeles en este proceso.
Las condiciones de vida han hecho, también, que tengamos menos hijos. Y
se pierden cosas. Los hermanos cubrían, y cubren, una parte sustancial
de la experiencia de crecer en compañía.
P: La falta de compromiso es una de las
características de la adolescencia pero es que ahora dura pasados los 18
y eso tiene que tener un porqué. ¿Sabría decirme cuál?
R: Soy de los que piensan que, a pesar de
las circunstancias expuestas, tenemos los mejores adolescentes y jóvenes
de toda nuestra historia. Pero no les ayudamos con principios y
criterios educativos de hiperprotección. Muy al contrario. Acondicionar
su vida desde la inacabable comodidad no es el camino. Nos estamos
engañando. Crecer significa afrontar, caerse, saber levantarse, ayudar a
quien dobla la rodilla a tu lado; a quien lo está pasando mal. Crecer
significa, también, llorar y saber secarse las lágrimas. Y seguir.
Crecer significa esforzarse, y tener disciplina. Automotivarse en cada
tarea, en cada momento. Estos son, querámoslo o no, principios
esenciales del manual del buen padre, del buen educador. ¿Pero es que no
nos damos cuenta?
José Antonio Luengo, es Psicólogo educativo,
vicesecretario del Colegio de Psicólogos de Madrid. Profesor de la
Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid.
EL PAÍS, Jueves 12 de enero de 2017
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