ANA DEL BARRIO
Eran las fiestas veraniegas de la urbanización y me ofrecí para
encargarme de los juegos de los niños. Se me ocurrió enseñarles uno de
los pasatiempos que más me divertían en la infancia: el churro, mediamanga, manga entera. Cuando les agrupé a todos, empecé a darles las instrucciones: se tenían que agachar y ponerse en fila contra la pared y uno tenía que saltar por encima del resto.
Los
niños se resistían. Cogí a uno de ellos para que viese el ejemplo e
hiciese la postura y luego a otro... Por mucho que les insistía en que
era divertidísimo, ellos me observaban con incredulidad. Cuando llegó el
momento de dar el salto, los peques abandonaron la perplejidad y
comenzaron a mirarme con caras de horror. Poco a poco, los chavales se
fueron dispersando, sin hacer ruido, volviendo la vista atrás como si me hubiese vuelto loca.
Nadie
quiso jugar y fracasé de manera estrepitosa. Desgraciadamente, me temo
que el churro es un juego demasiado salvaje para los tiempos asépticos
que corren. Niños bajo arresto domiciliario, que no se manchan, que no se hacen heridas y que no saben lo que es destrozar un hormiguero o subirse a los árboles.
Hace
años que no veo a ningún crío jugar al churro ni al rescate ni a la
zapatilla por detrás ni a la gallinita ciega ni a balón prisionero ni a
la rayuela ni a las tabas. Como mucho, al escondite y al pilla-pilla y
en contadas ocasiones.
¿Qué ha pasado con nuestros juegos tradicionales? ¿Por qué ya no se transmiten de manera espontánea de generación en generación?
Todavía
recuerdo que en cuanto había un grupo de chavales en el patio o en la
calle, enseguida nos las arreglábamos para entretenernos con los polis y
cacos, el pañuelo... Era algo que surgía de forma natural, sin
esfuerzo. Todo lo contrario de lo que sucede ahora. Veo a los niños
actuales incapaces de organizarse para participar en estos juegos colectivos. En ocasiones, se tiran horas discutiendo las normas y, al final, no se ponen de acuerdo y ni siquiera lo intentan.
¿Se han hecho demasiado cómodos nuestros hijos?
Es evidente que coordinarse con 10 niños, aceptar las reglas, aprender a
ganar y a perder y echar a correr exige mucho más esfuerzo que sentarse
solo a ver la televisión o a darle a la consola.
Como botón de
muestra, el experimento que hizo una marca de cereales en Estados
Unidos. Preguntó a tres generaciones que era lo que les divertía durante
su infancia: los abuelos contestaron que recoger arándanos o cultivar
sandías; los padres respondieron que corretear al escondite con sus
amigos y los niños de ahora preferían jugar a la consola, usar su teléfono móvil o escribir mensajes durante 3 o 4 horas al día.... En el vídeo se escucha a los chiquillos decir: "Me moriría sin mi tablet".
Cuando bajo a la piscina y veo a todos los peques sentados debajo de
un portal con las maquinitas, siento una cierta lástima. No digo que los
videojuegos no sean divertidos, que lo son, pero para mí los mejores
momentos de la infancia están asociados a esos entretenimientos callejeros:
permanecer escondida sin aliento detrás de un árbol para que no te
pillasen o ser la última descubierta por los polis y lograr salvar a
todos los cacos.
Sinceramente, creo que los padres, maestros y
educadores tenemos una gran responsabilidad en lo que está sucediendo.
En muchas ocasiones somos nosotros los que fomentamos estos juegos tecnológicos para que nos dejen en paz.
He visto a papás reñir a sus hijos por dejar de entrenerse con la
consola. Los educadores también deberían enseñar y fomentar otro tipo de
diversiones en los recreos de los colegios y no sólo el omnipresente
fútbol.
Ahora que el verano da sus últimos coletazos, propongo un apagón tecnológico. Dejemos en casa los móviles y olvídemonos de las consolas y las tabletas. Que los niños salgan a la calle, que se aburran,
que inventen juegos nuevos y que no olviden los antiguos, que
construyan fortalezas con toallas y cabañas con palos, que disfrutende la naturaleza, una parte esencial de la infancia. No dejemos que esto se detenga con nuestra generación.
¿Os refrescamos la memoria?
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