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Me río yo de las jaimas de Gadafi

MAR MUÑIZ
Como soy chica de extrarradio, conozco debuti las playas sopa-de-sobre, llamadas así porque su agua arrastra la miseria de las tres T: tibias, turbias y con tropezones inquietantes. Una vez, ya con contrato indefinido, metí los pies en un turquesa de folleto y, desde entonces, lo tengo claro: yo al agua pantanosa no vuelvo. 'Never more'. Si la necesidad obliga, cancelo las cartas a los Reyes Mayos durante décadas, los regalos de cumpleaños, el dentista, los filetes... Lo que sea, pero a mí no me vuelven a ver el pelo en los mares parduscos.
El problema principal llega cuando una familia como la mía aterriza en una playa 'deluxe', con ese jaleo de bingo casero que arrastramos. A los cinco minutos de llegar: "Quiero agua-no quiero agua, quiero pis-no quiero pis"... La escandalera es como una boda de Lolita.
Ante el estupor de los 'chulazos' con foulard al cuello y de las señoronas que se bajan de la zódiac asistidas por el mayordomo, aparece en escena el padre de mis hijos blasfemando y cargado como un sherpa. La logística playera con niños pequeños no es nada minimalista y, de hecho, ha habido misiones de los Cascos Azules que han movilizado menos bultos.
Pero la estupefacción del personal colindante llega al clímax cuando el macho alfa de mi casa despliega, cortesía de Decathlon, la tremenda sombrilla con solapas laterales que llevamos para proteger a los niños. La carpa del Gran Circo Mundial es más discreta.
Se hace entonces un silencio áspero, suena Ennio Morricone y todo va como a cámara lenta. A las chatis les salen patas de gallo de la ira, porque boicoteamos sus selfies de postal. A ellos, siempre más afines a la ferretería, se les escapa la envidia por el rabillo, metidos bajo su mierda de parasol de bazar. Y así es como vamos haciendo amigos por los litorales del mundo.
Digo yo que la culpa de esta megalomanía la tienen Greenpeace y los dermatólogos, cada año más cenizos con los peligros del sol. Amedrentados, los padres frotamos sin cesar a los críos con cremas que los dejan blanquecinos e irreconocibles, hasta el punto de ponerle los manguitos por error a un tal Nicolás que de nada conoces.
La histeria antisol con la que estamos criando niños blanditos y nacarados es reciente. Mi madre jamás me echó ningún ungüento. Es más: cuando yo era pequeña, llevábamos a la piscina un tarro de crema de zanahoria más letal que el polonio, gracias al cual lucíamos un moreno a lo Zaplana. Y aquí estoy, tan ricamente.
Por esas alarmas con las que los médicos rellenan los telediarios veraniegos, es por lo que las jaimas que Gadafi plantaba en Occidente cuando venía de visita eran como del Imaginarium al lado de mi sombrilla. Tanto, que no yo sé si violamos la Ley de Costas...
EL MUNDO/BLOG DE UNA MADRE DESESPERADA, Martes 23 de agosto de 2016

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