HÉCTOR G. BARNÉS
Intenta acordarte de cómo eran los veranos cuando tenías tres o
cuatro años. Tómate medio minuto para reflexionar. ¿Ya? Probablemente,
habrás sido capaz de recordar la casa del pueblo o el apartamento de la
playa, a algún amigo de infancia cuyos rasgos se confunden y, quizá,
cierto episodio intrascendente que no sabes muy bien por qué recuerdas.
Y, al mismo tiempo, te estarás sintiendo un poco triste al darte cuenta
de que la información que recuerdas de los primeros años de tu vida es muy limitada, y en ella, los rostros de abuelos, padres y otros seres queridos comienzan a desdibujarse.
Muchos
pensarán que este olvido se debe a que aquello ocurrió hace mucho
tiempo. Sin embargo, hagamos lo mismo con nuestra adolescencia y
juventud. ¿Verdad que los recuerdos parecen más claros y somos capaces
de recuperar los episodios de nuestra vida con un mayor grado de
detalle? Como recuerdan todos aquellos que han estudiado la amnesia
infantil, el nombre que recibe este olvido que abarca hasta los cuatro o
cinco años de edad, no se trata de una cuestión de distancia temporal,
sino de que, por diversas razones, la memoria autobiográfica de los niños es frágil.
Si tienen hijos, prueben a preguntarles si recuerdan aquello que hacían
a los cuatro años, sobre todo si estos tienen entre siete y diez años.
Se sorprenderán de cómo parecen haber olvidado todo aquello que ocurrió
hace apenas dos temporadas o, incluso, haber inventado acontecimientos
que nunca tuvieron lugar.
Un desagüe en el cerebro por el que se cuela todo
Diversas teorías han intentado resolver el enigma que planteó por primera vez Sigmund Freud en el año 1910, ligado a la represión y la perversión sexual en la niñez. Durante décadas, como explica Kristin Ohlson en un artículo publicado en Aeon Magazine, la teoría más extendida era la que defendía que, si los adultos no recordaban su infancia, era porque los niños no generan recuerdos. Pero la realidad era mucho más compleja y poliédrica que eso.
El punto de inflexión se sitúa en el año 1987, cuando un estudio realizado por Robyn Fivush,
psicóloga de la Emory University, demostró que los niños sí crean
recuerdos, sólo que estos desaparecen llegado determinado momento de sus
vidas. La autora comprobó cómo niños de apenas dos años y medio eran
capaces de dar cuenta de acontecimientos ocurridos seis meses antes,
pero tiempo después, los olvidaban. Ello provocó que
las investigaciones que se realizaron a partir de este momento se
centrasen en descubrir cuándo y por qué razón se desvanecía para siempre
de la memoria casi todas estas vivencias.
La respuesta ha sido ofrecida por la larga serie de estudios que la psicóloga Carole Peterson,
de la Memorial University de Newfoundland, ha realizado durante las
últimas décadas. Gracias a ella, sabemos que, a partir de los 6 años y
hasta los 13, la mayor parte de los recuerdos comienzan a solidificarse
con más fuerza en la memoria. Por el contrario, un experimento puso de
manifiesto que los pequeños de entre cuatro y seis años apenas eran
capaces de relatar pasadas experiencias, incluso aunque hubiesen sido
capaces de contarlas apenas dos años antes. Simplemente, habían
desaparecido de su cabeza.
Las cualidades de lo memorable
La
hipótesis neurológica, una de las más difundidas, sugiere que si los
niños no son capaces de mantener sus recuerdos es porque su cerebro aún
no se encuentra lo suficientemente desarrollado. Según Sheena A. Josselyn y Paul W. Frankland, sus principales valedores, el hipocampo del niño,
el encargado de dar forma a nuestra percepción y encajar la nueva
información con lo anteriormente conocido, se encuentra en pleno
desarrollo. No es hasta la adolescencia cuando este sector del cerebro
termina de desarrollarse y los recuerdos llegan para quedarse.
Pero esta explicación puramente neurológica no desvela por qué nos
acordamos muy vívidamente de ciertos acontecimientos y olvidamos otros.
Peterson vuelve a tener la respuesta. Al volver sobre las
características de los recuerdos que los niños memorizaban durante más
tiempo, descubrió que aquellos que apelaban a lo emocional
podían llegar a recordarse hasta tres años más tarde. Además, los
conocidos como “densos” –es decir, aquellos que proporcionaban
información de personas, lugares, tiempo, etc.– tenían hasta cinco veces
más posibilidades de ser recordados que los meros fragmentos sin
conexión. Al igual que lo que ocurre con la memorización de un contenido
académico, aquello que se percibe como significativo o conecta con
nuestra experiencia cotidiana tiene más probabilidades de ser retenido.
A todo ello hay que añadir la teoría socio-lingüística, que añade a la ecuación la idea de que el niño carece de las herramientas lingüísticas y perceptuales
necesarias para localizarse cronológicamente y pensar su existencia de
manera temporal. Su vocabulario limitado o inexistente impide que
determinado acontecimiento pueda almacenarse bajo una etiqueta, como por
ejemplo “fiesta de cumpleaños de mamá”. Por el contrario, este será
recordado a partir de pequeños retazos, como el momento del soplo de las
velas o la visita de un familiar lejano.
La última teoría es la más controvertida de todas, puesto que es la que contradice gran parte de lo anteriormente explicado. Martin Conway,
profesor de psicología en el City University of Londres cree, de manera
similar a Freud, que los recuerdos no son eliminados, sino que siguen
almacenados en nuestro subconsciente y, es más, tienen una gran influencia sobre nuestra vida consciente.
La memoria no es, para Conway, una forma de retener información pura,
sino el eje constitutivo de nuestra identidad. Por ello, las personas
mayores tienden a olvidar muchos episodios desgraciados de su vida: es
una manera de optimizar sus recuerdos, quedándose sólo con aquello útil o
que refuerce su personalidad y descartando lo traumático.
Todo este conjunto de teorías aquí someramente expuestas descubren también por qué los ancianos recuerdan su juventud como un período de descubrimiento y felicidad,
por mucho que se tratase de una época, objetivamente, peor. Se debe a
que entre los 15 y los 30 años se produce el conocido como “golpe de
reminiscencia”, el período durante el que se solidifican más recuerdos.
De ahí que las películas, libros y música que conocemos en esos años se
recuerden de manera más vívida que las que descubrimos la pasada semana.
Una de esas maldiciones inherentes al funcionamiento de nuestro cerebro
que proporcionan una buena lección a los veinteañeros: disfruta
mientras puedas.
EL CONFIDENCIAL, Martes 28 de julio de 2015
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