RAMÓN ALMIRALL
¿La relación escuela-familia es siempre una ayuda para el desarrollo de las criaturas?
Se da por supuesto que padres y profesores persiguen un objetivo común:
favorecer el desarrollo de los niños y niñas que se proponen educar.
Pero está por ver qué tiene de común dicho objetivo y, lo que es todavía
más complejo, de qué modo se proponen compartirlo.
Escuchando comentarios de padres y maestras llegamos a la conclusión de que en algunas ocasiones el resultado de sus encuentros
no es tan positivo como ambos desearían. Parece que esto ocurre sobre
todo cuando los resultados académicos no son muy positivos o cuando
aparecen graves problemas relacionales o de conducta.
Como ocurre a menudo con los equipos de futbol, cuando los resultados no son buenos o no son los esperados, es cuando llueven los
reproches. Así, oímos por ejemplo: “esa familia no tiene arreglo…” o
“aunque intentes ayudarlos no están por la labor…” O, desde el otro
lado, “solo me llaman para decirme lo que va mal...” o “para qué hablar,
se meten en mi vida, pero yo sigo sin saber cómo actuar con mi hija…”.
No parece pues que baste con establecer relación. Resulta imprescindible que ambos protagonistas consigan algún nivel de complicidad,
para que su encuentro haya merecido la pena. Y para ello se deberán dar
dos condiciones: un reconocimiento mutuo de partida, y que a lo largo
del encuentro ambos interlocutores vayan percibiendo que están obteniendo algún provecho.
Las preocupaciones comunes
Para que el supuesto saber del profesorado consiga ser
reconocido, deberá ser identificado, visualizado y percibido por parte
de los padres a través de la capacidad de escucha mostrada, de la
oportunidad de sus comentarios, y del trato y relación que consiga
establecer. Una orientación será mucho mejor atendida cuando dé
respuesta a algo que inquieta a la persona asesorada, y no tanto a algo
que, de momento, preocupa solamente al profesor.
El saber de los padres y madres no se da en general por supuesto,
y a menudo se encuentra oculto, incluso para los propios progenitores.
Tiene su origen en el conocimiento cotidiano de las criaturas, en
el sinfín de momentos concretos en los que ha podido apreciar un cambio
positivo o negativo en las reacciones de su hijo. Se trata de un saber
distinto, pero con un valor indiscutible si se hace visible.
Alimentarse mutuamente
Uno y otro saber multiplican su efecto en el momento en que
consiguen alimentarse mutuamente. La sugerencia de la maestra cobra
mayor precisión, y también más sentido, cuando reposa en el relato que
acaba de hacerle la madre sobre una acción de su hija.
Igualmente, las acciones de la criatura observadas por el padre o
la madre adquieren nuevo sentido gracias a consideraciones que aporta
el profesor, al contrastarlas con su experiencia en relación a otras
criaturas. Unos y otros se necesitan para la construcción de nuevos significados y para inventar salidas renovadas a situaciones difíciles.
Algunas formas de proceder lo facilitan: acompasar los tiempos
de unos y otros. La espera y la escucha resultan en estos casos mucho
más eficaces que la impaciencia o el recitado de cambios o tareas que es
preciso abordar. Por otra parte, la presencia de los dos progenitores,
cuando los haya, facilitará también la búsqueda realista de salidas.
No basta pues con establecer una relación, es necesario además que sea colaborativa. De otro modo la relación podría ser incluso negativa.
LA VANGUARDIA, Miércoles 13 de abril de 2016
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