SALVADOR CASADO
Médico de Familia
El verdadero problema que afronta la medicina no es la
insostenibilidad económica de sus servicios cada vez más caros,
complejos y diversos. Tampoco la sobrecarga de sus profesionales y las
altas tasas de fatiga crónica que estos padecen. Es algo más simple, una
sencilla cuestión matemática. Un estudio reciente
estima que solo el 4% de la población mundial está libre de enfermedad.
Como es fácil deducir, es materialmente imposible proveer los recursos
suficientes para que el 96% restante, que es mucha gente, vuelva a
disfrutar de una salud completa.
El paradigma médico actual es
probablemente el mejor que hayamos tenido en toda la historia de la
humanidad. Los avances que el método científico ha permitido condujeron
medicinas y tratamientos con poder para curar y aliviar muchas
enfermedades. ¿Dónde está pues el problema? A mi entender es una
cuestión semántica. El problema radica en la misma capacidad del sistema
sanitario para definir lo que es salud y lo que no lo es. En la
posibilidad de nombrar y crear palabras que definen nuevas enfermedades,
nuevos factores de riesgo, nuevas formas de no estar sanos. En la
balanza sanitaria solo hay una palabra en el platillo de la salud,
mientras que en el de las enfermedades cada vez hay más. Tantas que
consiguen etiquetar a la inmensa mayoría de la población como no sanos.
Esta
situación se asocia a una menor tolerancia social a la adversidad en
los países más desarrollados, y a una pérdida de soberanía personal en
los autocuidados. Cada vez dependemos más de agentes y servicios
externos para cuidar de nuestra salud. Cada vez acudimos más al sistema
sanitario solicitando una pastilla que nos quite el dolor de espalda por
no ser capaces de llevar un ritmo de vida que nos libere de tantas
horas de silla. Cada vez llevamos más a nuestros hijos al pediatra por
no saber qué hacer cuando tienen mocos o un poco de fiebre.
Esta insostenibilidad semántica precisa de soluciones semánticas,
ideas que devuelvan sentido a los ciudadanos y ayuden a tomar conciencia
de lo que está pasando y de que es posible hacer las cosas de otra
forma. Creo que habrá situaciones que todos entendamos son de
enfermedad: un ataque de apendicitis o una neumonía son buenos ejemplos.
Pero tal vez tener poco pelo o ser un niño inquieto no lo sean. Creo
que el sistema sanitario seguirá siendo fundamental para ciertas
situaciones, pero habrá que trabajar para que los determinantes sociales
de la salud y los estilos de vida que emanan de los mismos se pongan
del lado saludable de la balanza y dejen de estar en el de la
enfermedad.
Conseguir que la salud sea un valor sostenible
depende de esta toma de conciencia. Será necesario que la compartan
tanto la ciudadanía como los profesionales sanitarios y los gestores y
políticos. Hasta que no veamos con claridad lo importante que son
nuestras relaciones personales, nuestra forma de movernos y
alimentarnos, el modo en el que vivimos la semana, no podremos hacer los
necesarios ajustes que cada cual necesite para mejorar su cuidado
personal y el de los que le rodean. No es una cuestión teórica más. En
este punto es preciso una toma de conciencia que nazca de la propia
experiencia: si mi forma física es mala, si mi forma de alimentación es
deficiente, con toda probabilidad mi cuerpo proteste y me sienta
cansado, apesadumbrado, incómodo o claramente molesto.
Empezar a
dar un largo paseo a la semana en un parque o un bosque puede ser
revolucionario. Dedicar algunos minutos más al almuerzo para degustar
mejor y paladear al máximo el alimento, también. Permitirnos una
conversación de calidad con alguien de nuestra confiaza puede alegrarnos
el día, mirar las estrellas por la noche también. Dicen algunos que es
importante vivir la vida más despacio, otros que hacerlo con más
atención nos favorece. Me atrevo a sugerir que tal vez, si nos atrevemos
a gozar un poquito más de algún aspecto, nos sea posible conseguir
cambios que nos ayuden a sentirnos mejor. La salud suele hallarse en esa
dirección.
HUFFINGTON POST, Martes 19 de abril de 2016
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