DANIEL MEDIAVILLA
El azúcar y las grasas son dos
ingredientes que casi siempre están presentes en las comidas adictivas. Las
bebidas carbonatadas, los zumos, las golosinas o las chocolatinas están
cargadas de azúcar. Muchas patatas fritas, los bollos con crema o buena parte
del menú en los restaurantes de comida rápida se ayudan de nuestro apetito por
la grasa para hacer atractivos sus productos. El gusto de esos alimentos es
importante, pero según un nuevo estudio, que acaba de publicar la
revista Nature, también existe un sistema de
señalización que comunica el intestino con el cerebro que explica el impulso
detrás de uno de los principales problemas de
salud de la humanidad: la obesidad.
“Estos resultados dan forma a la idea de
que existen dos entradas sensoriales al cerebro: una codifica lo que nos gusta
y otra lo que queremos. Esas dos entradas funcionan juntas. Primero, con la
lengua, reconoces lo que te gusta, pero después el estómago te dice lo que
necesita”, explica Charles Zuker, investigador del Instituto Médico Howard
Hughes y profesor de la Universidad de Columbia (EE UU). Esta división, podría
explicar, según un trabajo centrado en el azúcar que publicó en 2020, por qué
las bebidas con edulcorantes artificiales no logran igualar la atracción que
producen las que tienen azúcar de verdad. En aquel estudio, aparecido
también en Nature, se observó que, incluso en ratones a
los que se había anulado el sentido del gusto, se mantenía la preferencia por
las bebidas que incluían azúcar frente a las endulzadas artificialmente.
En el caso de la grasa, el equipo
liderado por Zuker puso a prueba los mecanismos que determinan las preferencias
por algunos alimentos, proporcionando dos tipos de sustancias disueltas en agua
a ratones de laboratorio. Por un lado, grasas y por otro un edulcorante que
tiene un sabor atractivo, pero no tiene efectos sobre el intestino. A los dos
días, los animales mostraron una clara preferencia por el agua grasienta,
incluso cuando los investigadores los modificaron genéticamente para que no
pudiesen sentir el sabor a grasa en su lengua.
La presidenta de la Sociedad Española de
Obesidad (SEEDO) y catedrática de la Universidad de Córdoba, María del Mar
Malagón, considera el trabajo “extraordinario”. Para ella, el aspecto más
interesante es que “los investigadores han sido capaces de delimitar la zona
cerebral que se activa al comer grasa y que sería responsable de esa apetencia
o preferencia por la grasa, el núcleo caudal del tracto solitario en el tronco
cerebral”. Además, identificaron unas neuronas específicas en el nervio vago
que transmiten al cerebro los estímulos producidos por la grasa al llegar al
estómago y otro grupo que responde de una forma más general, informando también
al cerebro de la presencia de azúcares o aminoácidos. En un trabajo
desarrollado por Mengton Li, del Instituto Médico Howard Hughes, una vez que
identificaron estas vías de señalización en los ratones, fueron capaces de
bloquearlas con un fármaco, mitigando así el deseo por la grasa. “Lo complejo
ahora será identificar las moléculas específicas dirigidas a las subpoblaciones
concretas de neuronas y que no tengan efecto sobre otras dianas”, opina
Malagón.
Zuker, que enfatiza que su trabajo
consiste en “comprender los mecanismos biológicos fundamentales detrás de
nuestras preferencias y los misterios del cerebro”, cree que este conocimiento
puede ser útil para combatir la epidemia de enfermedades metabólicas, diabetes
u obesidad, que son un inmenso problema de salud en el mundo
actual. “Si entiendes el circuito, quizá puedas empezar a alterarlo con
moléculas que controlen su actividad”, señala, y reconoce que ya tienen
contactos con la industria de la alimentación para plantear alternativas que
satisfagan la demanda de grasa del intestino sin los efectos negativos. “Hay
dos tipos de personas que puede beneficiarse de estas intervenciones. Uno es el
de la gente que tiene un problema clínico. En ese caso se podría intervenir con
algún compuesto que permita empezar a disociar estos dos circuitos”, apunta el
investigador. “El segundo es fijándonos en el consumidor general. Ahí la lógica
funcionaría como en los edulcorantes artificiales, pero con la diferencia de
que no solo se satisfaga la lengua, sino también ese circuito
intestino-cerebro”. Y concluye: “Conceptualmente, quizá exista un camino en el
que podemos mantener la atracción al azúcar o la grasa, pero sin tener las
calorías”.
EL PAÍS, Jueves 08 de septiembre de 2022
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