
Están por todas partes. Niños que sólo comen
pasta, filete y galletas con leche, y que aborrecen la verdura y la fruta.
Niños que se niegan en redondo a probar nada nuevo. Niños rodeados, quizá, por
adultos incapaces de comer sano. Adultos que se pirran por una hamburguesa o un
donut y que mueren de tristeza ante unas judías verdes o un pescado. Adultos
que han probado las mil y una dietas y no consiguen adelgazar.
¿Cuál es el problema de todos ellos? ¿En qué se
diferencian de ese tercio de la población que, en los países ricos, permanece
ajeno al sobrepeso y a la obesidad contra viento y marea? Para Bee Wilson,
la respuesta es relativamente simple: no han aprendido a comer bien. ¿Y cómo se
aprende a elegir correctamente lo que comes? Aquí el asunto no es tan sencillo,
y por eso esta historiadora y escritora gastronómica británica le ha dedicado
todo un libro, el apasionante El primer bocado (Turner).
En él describe los mecanismos que nos llevan a
preferir unas comidas a otras desde la infancia, y también da algunas claves
prácticas para cambiar las cosas tanto en críos como en mayores. Ameno,
riguroso y con una tesis con la que no puedo estar más de acuerdo -la única
manera de abrazar la comida sana es el placer, nunca la imposición o las
monsergas saludables-, leer este libro es una auténtica gozada. Tanto como
charlar con su autora.
En algunas familias, unos niños comen
bien desde pequeños, y otros son un suplicio. Se supone que han recibido la
misma educación. ¿Por qué?
Sin duda, hay un componente genético que
determina cómo comemos y cómo nos relacionamos con la comida. El mundo del
gusto es distinto para todos. Incluso los gemelos aprecian y digieren la comida
de forma distinta. Varía todo: la forma de masticar, de tragar, incluso de
disfrutar del acto de comer. En el caso de los bebés, por cómo beben leche, los
psicólogos ya pueden intuir si esa persona será delicada con la comida o si
comerá de todo. Pasa lo mismo con los niños. Por mucho que los padres se
empeñen en tratarlos a todos por igual, nunca lo logran. Hay estudios que demuestran
que alimentamos de forma desigual a nuestros hijos, en función de si son niños
o niñas.
¿Tiene algún sentido obligar a los niños
a comer fruta o verdura?
¡No, para nada! Imagina que, aun siendo adultos,
te fuerzan a comer algo que odias, como los caracoles. No sólo es cruel, sino
que no funciona. Cuando los niños se sienten obligados a comer, al final
acabarán aborreciendo esa comida. Lo que sí tiene sentido es seguir
ofreciéndoles verduras, aunque digan que no les gusta. Que digan “no”, no
significa que estén destinados a odiar las espinacas o las peras toda la vida.
En España, en muchos restaurantes existe
algo llamado "menú infantil". Está especialmente diseñado para niños
y siempre suele incluir lo mismo: pasta con tomate y pollo. ¿Crees que los padres
deben ceder a la comodidad de darles este tipo de comida a sus hijos o es mejor
luchar para que coman como los mayores?
También los tenemos en Gran Bretaña (seguramente
peores que los españoles), y creo que no son una buena idea. Demuestran una
falta de imaginación sobre lo que los niños son capaces de disfrutar. La comida
que nos dan de pequeños nos ofrece una educación sobre cómo sabe la comida, así
que a nuestros hijos deberíamos dejarles probar toda la comida que nos gusta.
Si solo probamos “comida para niños”, nunca aprenderemos a apreciar nuevos
platos.
Dicho esto, a nadie le gusta convertir una comida
en una batalla. A veces, lo único que quieres cuando vas a un restaurante es
comer relajadamente con tu familia, y el menú infantil es una solución
pragmática. Deja que coma pasta con tomate, si eso es lo que realmente le
apetece, pero luego ponle un poco de tu comida, para que al menos lo pruebe.
En
el libro hablas de la "neofobia" en los niños: el temor a los nuevos
alimentos. ¿Por qué se produce? ¿Cómo se combate?
La neofobia es una etapa natural. Todos
lo hemos experimentado en cierta medida, normalmente a partir de los 18 meses,
y a veces se puede alargar hasta los seis o siete años. Hace mucho tiempo,
podría ser una manera que tenían los niños para no envenenarse, pero ya no
cumple su función evolutiva. Ahora causa que los niños no coman verduras
amargas que son buenas para ellos. La mejor manera de combatirlo es relajarse y
seguir ofreciéndoles parte de tu comida. Sé que es muy fácil decirlo...
Cuando mi tercer hijo, que nació con paladar
hendido, se puso muy neofóbico, yo tuve una reacción exagerada, y
empecé a meterle cucharadas llenas de comida durante unos meses, porque temía
que no estuviera bien nutrido. Fue una idea horrorosa, y lo único que logré, y
es normal, es que cogiera miedo a según que tipo de comida. Sólo amplió su
repertorio cuando di un paso atrás, y dejé que eligiera los alimentos que había
encima de la mesa.
A mí me funcionó lo de mezclar algo
conocido con algo que no me gustaba con las verduras: al principio me las comía
con kilos de mayonesa, y luego, poco a poco, me fueron gustando solas. ¿Crees
que es un buen método?
Es un método brillante. ¡Bien hecho! Muchos
estudios lo demuestran: si emparejamos alimentos que nos disgustan con otros
que nos son más familiares, creamos una asociación positiva, y acabamos
apreciando esos nuevos alimentos por sí solos.
¿Dar premios a los niños porque han
comido bien es un error?
No es lo ideal decirle a tu hijo: si te acabas la
zanahoria, podrás comer chocolate. Lo único que consigues es que quiera comer
más chocolate, porque se convierte en una recompensa. También es muy confuso
que les des un premio por comer algo que ya les gusta. Pero la psicóloga Lucy Cooke
ha llegado a la conclusión que utilizar pegatinas como recompensa puede ser muy
efectiva, para que los más pequeños (que no adolescentes) se atrevan con nuevas
verduras que les dan miedo.
¿Por qué no funcionan las recomendaciones
constantes para que comamos sano que recibimos a través de múltiples canales?
Los humanos odiamos que nos digan qué tenemos que
meternos en la boca. Es algo tan personal, que cuando un doctor o un gobierno
nos dice que tenemos que consumir menos azúcar, o que tenemos que tomar cinco
piezas de fruta y verdura al día, nos ponemos en plan rebelde y queremos hacer
justo lo contrario. Comer no es algo racional. Si la gente cambia su dieta es
porque altera sus gustos y sus fobias, hasta que al final quiere comer platos
saludables no porque se lo digan, sino porque están deliciosos.
En el libro hablas de introducir las
verduras en la dieta de los bebés de 4 a 7 meses, pero esto va en contra de las
directrices de la OMS. ¿Es importante que las cambien?
Yo no digo que nadie deje de amamantar, y creo
que las directrices de la OMS tienen mucho sentido en países como la India,
donde la leche materna es la comida más sana que las madres pueden ofrecer a
sus hijos. Pero en países desarrollados, como España o Estados Unidos, a partir
de los seis meses la mayoría de las madres no sólo dan el pecho, ya sea por
motivos laborales u otros factores. Por lo tanto, las directrices de la OMS son
muy poco realistas.
En lugar de comer una dieta homogénea a base de
leche maternizada, sería mucho mejor que los bebés tuvieran la experiencia de
probar distintas verduras. Sabemos que, entre los 4 y los 7 meses, los humanos
tenemos abierta una gran ventana de sabores, y a lo largo de nuestra vida no volveremos
a ser tan receptivos a nuevos gustos. En definitiva: sí, creo que esas
directrices tendrían que cambiar en los países ricos.
¿Funciona de verdad el truco de los
'bocados diminutos'? ¿Se lo recomendarías a todos los padres con niños
difíciles con la comida?
Este truco funciona increíblemente bien. La idea
es que si la comida es del tamaño de un grano de arroz, es mucho más fácil que
el niño lo quiera probar. En algunas clínicas alimentarias de América, se ha
utilizado para convencer a niños autistas que sólo comían tres tipos de comida.
Con los bocados diminutos, han llegado a comer 50 o 60 ingredientes
nuevos. Es un cambio de vida.
Potencialmente, podría funcionar para padres con
niños difíciles con la comida. Pero no digo que sea fácil hacerlo en casa.
La alimentación es algo profundamente emocional, para los padres y para los
niños, así que puede ser una auténtica tortura ser padre y ver que tu pequeño
no quiere probar nada nuevo.
La presión publicitaria que ejerce la
gran industria alimentaria sobre los niños es enorme. ¿Crees que habría que
ponerle límites legales? ¿O esa es una batalla con la que tienen que lidiar los
padres?
La publicidad de comida tendría que estar
regulada de forma mucho más estricta. Con esa crisis de obesidad, me parece de locos
que la gran industria alimentaria pueda llenar la cabeza de los niños con esas
imágenes de atletas envidiables bebiendo refrescos azucarados o comiendo
barritas de chocolate. Creo que la industria no debería poder poner eso de
“aprobado por pediatras” en los paquetes de galletas, porque algunos padres
pueden creer que realmente se trata de comida sana (y no tengo nada en contra
de las galletas, pero creo que no necesitan el sello de aprobación de ningún
médico).
También me gustaría ver una mayor autorregulación
en el sector alimentario. Estamos aprendiendo a comer en un mundo lleno de
presiones brutales, y no es fácil avanzar para alguien que está enganchado a
los carbohidratos dulces.
Defiendes una idea muy interesante: todos
deberíamos convertirnos en esnobs de la comida, y no comprar comida mala no
porque no sea saludable, sino porque nos repugne. ¿Cómo crees que se puede
inocular este esnobismo en los niños?
Los niños aprenden muy rápido el concepto de
asco, y lo tenemos que aprovechar. En lugar de decir: este chocolate me tienta
mucho, pero no me lo debo comer, podemos cambiarlo por: este chocolate parece
insano y contundente, es demasiado grande y no lo quiero ni ver. Creo que
inoculamos ese esnobismo a los niños cada vez que les damos buena comida fresca
en casa, en un entorno lleno de amor. Me encanta que mi hija, que tiene 13
años, diga que no le gusta la comida del colegio porque no ponen casi verduras,
y porque algunos platos no saben igual que en casa.
Imagina que he sido desde niño una persona
que come mal. Que estoy gordo. Que no puedo resistirse a los dulces, las grasas
y a la comida basura. Y que aborrezco las verduras. ¿Qué hago para empezar a
cambiar esta situación? ¿Cuál debería ser el primer paso?
El primer paso es que asumas que quieres cambiar.
Cuando hay una motivación para cambiar, los humanos somos capaces de alterar
radicalmente nuestras dietas a mejor. Hay una gran esperanza: nunca acabamos de
aprender cosas nuevas sobre la comida. Podemos modificar todos nuestros deseos,
pero requiere tiempo.
Yo diría: escucha esa voz que te dice que no eres
feliz con tu peso. Y empieza a hacer pequeños cambios, en lugar de ir a por
todas con una dieta muy severa. Esto va para largo. Quizá podrías añadir más verdura
a tu dieta, y empezar a hacer ejercicio, poco a poco. Tienes que ser amable
contigo mismo. Comer no es un fracaso. Recuerda que no te estás obligando a
comer todo lo que odias. Estás intentando cambiar las cosas que te gustan.
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