
Cada vez que se publica un nuevo informe PISA,
el reflejo natural de todos los españoles es el de llevarse las manos a
la cabeza. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Qué hemos hecho mal?
¿Quién tiene la culpa de esto? Todos llevamos dentro de nosotros un
seleccionador de fútbol, un politólogo y un experto en educación que no
titubea a la hora de explicar qué es lo que ha ocurrido. Uno de los
objetivos más frecuentes de nuestros dardos son, precisamente, los profesores, aquellos que en un pasado fueron respetados y que, súbitamente, fueron despojados de su autoridad en el aula.
“Hablo
de los profesores de enseñanza secundaria y, más precisamente de los de
mi generación, de los nacidos en un lapso aproximado de quince años y
que en el apogeo de su juventud/madurez extrañamente pasaron de ser competentes a ser incompetentes de manera inopinada”, escribe la profesora retirada Luisa Juanatey (Santiago de Compostela, 1952) en Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor
(Pasos Perdidos), un lúcido ensayo en primera persona sobre su
trayectoria vital en la enseñanza desde los años ochenta hasta la
actualidad, que es tanto un retrato de una generación que se propuso
revolucionar la escuela heredada del franquismo como un certero
diagnóstico de los problemas que aquejan a la educación española
secundaria.
“Lo que me propongo es que se valore al profesor como un elemento clave”, explica a El Confidencial la profesora de Lengua y Literatura que dio clase en institutos andaluces, madrileños, gallegos, valencianos y del País Vasco. “Si la enseñanza y el profesor no están valorados, no hay nada que hacer. Si enseñas algo que puede no ser útil en un sentido inmediato pero alguien lo aprende bien y eso se valora, le va a servir siempre y le va a enseñar a aprender”.
Nos sumergimos con Juanatey en los abismos del sistema educativo español a partir de algunas de las claves que nos ayudan a entender qué ha ocurrido durante las últimas décadas.
“Lo que me propongo es que se valore al profesor como un elemento clave”, explica a El Confidencial la profesora de Lengua y Literatura que dio clase en institutos andaluces, madrileños, gallegos, valencianos y del País Vasco. “Si la enseñanza y el profesor no están valorados, no hay nada que hacer. Si enseñas algo que puede no ser útil en un sentido inmediato pero alguien lo aprende bien y eso se valora, le va a servir siempre y le va a enseñar a aprender”.
Nos sumergimos con Juanatey en los abismos del sistema educativo español a partir de algunas de las claves que nos ayudan a entender qué ha ocurrido durante las últimas décadas.
El 3 de
octubre de 1990, el PSOE
El 3 de octubre de 1990, el PSOE aprueba la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, que sustituye a la Ley General de Educación, vigente desde 1970. Con ella se propone llevar la educación a todos los rincones del país, pero para Juataney, que en su día recibió la reforma con esperanza y algo de candor, supone el principio del fin de la escuela española. “Cada vez había más institutos y era una ley de izquierdas que garantizaba la educación hasta los 16 años”, rememora la autora. “Pero lo trastocó todo porque, fundamentalmente, devaluó la enseñanza”.
El 3 de octubre de 1990, el PSOE aprueba la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, que sustituye a la Ley General de Educación, vigente desde 1970. Con ella se propone llevar la educación a todos los rincones del país, pero para Juataney, que en su día recibió la reforma con esperanza y algo de candor, supone el principio del fin de la escuela española. “Cada vez había más institutos y era una ley de izquierdas que garantizaba la educación hasta los 16 años”, rememora la autora. “Pero lo trastocó todo porque, fundamentalmente, devaluó la enseñanza”.
¿De
qué manera? Al principio, a base de conceptos que servían para llamar
de otra forma a realidades que ya existían. “Pusieron en circulación
palabras como motivación, como si no lo fuésemos suficientemente, o como
si no fuese un estímulo tener una enseñanza pública para todos”,
explica. El profesor pasó a ser un docente que tenía, entre sus
funciones, motivar a los alumnos, algo que siempre habían hecho aunque
quizá no se llamase de la misma forma.
“Empezó a darse una depreciación de la idea de autoridad,
a la que añadían cosas como que no se podía expulsar a un alumno de
clase, de lo que no abusábamos, pero que era una herramienta”, rememora
la profesora. “En lugar de que la sociedad ayudase a trasladar a los
niños un sentido de las normas (no se puede interrumpir al profesor, no
se puede molestar a los compañeros), se produjo lo contrario”. Es el
caso de la irrupción de los pedagogos, expertos en psicología que
pasaron de súbito a saber mejor que los anticuados profesores lo que
estos debían hacer en las aulas en las que vivían día tras día. O la
obligación tácita de aprobar a los alumnos, aunque no cumpliesen los
mínimos exigibles. “Empezó mal y mal ha seguido, a pesar de que todos
hemos tenido algún grupo que trabajaba bien. Pero eso no es un sistema
público de enseñanza que se basa en la igualdad”.
Fue la izquierda quien, en apariencia paradójicamente, impulsó este
cambio, aunque tampoco el Partido Popular hizo nada por revertirlo, más
preocupado por las privatizaciones. “Ahora es muy difícil volver atrás”, se lamenta la autora.
El día que el profesor dejó de tener razón
Entre
la confluencia de factores que explican la evolución del sistema
educativo español de las últimas décadas, Juataney encuentra la raíz en
el descrédito del profesor, que pasó en menos de 20 años de ser un
severo y a veces despótico dictador a verse desposeído de toda
credibilidad. “Los adolescentes viven en una constante incitación, la
sociedad de consumo tiene una cantidad de estímulos perenne que les da
una serie de cosas muy dinámicas y móviles, pero también superficiales”,
explica la profesora. “La figura del profesor como grupo social encarna esos valores de no tratar de ser famoso,
de no triunfar, de no tener dinero o un gran coche, ni es el modelo del
deportista esforzado y triunfador al que continuamente están expuestos
los alumnos”.
Los profesores, recuerda la autora, no tienen mayor
ambición que la de transmitir su conocimiento ejerciendo su autoridad
pero siendo conscientes de que, tanto sus alumnos como ellos, lo ignoran
casi todo. “Otra contradicción fue lo de que el aprendizaje no debe ir de arriba abajo”,
recuerda. “¡Qué absurdo! ¿Los que nacen después enseñan a los que nacen
antes? Ese absurdo se ha propagado: los profesores están anticuados, no
se adaptan, no se reciclan…” La escuela pública española fue durante
mucho tiempo un paradigma de igualdad, en el que había tantas mujeres
como hombres (o más) en un clima de respeto y compañerismo.
En el debe de la sociedad española hay que añadir pequeñas decisiones
promovidas desde las nuevas instancias de la autoridad educativa, como
el desprecio de la memoria (“que es valiosísima para aprender; imagínate
ir a la autoescuela y decir que lo que quieres es aprender
distraídamente y jugando”) o el esfuerzo. “Esforzarse,
luego memorizar tras haber entendido y leído, manejar textos, poner en
práctica… esto es lo que te permite aprender”, explica Juanatey.
¿Mi hijo no estudia? La culpa es del profesor
Al
mismo tiempo que los docentes perdían su autoridad y se veían
desprotegidos ante unos alumnos cada vez más cargados de razón, la
sociedad encontró un culpable propicio para todo aquello que estaba
ocurriendo… Y que volvía a ser el propio profesor, tildado de acomodaticio y vago.
“De repente cambió todo, y te encontrabas con que nada más entrar en
clase había grupos que te recibían con un rechazo absoluto”, rememora
Juanatey. “Desde todas partes empezamos a oír que éramos unos vagos. No
lo éramos, simplemente no aspirábamos a grandes cosas: lo pasábamos bien
preparando las clases”.
“De la noche a la mañana llegó lo de que no servíamos para nada, que éramos material de desguace, ¡pero éramos los mismos que el año anterior!”,
recuerda, a pesar de la voluntad de adaptación de los profesores, que
introdujeron poco a poco cambios como el rediseño del aula. Pequeñas
alteraciones que funcionaban si los alumnos estaban dispuestos a
aceptarlas, pero que “es muy distinto si lo primero que tienes que hacer
es decir a los chicos que no pueden estar espachurrados sobre el
pupitre, que hay que traer el cuaderno, que así no se puede trabajar,
que les pidas que no se vayan a la construcción porque son jóvenes y te
respondan que eso era en nuestros tiempos… Esa clase de ambiente nos
desprestigió, porque empezaron a prevalecer valores que iban en contra
de todo esto”.
Juataney habla del reciente ejemplo de las reformas llevadas a cabo por los colegios jesuitas
de Cataluña para ilustrar por qué la educación en nuestro país es,
desde hace 20 años, cada vez más clasista: “Si tú me das una clase de
gente que en su casa tiene libros, que oye un vocabulario determinado y
trata ciertas cuestiones, que viene a aprender y que van a mandarlos a
Estados Unidos después del bachillerato, se pueden hacer maravillas.
Pero también he dado clase en barracones como los que hay en la
Comunidad Valenciana. ¿Qué hacemos, el modelo de los jesuitas con los
chicos metidos en un cajón de obra? ¿Con quién lo hacemos, con los que han tenido suerte y estudian en un aula mejor? Esto no es un sistema público de enseñanza”.
Padres malcriadores para niños malcriados
Los
alumnos no cambiaron de comportamiento, hábitos y costumbres por sí
mismos. Ni siquiera únicamente por la ley ni por los medios de
comunicación, aunque ambos favoreciesen el nuevo sistema de valores: los
padres tuvieron mucho que ver. “Fue esa moda de que a los niños no se
les puede contradecir, que tienen que ser creativos y libres”, explica
la autora. “Fíjate ahora que los que lo defendían son los mismos que se
han enamorado de la expresión ‘poner límites’. Pero era lo que decíamos
todo este tiempo cuando nos ponían verdes por hacerlo. Poner límites es establecer normas, sancionar”.
Los
nuevos alumnos, así como sus padres, empezaron a entender que podían
exigir lo que quisieran. Entre todas esas cosas, recibir un aprobado
sólo por ir a clase a diario: “Llegó un momento en que todos empezamos a
aprobar más de lo debido, sabiendo que habíamos enseñado la mitad que
antes”. En una esclarecedora anécdota del libro, Juanatey recibe la
visita de un padre después de que su retoño proteste por haber obtenido
un dos. El padre, tras releer la prueba, no tiene ninguna duda: “Yo le habría puesto un cero”.
El
ambiente, alentado por Consejos Escolares, inspectores, medios de
comunicación y autoridades políticas, favorecía esa percepción en la que
el niño tenía la sartén por el mango. “Si a los padres se les hubiese
inculcado que el niño viene a respetar al profesor y a
aprender unas asignaturas y no se les hubiese dicho que estas estaban
anticuadas, que el profesor no era un monigote que se tenía que quedar
callado cuando el Consejo Escolar decidía que un niño podía escuchar
música con auriculares, habría sido muy distinto”. No son las únicas
razones: un mayor número de alumnos entró en la escuela, al mismo tiempo
que los padres y, sobre todo, las madres, podían pasar menos tiempo con
sus retoños.
“En el colegio me gusta que los niños se diviertan”,
recuerda Juataney que decían algunos padres. “Yo considero que los
profesores deben hacer esto, aquello, lo de más allá… ¿Pero usted ha
estado alguna vez en una clase? ¿Usted sabe lo que le toca al profesor
hoy y que todo eso tiene que hacerlo en una situación en la que no se le valora ni respeta,
y además el niño dice que no vale porque no es divertido?”. Una
situación que dio una nueva definición de lo que debía ser un profesor:
“Alguien a quien se le exige que complazca al niño y que le apruebe”,
explica la autora con sorna.
Los valores de una bella profesión
Seguramente,
usted también haya escuchado aquello de lo bien que viven los
profesores con sus tres meses de vacaciones al año (falso), uno de los
colectivos más vilipendiados de las últimas décadas de la historia
española junto a los funcionarios. Quizá porque paradójicamente no
encajan en los cánones de la sociedad moderna –ambición, lujo, consumo–
en los que se han criado las nuevas generaciones de alumnos. “Un
profesor no tiene nada que ver con alguien que lleva marcas, que se
somete a cirugía estética, o que aspira a tener un yate o ser famoso”.
No, explica Juataney en el libro, los docentes no quieren un sueldo
mayor, que los hagan catedráticos o que los inviten a opinar en los
medios (donde, dicho sea de paso, raramente aparecen): quieren hacer su
trabajo con dignidad.
La de profesor sigue siendo una profesión muy satisfactoria, pero los que empiezan ahora deben exigir más
Esto
ha sido complicado en los últimos tiempos, una situación acentuada en
los años inmediatamente anteriores al estallido de la burbuja
inmobiliaria, tiempos en los que nadie necesitaba tener estudios para
conseguir un buen sueldo. Pero, como recuerda la autora, una sociedad
que piensa que la educación no sirve para nada es “una sociedad que se
engaña”. “Si miras los terribles datos del paro, hay una gran diferencia
entre los que tienen preparación y los que no. Prepararse sí que sirve,
porque, y en esto estoy de acuerdo con los psicólogos, aprender siempre
es aprender a aprender”. Por eso, toda una generación se encontró de
repente sin nada, es decir, sin preparación, “y luego se dieron cuenta
de que, aunque ya no haya rosas para nadie, tener estudios te favorece”.
Paradójicamente,
se ha vuelto a completar el círculo, y muchos de aquellos a los que su
entorno empujó a desertar de la escuela han vuelto a la misma en busca
del esfuerzo, formación, crecimiento personal y riqueza intelectual que
el colegio ofrece. ¿Y los profesores? Aunque la situación sea
complicada, Juanatey insiste en que quiere concluir con un mensaje
positivo. “Sigue siendo una profesión realmente satisfactoria, y me
gustaría animar a todos los que tienen el deseo de ser profesores,
así como decirles que exijan mucho: realmente es una vida buena la del
profesor”. Y no, no se refiere al dinero, el prestigio, la adulación o
la capacidad de influencia de la que carecen, y a la que, de todas
formas, tampoco aspiraron.
EL CONFIDENCIAL, Martes 21 de abril de 2015
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