
De pequeña, me gustaba trepar. Me subía a lo más alto de
esos castillos metálicos que había en los parques, o por la estructura
metálica de la canasta de baloncesto hasta sentarme a tres metros sobre
el suelo. Los columpios eran de hierro, y cuando se rompían por algún
sitio, quedaban zonas puntiagudas, y a veces oxidadas, que raro es que
no hayamos cogido el tétanos todos los niños de mi generación. Recuerdo
escapadas en bici por terraplenes que nos parecían barrancos, con niños a
los que apenas conocía; peleas hasta llegar a las manos y tirarnos de
los pelos...
Unas
pequeñas dosis de peligro, y sin la presencia de adultos, que ahora
recuerdo con cariño -quizás porque he sobrevivido- y que entonces vivía
como esas aventuras que leía de Los Cinco, aunque sin la famosa cerveza
de jengibre.
Así que siempre me ha parecido normal que mis hijos trepen.
Alguna vez me han avisado madres horrorizadas en el parque porque el
mayor y la mediana, cuando tenían seis y cuatro años, estaban subidos a
los tejaditos que imitan casitas de los toboganes actuales, a unos dos
metros de altura. Y más horrorizadas se quedaban cuando les hacía ver
que ya sabía que estaban ahí, y que me parecía estupendo.
En verano, les dejamos explorar con su primo la zona de
dunas de detrás de la playa, de forma que se alejan bastante, y por
sitios escarpados y sin vigilancia de adultos. "Un niño despierto evita
el peligro porque aprende a detectarlo", dice el maestro Francesco Tonucci,
cuya obra es un alegato a favor de la independencia de los chavales.
Una frase que casa muy bien con el espíritu de un transgresor y
divertido libro que me envió en junio Juan, de la pequeña editorial
Litera: 50 cosas peligrosas (que deberías dejar hacer a tus hijos).
Aunque, a la vista de mi aparente libertinaje, este libro es
ideal para mí, cuando eché un vistazo al índice, no pude evitar tachar
mentalmente hasta reducir a dos o tres la lista de 50 cosas peligrosas
que voy a dejar hacer a mis hijos. Al fin y al cabo, en muchos aspectos
soy tan sobreprotectora como la que más. Mis mesas tienen esquineras de
goma, las tijeras de los niños tienen punta redondeada, y aprendieron a
patinar con la trinidad de las eras, es decir, rodilleras,
coderas y muñequeras. Les doy la mano cuando cruzamos la calle, incluso
al mayor, que casi tiene nueve años, y les corto los filetes.
El libro, precisamente, trata de introducir, en un mundo en el que todo
está "acolchado", algo de riesgo de forma supervisada. La idea es
fomentar que los niños sean capaces de reconocerlo por sí mismos, y
distinguirlo de lo que es verdaderamente peligroso. Está presentado como
50 fichas de posibles experimentos, que incluyen lo que necesitas para
realizarlos, la duración, el nivel de dificultad, los posibles riesgos y
una descripción de cómo se hacen. En cada una hay un espacio para que
el niño tome sus propias notas, y se añade información adicional.
Escrito por Gever Tulley, creador de la Tinkering School de San Francisco, cuyo proyecto consiste en aprender haciendo, construyendo y experimentando, y Julie Spiegler, su publicación en 2010 en Estados Unidos vino envuelta en polémica.
Después del rechazo de varias editoriales, sus autores tuvieron que
autoeditar el libro, que se convirtió en un éxito de ventas. No os
perdáis el vídeo de arriba donde el propio Tulley explica su idea en una
charla TED.
Hay desde ideas simples y que probablemente cualquier niño
ya ha hecho, como tirar piedras (nº 11) o trepar a un árbol (nº 28), a
cosas que suenan a verdadera locura, como jugar con fuego (nº 45),
desmontar electrodomésticos (nº 34) o meterse en un contenedor de basura
(nº 33). No tengo ningún problema en que hagan volteretas (nº 3) o en
que conduzcan en un descampado (nº 7, para cuando tengan 20 años). Pero
eso de "envenena a tus amigos" (nº 36) o "derrite el vidrio" (nº 47) me
va a costar más.
Aunque quizás haya, simplemente, que abrir un poco la mente.
Empecé a ver algo de luz hace unos meses, cuando un compañero me enseñó
la foto de su hija, de edad similar a las mías, subida a un escabel y
cocinando, pero de verdad, en una sartén caliente. "Está loco, ¿y si se
quema?", pensé. Unos días más tarde, probé a dejar que el mayor cociera
los huevos y friera el bacon que quería para desayunar. Sorpresa, fue
muy prudente, hizo caso de todas las indicaciones y no hubo ningún
problema. Así que, ¿por qué no dejarle jugar con fuego?
EL PAÍS/DE MAMÁS Y PAPÁS, Lunes 3 de octubre de 2016
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