DIANA DE HORNA

Dios Moloch: dominio público- La estatua del dios Moloch, según aparece en la obra de Johann Lund «Die Alten Jüdischen Heiligthümer» (siglo XVIII).
Cuentan los libros de
historia que los fenicios, en los albores del patriarcado, adoraban a un
dios a quien sacrificaban a sus hijos e hijas. Los bebés y niños eran
introducidos en la boca de la estatua hueca de Moloch, desde donde caían
hasta su vientre de fuego para «alimentarlo». Según el relato del
historiador Plutarco: «Antes de que la estatua fuese llenada se inundaba
la zona con un fuerte ruido de flautas y tambores, de modo que los
gritos y lamentos no alcanzaban los oídos de la multitud».
Dios Moloch: dominio público- La estatua del dios Moloch, según aparece en la obra de Johann Lund «Die Alten Jüdischen Heiligthümer» (siglo XVIII).
Hace mucho tiempo que dejamos de adorar a
Moloch. Pero siempre que suena el estruendo de las flautas y tambores no
puedo evitar pensar en eso que quizá no alcanzamos a oír, en lo que la
fanfarria se afana por silenciar.
Javier Meléndez Martín, en un artículo publicado en la revista Yorokobu,
explica que hay un tema que cada vez está más en boga. Le sacan partido
hasta los monologuistas televisivos, que arrancan carcajadas rebuscando
en la ironía de nuestras miserias. Hacen caja a costa de él empresas
punteras, fabricantes insaciables de nuevas tendencias. Porque ya no son
solo los adultos sin hijos los que han perdido el pudor a declarar
públicamente que no les gustan los niños. Son los docentes, los padres y
madres -es decir, las personas que más cerca deberían estar de los
niños- las que hacen gala de su «niñofobia», como algunos la han
llamado. Y aunque hoy en día ningún cómico que se precie se atrevería a
hacer un chiste del exterminio selectivo de los negros, los judíos o las
mujeres, cuando hablamos de niños parece que eso sea, no ya aceptable,
sino un lugar común.
Lo cierto es que no me sorprende. Nuestra
sociedad ha ido enrocándose, de forma insidiosa, en una serie de
actitudes vitales, de valores y de conductas que no solo ahondan la
brecha entre personas adultas, sembrando la desconfianza y la
insolidaridad, sino que nos apartan de los niños. Nos apartan de ellos
físicamente, pero sobre todo los alejan de nuestro sentir.
Los
padres y madres, por razones relacionadas casi siempre con el trabajo,
pasamos poco tiempo con nuestros hijos. Las personas menudas desaparecen
del paisaje humano (salvo si nos dedicamos a la docencia), en horario
de ocho y media a seis, en el mejor de los casos. Aldous Huxley escribió
que «solo se puede amar lo que se conoce», y lo cierto es que, como hemos comprobado hablando con educadores y familias,
no conocemos a los niños, no sabemos conectar con sus necesidades y con
su forma de interpretar el mundo. Y somos incapaces de meternos en su
piel.
No conocemos a los niños, además, porque el modelo de vida
prefabricado que les imponemos, y la forma en que nos relacionamos con
ellos, produce niños adulterados: niños ansiosos, anulados, sedientos de
aprobación o hartos de nuestro hipercontrol, niños poco comunicativos,
niños «rebeldes» que nos sacan de nuestras casillas: es su forma de
replicar el «porque no» que tantas veces han escuchado de nuestra boca, o
de reclamar un espacio en nuestras vidas.
No los conocemos y nos
resulta imposible comprenderlos. Así pues, cuando a pesar de seguir
todos los pasos de la receta nuestros hijos se nos salen del cazo, los
etiquetamos, creamos categorías presuntamente diagnósticas con las que
nos ahorramos el esfuerzo de preguntarnos por qué y esquivamos cualquier
atisbo de responsabilidad: los niños son «altodemandantes»,
«hiperactivos», «depresivos», «disléxicos», sufren «déficit de
atención»... Es más fácil atiborrarles a pastillas que cuestionar un
modelo de educación --y de vida-- utilitarista y falto de conexión
emocional en el que las prisas, el individualismo y la competitividad
ahogan las necesidades más básicas de los niños y niñas: cariño, tiempo y
autonomía.
La
sociedad en que vivimos estimula el crecimiento rápido de los niños
para convertirlos cuanto antes en voraces consumidores o en «niños
prodigio», presa fácil de deseos ajenos (sean paternos o corporativos),
cuerpitos vaciados de sentimientos e ideas propias. No hay tiempo para
jugar, porque el juego no sube la nota ni se puede incorporar a un
futuro curriculum vitae. No hay tiempo para el cariño, y por eso
externalizamos, a cambio de dinero, esos cuidados que son vitales para
nuestros hijos: primero en las guarderías y colegios, y luego entre las
incontables opciones de actividades extraescolares, que nos extrañan un
poco más de esos pequeños grandes desconocidos.
Y en todo este
proceso nos afanamos por ignorar un latido domeñado en los adultos, pero
que, en cualquier niño, lucha aún por abrirse paso: el anhelo de
libertad. Esa libertad que los mayores ya no sabemos ni nombrar, ni
reconocer, pero que para los niños y niñas está indisolublemente ligada a
su esencia, y que se manifiesta en una voluntad casi inquebrantable de
descubrir, tocar, correr, trepar, crear, imaginar... volar.
Cuando,
en enero de este año, la diputada Bescansa acudió al Congreso con su
bebé me vino a la mente una imagen: una tribu indígena reunida en
cónclave. Ancianos y ancianas, mujeres y hombres, jóvenes, niños y
niñas... bebés. Juntos, decidiendo por consenso lo que es mejor para
todos y todas. Qué diferente sería tomar la decisión, por ejemplo, de ir
a la guerra --o de aplicar recortes en sanidad o en educación-- cuando
tenemos ahí al lado a esas personas que más sufrirán sus consecuencias:
los ancianos, los jóvenes, los niños, los bebés.
Qué difícil es
explicarle la guerra a un niño, y cuántas guerras menos habría si los
adultos pensáramos, de verdad, en los niños. Después recordé nuestro
Congreso, que ni siquiera en el siglo XXI ha logrado más de un 40% de
participación femenina (por no hablar de darles voz a los «menores de
edad», como propone Tonucci) y sigue siendo una institución formada
mayoritariamente por varones adultos, blancos, por encima de los
cincuenta años de edad y de clase media, pero que sin embargo pretende
representarnos a todas.
La
presencia de los niños y niñas, además de ser un «engorro» para muchas
personas, es algo a acotar, a limitar. Como si no sometiésemos ya a la
infancia a suficientes encierros, encerrando sus cuerpos en nuestras
casas, en las aulas, en los coches, en los parques infantiles, en clases
extraescolares. Y enclaustrando sus mentes y sus miradas en mundos
virtualmente yermos, como la tele o la tableta...
A quienes
piensan así no se les ocurre que, cuando apartamos a los niños del mundo
real, de nuestras conversaciones y nuestras vidas, es mucho más lo que
dejamos fuera. Dejamos fuera el juego, la ingenuidad y el ingenio, la
sorpresa y el asombro, la risa, la curiosidad, las ganas de vivir. Todo
eso despierta en el momento en que nos permitimos conocer a un niño y
reconectar con la parte de nosotras que aún sigue siéndolo.
Recuerdo
perfectamente cuando todavía no era madre. Y recuerdo que a mí, en
general, tampoco me gustaban los niños; veía en ellos el reflejo, la
imitación burda, de modelos adultos que me irritaban. Mi niñez solitaria
de hija única había quedado muy lejos, y en mi entorno no había nadie
por debajo de la treintena. El lenguaje de los niños --sus cien
lenguajes, que diría Loris Malaguzzi-- me era incomprensible. Han pasado
casi cinco años desde que nació mi hija, y en ese tiempo he tratado de
pasar con ella todo el tiempo que mi trabajo a media jornada me ha
permitido (algo inaccesible a la mayor parte de las madres hoy en día).
He querido estar no solo con ella, sino cerca de ella, y no me refiero
en un sentido físico sino desde la empatía. Nunca imaginé lo que esa
experiencia podría transformarme.
Por eso, cuando oigo la palabra
«niñofobia» pienso en el origen de esa «fobia», de ese miedo. ¿Realmente
tenemos miedo a los niños? Hace unos días, hablando con un psicólogo
experimentado en el tratamiento de fobias y ansiedad, me comentaba la
cantidad de profesores --muchos en situación de baja laboral-- que
acuden a su consulta diciéndole: «Los niños me odian». El odio y el
miedo van de la mano. Tememos lo que desconocemos. Y lo que pienso que
ocurre es que tenemos miedo, no de los niños, sino de lo que los niños y
niñas son capaces de hacernos ver: la claustrofobia de nuestras vidas
enmohecidas, que discurren perfectamente por el camino trazado, por las
vías asfaltadas que pretendidamente nos llevan hacia la seguridad, la
comodidad y la aceptación social, hacia la felicidad tal como aparece en
los anuncios de televisión.
Y pienso también que es cierto, como
decía Korczac, que ninguna revolución merece la pena si no tiene en
cuenta la felicidad de los niños y niñas. Porque los niños felices es
mucho más probable que sean adultos felices que no tengan necesidad de
amargarle la vida a nadie. Y porque las revoluciones que hagamos
pensando en los niños --o, mejor dicho, escuchando a los niños-- serán
revoluciones que, en realidad, serán buenas también para todos los
demás. Ese es el reto que nos queda por delante: escuchar a los niños.
Escucharles sin juicios ni prejuicios, sin expectativas ni paternalismo.
Solo así dejaremos de tenerles miedo. Y, de paso, es posible que
dejemos de tener miedo a vivir con autenticidad.
Artículo publicado originalmente en el blog de la autora: www.estonoesunaescuela.org
Seguir a Diana de Horna en Twitter:
www.twitter.com/noesunaescuela
HUFFINGTON POST, Viernes 30 de septiembre de 2016
Comentarios
Publicar un comentario