RAMÓN SOLER
Para comenzar este artículo, voy a
pedirte que realices un ejercicio con tu imaginación y que visualices,
vívidamente, las dos siguientes escenas:
- en la primera, vas caminando con tu pareja, dando un agradable paseo y un desconocido le propina un bofetón.
- en la segunda escena, tu pareja se cae y otra persona que pasaba a vuestro lado en ese momento se burla de él/ella.
¿Cómo reaccionarias en ese
momento? ¿Cómo piensas que se sentiría tu pareja? ¿Saldrías en su
defensa? ¿Qué le dirías al agresor?
Ahora, vamos a realizar otro ejercicio,
esta vez, quiero que imagines que estás con tu hijo en un parque y otro
niño se le acerca y le propina un bofetón; o que, en ese mismo parque,
tu niño se cae, se hace daño en la rodilla y otro se burla de él.
¿Qué harías entonces? ¿Le
defenderías igual que harías con tu pareja? ¿Dirías que son cosas de
niños y que lo tienen que resolver entre ellos?
Os he propuesto este juego de
imaginación porque quiero hablaros sobre algunos mitos que circulan, con
asiduidad, entre psicólogos, psiquiatras, pediatras, educadores y la
mayoría de los padres, sobre la violencia entre niños. De muchos de
ellos, suele ser habitual escuchar las más variadas excusas para
justificar cualquier tipo de agresión (física, verbal o emocional) de un
niño contra otro.
Veamos algunos de esos tópicos que, con toda seguridad, habréis escuchado:
- Son cosas de niños
Obvio. En efecto, estamos hablando de
agresiones que se dan entre niños, no entre ancianos; si viésemos a dos
abueletes dándose bastonazos en plena calle, diríamos “son cosas de
ancianos” (y casi todos correríamos a separarlos).
Pero si lo que pretendemos con esta
expresión es normalizar la violencia entre niños y restarle importancia,
estaremos cometiendo un grave error. Reconozco que, en nuestra
sociedad, es muy habitual que los niños se peguen, se insulten y
compitan entre ellos, pero esto no quiere decir que sea algo, ni
natural, ni propio de la especie humana.
Aunque la extrema frecuencia con la que
se produce, en muchas sociedades, violencia entre niños podría inducir a
pensar que esta es inherente a nuestra especie, la Antropología nos
muestra que ésta es una afirmación errónea. Los estudios de campo en
grupos humanos pacíficos, en los que ni los adultos, ni los niños,
utilizan la violencia, son muestra de ello. Por ejemplo, Jean Liedloff,
en su libro “El concepto del continuum”, relata que nunca presenció una
disputa y que no vio a un niño llorar porque otro le hubiera pegado
entre los Yequana, la tribu con la que ella convivió durante años.
Por lo tanto, ya no podemos afirmar que el hecho de que los niños se peguen es algo normal. A lo sumo, podríamos
decir que es habitual en culturas como la nuestra, basada en la
competitividad, la jerarquía y la violencia, pero no que sea lo normal
en el ser humano.
Por desgracia, muchos de nuestros niños
viven sometidos a tensiones y a agresiones desde antes, incluso, del
nacimiento. No me estoy refiriendo únicamente a gritos o cachetes, sino a
otros tipos de violencia que generan en ellos frustración y rabia
contenida. Violencias más sutiles, como desprecios, abandonos
emocionales o coacciones como forzarles a comer o a dormir solos cuando
aún no están preparados para ello. En nuestra sociedad, por doquier,
existen muchas familias desestructuradas y muchos padres desequilibrados
que crían a sus hijos con una gran carga de violencia (más o menos
sutil). Cuando estos niños salen a la calle y se relacionan con
otros, es habitual que vuelquen sobre ellos la frustración y la rabia
que acumulan en su interior.
Vivimos en una sociedad enferma y esto
nos hace tomar por algo normal actitudes que son patológicas. Como decía
Krishnamurti “No es síntoma de buena salud el estar perfectamente
adaptado a una sociedad enferma”.
- Dejar que ellos resuelvan sus “conflictos”
Una corriente muy extendida en algunos
sectores de la crianza “respetuosa” es la de no intervenir en los
conflictos y dejar que sean los propios niños los que los resuelvan. A
priori, esto suena bastante bien y, a medida que los niños crecen y se
hacen mayores, es una buena técnica para que aprehendan conceptos como
la empatía, la comprensión, la cooperación, la comunicación, etc.
Sin embargo, quiero señalar, que “dejarles a ellos resolver sus conflictos” no es un procedimiento adecuado para niños muy pequeños.
Tenemos que tener en cuenta que, debido a su corta experiencia vital,
los bebés y los niños muy pequeños, necesitan observar referencias y
copiar modelos de comportamiento morales adecuados, en adultos y otros
niños más mayores, basados en el apego seguro, el respeto y el fomento
de la comunicación no violenta.
Por otra parte, si estamos hablando de niños más mayores, si no manejamos adecuadamente la situación y no estamos muy atentos, pueden acabar produciéndose situaciones de violencia y abusos físicos y/o psicológicos (verbales, denigración, degradación, etc.).
Por supuesto que los niños más mayores
tienen la capacidad de resolver sus conflictos entre ellos, pero ésta es
una realidad factible sólo en grupos humanos en los que todos sus
miembros estén equilibrados y compartan una misma filosofía de
cooperación y de Ubuntu.
Lamentablemente, como ya hemos comentado
con anterioridad, nuestra sociedad es una sociedad enferma en la que la
competitividad y las rivalidades son fomentadas, desde la más tierna
infancia, por parte de familias, escuelas, medios de comunicación, etc. Resulta prácticamente imposible encontrar un grupo de niños que, per se, esté autorregulado. Un grupo, en el que ellos mismos puedan resolver sus problemas de forma equilibrada, sin agravios.
Por lo general, lo habitual es toparse
con niños sociorregulados y que, en sus reuniones, grupos, pandillas,
etc. se produzcan agresiones y/o situaciones de abuso físico o
emocional, donde el mayor o el más fuerte imponga su decisión. Qué
conste, que no estamos hablando de roces fortuitos o peleas en las que
los niños o niñas estén midiendo sus fuerzas sin hacerse daño y
participando en ellas por propia elección, sino de abusos, agresiones no
consentidas, insultos, burlas, etc. en la que uno, o más, de los niños
es sometido a la ley del más mayor o el más fuerte, forzado, violentado,
denigrado, degradado, etc.
Por desgracia, hay niños con historias
familiares muy complejas que arrastran una enorme carga de violencia
(explícita o sutil) tras de sí. En estos casos, no podemos esperar que
el grupo se autorregule y “neutralice” la violencia que expresan algunos
de sus miembros. Al contrario, lo que sucede es que la violencia se extiende como un virus letal que infecta de una u otra forma a todos los demás niños.
Unos se plegarán a la “ley del más fuerte” y, a su vez, reproducirán
los modelos de abuso y agresión que reciben de otros sobre los niños más
débiles de su entorno más cercano. Otros seguirán al “líder” y se
unirán a las burlas, la agresión, etc. Otro tercer grupo será el
victimizado, el blanco de las agresiones. Otro, se enfrentará a ellos. Y
por último, otro grupo, se mantendrá aparte, lo que no le librará de
recibir el impacto negativo de la violencia presenciada. De esta forma,
la violencia, generación tras generación, se sigue perpetuando desde
casa, pero también desde el colegio, la calle, etc. Y en pleno siglo
XXI, seguimos viviendo en una sociedad basada en el sometimiento y para
que haya sometimiento se normaliza, en todos los ámbitos, la violencia. Y
para que haya sometimiento, se normaliza la jerarquía, la existencia de
represores, de coacciones, de desigualdad.
En más de una ocasión he comprobado cómo
tras esa supuesta (ya hemos visto que falsa) “libertad” para que los
niños resuelvan sus conflictos, se esconde una preocupante dejadez y una
falta de interés por la salud emocional de los pequeños por parte de
sus padres y/o educadores, pero éste es un tema más complejo que deberá
ser analizado en otra entrada.
Niño defendido, niño seguro.
Cuando devenimos padres adquirimos el
compromiso y la responsabilidad del acompañamiento y del cuidado de
nuestros hijos. Parte de esta responsabilidad, implica la protección de
los pequeños frente a agresiones externas. Cuando los niños son
pequeños, pueden verse expuestos a situaciones de violencia que, por sí
mismos, debido a su inmadurez y falta de recursos (cuanto más pequeños,
menos tendrán), no van a poder resolver. En teoría e idealmente, esto no
tendría que ser así, por el bien de la salud física y emocional de
nuestros hijos, el grupo (la sociedad) tendría que encargarse de
proteger a sus crías. Sin embargo, puesto que hemos visto que nuestra
sociedad es violenta con los niños y que fomenta la competitividad entre
ellos, parte de la labor de los padres debe ser el defenderles
de las agresiones que puedan recibir, por parte de otros adultos, de las
instituciones y, también, de las procedentes de otros niños.
Cuando un niño se siente protegido por
sus padres, su autoestima se ve reforzada. Estos pequeños saben que sus
padres les defenderán, no tienen que estar, continuamente, alerta ante
posibles ataques y pueden dedicarse a jugar, a experimentar, aprender y
crecer. Estos niños, se sentirán valorados y crecerán seguros. Al
presenciar cómo sus padres les protegen, también están interiorizando la
asertividad necesaria para defenderse por sí mismos. Así, a medida que
crecen, adquieren la madurez y las herramientas necesarias para
defenderse por sí mismos. Además, estos niños aprehenden la idea de que
los modelos de comportamientos que incluyen agresiones, insultos, etc.,
son modelos insanos y no tiendan a copiarlos en su vida.
Si defendemos a nuestros hijos,
mientras sea necesario, ellos aprenden a valorarse como niños, y en su
futuro, como adolescentes y adultos. Si se sienten valorados y
se saben valiosos, estos niños, no permitirán que nadie abuse de ellos.
Además, saben y sabrán frenar los ataques de los abusadores que van
encontrándose en su vida, actual y adulta (jefes, familiares, parejas,
vampiros emocionales, etc.).
Por supuesto, todo esto es válido cuando
el niño también recibe en casa un apego seguro, basado en el Amor, el
respeto comunicación, la empatía y libre de violencia (gritos, cachetes,
etc.).
¿Y el “agresor”?
Aunque resulte obvio, nunca está de más
recalcar la idea de que un niño que agrede también es una víctima.
Víctima de sus circunstancias, de su entorno, de su familia. Puedo
afirmar, con total seguridad, que este pequeño ha sufrido en carne propia distintas situaciones de violencia, ya sean explícitas y/o sutiles.
Debido a estas carencias de apego seguro, el niño acumula tensión y
rabia en su interior y para expresar su malestar, utiliza, como vía de
escape y comunicación de su dolor, el descargar esta presión con otros
más débiles o indefensos que él. No le podemos culpabilizar por su
actuación; quizás no haya conocido otro modelo de relación que el de los
golpes o los insultos, pero esto no debe impedirnos ver que agredir a
otros niños no es una manera sana de estar y comunicarse con ellos.
Si no intervenimos en las situaciones de
abuso, no estaremos haciéndole bien a ninguna de las partes. Si no les
damos a los niños un modelo de empatía y respeto hacia los demás, estos,
corren el peligro de tomar por normal estas situaciones de violencia y
repetirlas, con posterioridad, en sus relaciones con los demás. Quizás a
esos niños, nunca nadie les ha ayudado a empatizar, explicándoles lo
que sienten los otros niños cuando se les pega. Tenemos que poder
ofrecerle a estas criaturas, heridas por sus circunstancias adversas,
modelos más sanos de relacionarse con los demás: dialogando, expresando
sus emociones de manera sana, buscando soluciones intermedias entre
ambas posturas, etc.
Lo único que conseguiremos con la permisividad es legitimar y perpetuar el abuso y la violencia entre niños.
Intervenir con empatía, pero intervenir.
Como resumen, me gustaría destacar el
hecho de que resulta necesario intervenir cuando apreciemos situaciones
de violencia o de abuso entre niños. Si lo hacemos, los niños que son
agredidos se sentirán protegidos. Además, también aprenderán a
identificar estas situaciones para poder defenderse por sí mismos cuando
sean más mayores. Por otra parte, también es positivo para el niño que
agrede, ya que le estamos ayudando a reconocer los límites mínimos
necesarios para la convivencia en sociedad y el respeto al otro.
MENTE LIBRE, 30 de julio de 2013
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