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Ser padres (no) envejece

DIANA OLIVER
Hemos cumplido cinco años como padres. Cinco. Sí, sé que son pocos, pero nosotros ya hemos entrado en esa fase en la que todo lo vivido hasta el momento se dulcifica –y se idealiza­– estrepitosamente. Nos dimos cuenta un sábado por la tarde no hace mucho. Estábamos viendo un vídeo de nuestra hija mayor grabado tres años atrás. Era su cumpleaños. Tenía frente a ella el bizcocho que habíamos preparado juntas la tarde anterior entre harina desparramada, ríos de leche sobre la encimera y huevos que incitan a ser estrujados como apoteosis de un plan perfecto. Miraba con atención la vela verde, esa que compramos por la sonrisa y los ojitos pintados y que guardamos en una cajita en lo alto del armario. Un dos. El clic de mechero que precede al soplo. Y adiós al primer año. Por aquel entonces nuestra hija acababa de empezar a hablar y enlazaba palabras tiernas y esponjosas con esa lengua de trapo que abre una brecha entre su yo bebé y su yo niña. Fue el “ma, papá, ma” que salió de su boca para que volviéramos a cantarle cumpleaños feliz lo que descargó una tromba de tiempo sobre nosotros.
El tiempo parece correr más rápido ahora. Quizás siempre ha sido un recurso huidizo, el tiempo, y éramos nosotros, los prepadres, quienes no éramos conscientes aún de su velocidad. No al menos hasta el embarazo, ese período nebuloso que convierte al tiempo en un director de orquesta que dirige con su batuta el ritmo del proceso. 12 semanas, 20 semanas, 37 semanas. Luego ese agujero negro que es el posparto –­que debe transcurrir en un universo paralelo en el que no existe el día o la noche–, seguido de un periodo asombroso de primeras y últimas veces. Es entonces cuando el tiempo acelera o desacelera su paso en función del acontecer de los días.
Cinco años dan para mucho. Para renegar de un tiempo muerto que te convierte en la espectadora privilegiada de una sucesión de días idénticos en los que no hay opción para la improvisación. Un déjà vu constante. El Día de la Marmota en su versión más punk. Pero también para tomar conciencia de su volatilidad. Lo hacemos sobre todo en los momentos buenos, esos que sabes predispuestos a marcar otro hito en tu mapa mental de recuerdos felices. “Una foto de la felicidad, uno de esos momentos en que se siente, clic, que crean diapositivas en la memoria”, escribía Marie Darrieussecq en El bebé. También en aquellos que abren la etapa que pone fin a la anterior y que te dejan un regusto agridulce. Como el día en el que logras dormir ocho horas del tirón después de cinco años de incontables despertares. O como cuando ves a tus hijos abrazarse mutuamente en un arrebato de amor improvisado.
Pero que el tiempo pasa se hace cruelmente evidente en las fotos. Nuestros hijos entran en un bucle infinito de curiosidad con ellas. Quieren saberlo todo de nuestro yo previo a la maternidad, de nuestro álter ego; supongo que les divierte vernos más jóvenes, menos cansados. Pero lo difícil no es responder al tropel de preguntas con el que nos abordan sino digerir lo que las fotos muestran: que ellos han crecido pero que por nuestros rostros han pasado por encima, como un alud, cinco años que parecen 10. O 20. Veo en las fotos unas caras casi adolescentes. Hasta la mirada es distinta. “Las fotos en general me producen una enorme perturbación. Viviríamos mejor en un mundo sin ellas. Seguro que hay algún estudio por ahí que dice que el cien por cien de las muertes se producen por aplastamiento de recuerdos; por la tristeza de la memoria y los sonidos antiguos que vuelven a recordarnos que siempre fuimos más felices y estuvimos más vivos”, escribía Manuel Jabois en Manu. Yo no creo que fuéramos más felices –puede que sí más vivos–, pero lo éramos de una manera distinta, con la ignorancia de ese transcurrir del tiempo que son los hijos.
Las fotos en realidad son la traición del espejo. Aunque esto ya lo sabías. Te diste cuenta el día en que te miraste en el del ascensor y viste los ojos de tu madre. Tres líneas marcadas en el extremo de cada ojo, justo donde la piel se arruga cuando los cierras. Las manchas en tu rostro. Las canas incipientes. A lo mejor es que cuando nos convertimos en padres el tiempo acelera el ritmo de nuestros cuerpos buscando recuperar ese período en pause que precede a semejante revolución identitaria. Frenar el ritmo ya no es posible.
Decía Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte que "la vejez es una edad heroica". Lo es. Y no solo por haber llegado hasta ella sorteando los obstáculos que el tiempo nos pone en el camino, sino por haberlo conseguido sin acabar siendo devorados por esa añoranza descomunal que nos embarga con cada soplido de nuestros hijos a las velas de sus cumpleaños.
EL PAÍS, Miércoles 27 de febrero de 2019

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