ANA DEL BARRIO
Lo confieso, a la hora de castigar, soy un completo desastre. Pocas, muy pocas veces, he logrado alcanzar la meta al tratar de imponer un castigo. En esto incumplo todos los manuales de libro y sé que merezco una colleja del juez Calatayud.
En lo que sí soy experta es en el arte del castigus interruptus, es decir, dícese de aquella penitencia con la que se amenaza en repetidas ocasiones, pero que nunca llega a materializarse. Puede parecer fácil, pero como todo en la vida, cuenta con su propia técnica.
Primero, el tempo. Las amenazas deben ir in crescendo, al mismo ritmo que aumenta el tono de voz. Ya sé que ahora se lleva mucho lo de educar sin gritos, pero, si no logro castigar, al menos que me dejen chillar a gusto.
Después, llega el momento de imponer el castigo. Ya sabéis, como sostienen todos esos psicólogos y pedagogos dedicados a darnos consejos cada medio minuto, que tiene que ser una sanción que se pueda cumplir, y no una meta demasiado ambiciosa.
Y, cuando está a punto de expirar el plazo para que dé comienzo, levantas la condena. Esta parte hay que hacerla con unas buenas dosis de teatro y una gran magnanimidad, como si fueses el Papa Francisco o mejor aún Benedicto XVI, que imponía más respeto si cabe. Debes creerte el papel y darte mucha importancia porque le estás perdonando la vida, o sea, que eres el mismísimo Dios en la Tierra.
Por último, tienes que soltar la coletilla, esa posdata que pronuncias para tranquilizar tu conciencia: «¡Que sea la última vez, eh!».
Después de todo este melodrama, mis interpretaciones no tienen nada que envidiar a las de Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó. Así que, por mucho que diga Javier Urra, me cuesta horrores castigar, ya que muchas veces te acabas castigando a ti misma y pienso: «Lo siento bonito, pero no me voy a pasar la tarde metida en casa porque te hayas portado mal».
Gracias a Dios, los padres del mundo entero hemos encontrado nuestro vellocino de oro, nuestra tabla de salvación, nuestro maná. El castigo que entonamos el 99,9% de los progenitores actuales a todas horas en cualquier lugar: «Como no hagas los deberes, te quedas sin 'playstation'».
Y, oigan, mano de santo. Nuestros hijos son capaces de cualquier cosa, con tal de que no les quitemos su chute de consola o de móvil: estudiar, barrer, fregar y hasta coser los bajos del pantalón si me apuras. Lo sabemos. Y nos aprovechamos de ello. Nos estamos convirtiendo en chantajistas profesionales. Algo bueno tenían que traer los gurús de Silicon Valley. Ya que nos roban la privacidad, al menos que nos traigan un poco de paz en casa.
EL MUNDO, Martes 22 de enero de 2019
Lo confieso, a la hora de castigar, soy un completo desastre. Pocas, muy pocas veces, he logrado alcanzar la meta al tratar de imponer un castigo. En esto incumplo todos los manuales de libro y sé que merezco una colleja del juez Calatayud.
En lo que sí soy experta es en el arte del castigus interruptus, es decir, dícese de aquella penitencia con la que se amenaza en repetidas ocasiones, pero que nunca llega a materializarse. Puede parecer fácil, pero como todo en la vida, cuenta con su propia técnica.
Primero, el tempo. Las amenazas deben ir in crescendo, al mismo ritmo que aumenta el tono de voz. Ya sé que ahora se lleva mucho lo de educar sin gritos, pero, si no logro castigar, al menos que me dejen chillar a gusto.
Después, llega el momento de imponer el castigo. Ya sabéis, como sostienen todos esos psicólogos y pedagogos dedicados a darnos consejos cada medio minuto, que tiene que ser una sanción que se pueda cumplir, y no una meta demasiado ambiciosa.
Y, cuando está a punto de expirar el plazo para que dé comienzo, levantas la condena. Esta parte hay que hacerla con unas buenas dosis de teatro y una gran magnanimidad, como si fueses el Papa Francisco o mejor aún Benedicto XVI, que imponía más respeto si cabe. Debes creerte el papel y darte mucha importancia porque le estás perdonando la vida, o sea, que eres el mismísimo Dios en la Tierra.
Por último, tienes que soltar la coletilla, esa posdata que pronuncias para tranquilizar tu conciencia: «¡Que sea la última vez, eh!».
Después de todo este melodrama, mis interpretaciones no tienen nada que envidiar a las de Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó. Así que, por mucho que diga Javier Urra, me cuesta horrores castigar, ya que muchas veces te acabas castigando a ti misma y pienso: «Lo siento bonito, pero no me voy a pasar la tarde metida en casa porque te hayas portado mal».
Gracias a Dios, los padres del mundo entero hemos encontrado nuestro vellocino de oro, nuestra tabla de salvación, nuestro maná. El castigo que entonamos el 99,9% de los progenitores actuales a todas horas en cualquier lugar: «Como no hagas los deberes, te quedas sin 'playstation'».
Y, oigan, mano de santo. Nuestros hijos son capaces de cualquier cosa, con tal de que no les quitemos su chute de consola o de móvil: estudiar, barrer, fregar y hasta coser los bajos del pantalón si me apuras. Lo sabemos. Y nos aprovechamos de ello. Nos estamos convirtiendo en chantajistas profesionales. Algo bueno tenían que traer los gurús de Silicon Valley. Ya que nos roban la privacidad, al menos que nos traigan un poco de paz en casa.
EL MUNDO, Martes 22 de enero de 2019
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