DANIEL MEDIAVILLA
En 1954, Robert Hockett fue contratado por el Comité de Investigación
de la Industria del Tabaco en EE UU. El objetivo (no declarado) de esta
institución era sembrar dudas sobre la solidez científica de los
estudios que mostraban los peligros de fumar. A través de herramientas
como esta, las tabaqueras establecieron vías de colaboración con el
Estado, en principio, para cooperar en el desarrollo de estrategias para
reducir los daños de sus productos. Sin embargo, como han determinado
sentencias judiciales de los últimos años, la industria aprovechó
aquellos espacios para bloquear todo tipo de medidas que pudiesen
perjudicar a sus intereses comerciales, como la financiación de
programas para dejar de fumar.
Las malas prácticas de la industria del tabaco han quedado plasmadas
en numerosos litigios en los que se hicieron públicos documentos que
mostraban sus tácticas de manipulación. Sin embargo, los vendedores de
humo no son los únicos que han utilizado la ciencia para desvirtuar
resultados científicos que podían perjudicar su negocio. De hecho,
Hockett, antes de trabajar para las tabaqueras, había hecho carrera
fomentando la sospecha para la industria del azúcar. En este caso, el
objetivo era evitar que la evidencia de sus daños sobre la salud dental
se tradujese en políticas sanitarias que redujesen el consumo de azúcar.
Esta semana, investigadores de la Universidad de California en San Francisco publican en la revista PLOS Medicine un análisis
de 319 documentos internos de la industria del azúcar producidos entre
1959 y 1971. A través de ellos se puede ver cómo trataron de influir en
las prioridades científicas del Programa Nacional para la Caries (NCP,
de sus siglas en inglés) que se diseñó al final de ese periodo.
“La industria azucarera no podía negar el papel de la sacarosa en la
caries dental dada la evidencia científica”, explican los autores. “Por
lo tanto, adoptaron una estrategia que consistía en desviar la atención
hacia intervenciones de salud pública que consistiesen en reducir los
daños del azúcar en lugar de restringir su consumo”, añaden. Con ese
plan, fomentaron la financiación de investigaciones sobre enzimas
capaces de deshacer la placa dental y de una vacuna experimental contra
el deterioro de los dientes que nunca demostró ser aplicable a gran
escala.
Los resultados de la estrecha relación entre la industria y los
responsables de los organismos públicos que debían fijar las prioridades
de la salud pública y la investigación se observa en algunos datos
llamativos: el 78% de un informe remitido por la industria fue
incorporado a la convocatoria de proyectos de investigación del
Instituto Nacional para la Investigación Dental y otros trabajos, como
los pensados para medir cómo algunas comidas específicas causan caries
(un enfoque que podía perjudicar a la industria) desaparecieron de la
lista de prioridades del NCP. Después de una década liderando la agenda
científica para combatir la caries en EE UU, el NCP “no logró reducir
significativamente el problema de la caries dental, una enfermedad
prevenible que sigue siendo la principal enfermedad crónica entre niños y
adolescentes de EE UU”, concluyen los investigadores.
Ildefonso Hernández, catedrático de Medicina Preventiva y Salud
Pública de la Universidad Miguel Hernández (UMH) de Alicante, afirma que
tácticas como las reflejadas en los documentos publicados por PLOS Medicine
siguen vigentes. “Es lo que se llama captura de la ciencia”, apunta
Hernández. “La estrategia de la industria azucarera que se ve en estos
documentos es la misma que sigue ahora con la obesidad, centrando el
foco sobre la necesidad de hacer ejercicio y dejando a un lado la de
reducir el consumo de azúcar”, continúa.
En la actualidad, la Organización Mundial de Investigación del Azúcar (WSRO), el lobby
científico de la industria azucarera mundial -en el que se encuentran
corporaciones como la Asociación Azucarera de EE UU y Coca-Cola, según
recuerda el estudio- sigue presionando para que las políticas
sanitarias no perjudiquen a su negocio. En 2003, las empresas lograron
que no se asumiesen como políticas de la Organización Mundial de la
Salud (OMS) la recomendación de un comité conjunto de esta organización y
la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO) de reducir
los azúcares añadidos a un máximo del 10% de las calorías consumidas a
diario. La WSRO defendió que, en lugar de tratar de reducir el azúcar en
la dieta, las políticas de salud dental deberían centrarse en el uso
regular de pasta de dientes con flúor.
Finalmente, la OMS no incluyó en sus guías un límite concreto y se
conformó con el impreciso consejo de “limitar la ingesta de azúcares
añadidos”. La WSRO también se ha opuesto a la recomendación de 2014 de la OMS que pide reducir los azúcares añadidos al 10% de la dieta diaria con una aspiración de dejarlo en un 5% en el futuro.
Control insuficiente del lobby
Hernández considera que los conflictos de intereses de las personas
que diseñan las políticas sanitarias y de investigación aún no están
regulados por una legislación adecuada. “En Europa, tanto la Agencia
Europea del Medicamento (EMA) como la Agencia Europea de Seguridad
Alimentaria (EFSA) han llamado la atención sobre el problema del
conflicto de interés, pero la legislación aún no es bastante estricta”,
plantea el investigador. “En España, la ley de salud pública dice que
hay que regular los conflictos de interés, pero después ni siquiera las
medidas tímidas que se incluyeron se han llegado a desarrollar. Sin ir
más lejos, hace poco se reunió el comité de la hepatitis C y no se
publicaron los conflictos de interés de sus miembros”, añade.
Para el catedrático de la UMH, es necesario que legislaciones como
las que deben regular la investigación para reducir los daños derivados
del consumo excesivo de azúcar las redacten agencias con la suficiente
independencia. “Una agencia independiente, acreditada y legítima puede
ser vital para que el público confíe en ella y para que las políticas
basadas en pruebas avancen”, apunta. “Ahora es un buen momento para
crear este tipo de agencias, porque la gente está cansada de las
influencias de las empresas sobre las políticas públicas, pero hay poca
voluntad política para facilitarlo”, explica.
En EE UU, los autores aseguran que sí que se ha experimentado una
mejora. “Las primeras políticas relativas a la declaración de conflictos
de interés para consejos asesores federales se desarrollaron a
principios de los 60”, escriben. “Antes de eso, la preocupación porque
los intereses empresariales fuesen una amenaza para la integridad
científica era un punto de vista minoritario”, siguen. Esto comenzó a
cambiar en los 70, y en 2015, los NIH (la mayor agencia de financiación
de la biomedicina de EE UU) tenían un programa completo dedicado al
contacto ético entre sus institutos para hacer frente a los efectos
adversos para la ciencia de conflictos de interés con la industria.
EL PAÍS, Miércoles 11 de marzo de 2015
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