DIANA DE HORNA
1. Lo que aprendes no tiene nada que ver con lo que sientes
Sad Danbo, por Pablo Fernández, CC BY-NC 2.0
10. Lo que cuenta es la nota
Respuestas correctas, especialización, estandarización, competencia estrecha, adquisición ávida, agresión, desapego de sí. Sin ellas, nos ha parecido que la maquinaria social no podría funcionar. No debemos culpar a las escuelas de crueldad cuando sólo han cumplido con lo que la sociedad les ha pedido.
(George Leonard)
A
veces los adultos, cuando tratamos con los niños y niñas, podemos ser
sorprendentes. Sorprendentemente torpes. Se nos disparan automatismos
casi incontrolables que no sabemos ni de dónde salen. O sí, pero
preferimos mirar hacia otro lado. Es lo que me pasó a mí hace unos días
cuando estaba sola con mi hija. Ella, que pronto cumplirá cuatro años,
jugaba a crear figuras con unas letras magnéticas... y de repente se le
ocurrió formar su nombre; encontró las letras que necesitaba y se puso a
ordenarlas mientras yo observaba: primero la J, luego la A, luego la R y
por último la otra A: ARAJ. Y entonces ocurrió: mi fascinación y mi
ternura se tornaron de repente en un afán irreprimible de encarrilar a
mi criatura, de no dejarle caer en el error. Me acerqué a ella como
quien no quiere la cosa y le susurré: "Pero, mi amor, se empieza por la
izquierda...".
Hice, simplemente, lo que toda madre
bienintencionada haría. Sin embargo, la expresión de su rostro al oír
esas palabras y el silencio incómodo que se abrió después entre ella y
yo me hicieron pensar en algo que los adultos tantas veces pasamos por
alto (y que las niñas y niños nos recuerdan constantemente): el porqué
de las cosas. ¿Por qué escribió mi hija su nombre al revés? ¿Por qué
escribimos, en algunos países, de izquierda a derecha? ¿Por qué
corregimos y estigmatizamos a las niñas y niños que no lo hacen así,
casi como algunas décadas atrás se forzaba a los zurdos a usar su mano
derecha? Y esto me recordó un libro que leí el verano pasado. Un libro
de divulgación científica, muy denso, y muy largo, que habla del papel
que desempeñan nuestros hemisferios cerebrales en cómo percibimos y
transformamos el mundo que nos rodea. Se llama The Master and His
Emissary ("El maestro y su emisario") y está escrito por el psiquiatra
Iain McGilchrist. Gracias a este libro aprendí, entre otras muchísimas
cosas, que los bebés y los niños y niñas, a diferencia de los adultos,
dependen más de su hemisferio derecho, que es el que les permite
desarrollar su ser social y empático. También descubrí que la forma en
que escribimos en Occidente, de izquierda a derecha, favorece y responde
a la dominancia de nuestro hemisferio izquierdo (que controla el lado
derecho de nuestro cuerpo y atiende sobre todo a lo que aparece en el
campo visual derecho).
Al pensar en todo esto, algo hizo "clic":
la escritura y la lectura, especialmente como la conocemos los
occidentales, requieren una estructura mental que parece ir a contrapelo
del modo en que las niñas y niños pequeños, por razones evolutivas, ven
e interpretan la realidad. Esto podría explicar, en parte al menos, por
qué tantas niñas y niños -y adultos con lesiones en el hemisferio
izquierdo- escriben "en espejo", por qué es algo normal en la infancia; y
sobre todo debería obligarnos a pensar un momento antes de corregirles
impulsivamente, antes de insistir en que nuestra forma adulta de ver el
mundo (tan dirigida por el hemisferio izquierdo como nuestra forma de
leer) es la única posible, la mejor, la correcta, la que nos aleja del
error.
Creo que muchas de las discusiones acerca de la naturaleza de la experiencia humana podrían aclararse si comprendemos que los hemisferios nos ofrecen dos "versiones" esencialmente diferentes, ambas con visos de autenticidad, y ambas enormemente valiosas; pero que se encuentran en oposición y requieren mantenerse separadas una de otra: de ahí la estructura bihemisférica del cerebro.
(Iain McGilchrist)
Pero
¿y si estuviéramos contrariando el desarrollo natural de las niñas y
niños no sólo cuando pretendemos que aprendan a leer y escribir
precozmente, sino a lo largo de todo el proceso "educativo"? Para
McGilchrist la sociedad occidental ha desarrollado una relación
desequilibrada con el mundo y con la propia naturaleza humana
sencillamente porque nuestra visión de la realidad (y la sociedad que
creamos a partir de ella) es cada vez más un fiel reflejo del hemisferio
izquierdo y de sus inclinaciones: mecanización, utilitarismo,
previsibilidad, competitividad, control, individualismo... La educación
que conocemos parece compartir el mismo sesgo: borra del mapa todo
aquello que es vital para el hemisferio derecho, y choca de frente con
la vivencia que las niñas y niños tienen del mundo. ¿Es esto lo que
ocurre cuando la escuela relega la educación artística, la música, el
teatro o la danza?, ¿cuando obligamos a los estudiantes a pasar horas
sentados en pupitres?, ¿cuando nos empeñamos en medir, clasificar y
controlar su aprendizaje como si, más que tratar con personas pequeñas,
estuviéramos sometiendo un producto potencialmente defectuoso al
prescriptivo control de calidad?
Y entonces me pregunté: esta educación desequilibrada, "tóxica", ¿en qué argumentos se sustenta? Con eso en mente quise releer el libro de McGilchrist, y fue así como mis sospechas se confirmaron al ver que muchas de las ideas que (desgraciadamente) forman parte de nuestro imaginario educativo encuentran su paralelismo en cierta forma de ser, en una particular filosofía de vida... en resumidas cuentas, en la visión del mundo -mecanicista, utilitarista y competitiva- que podríamos atribuir al hemisferio izquierdo del cerebro 1:
Y entonces me pregunté: esta educación desequilibrada, "tóxica", ¿en qué argumentos se sustenta? Con eso en mente quise releer el libro de McGilchrist, y fue así como mis sospechas se confirmaron al ver que muchas de las ideas que (desgraciadamente) forman parte de nuestro imaginario educativo encuentran su paralelismo en cierta forma de ser, en una particular filosofía de vida... en resumidas cuentas, en la visión del mundo -mecanicista, utilitarista y competitiva- que podríamos atribuir al hemisferio izquierdo del cerebro 1:
1. Lo que aprendes no tiene nada que ver con lo que sientes
Hace poco el filósofo Fernando Savater, en un alarde de racionalismo poco ilustrado, dijo "La escuela es el lugar para aprender la razón: las emociones han de quedarse en casa".
No me cabe duda de que esta opinión es aún mayoritaria. Sin embargo hoy
sabemos que todo lo que captan nuestros sentidos, antes de adquirir
significado, pasa primero por el filtro de nuestras emociones: no
aprendemos igual algo por lo que sentimos curiosidad que algo que no nos
interesa en ese momento. No aprendemos igual si estamos relajadas que
si estamos en tensión. Tomamos decisiones, no con el cerebro racional,
sino impulsadas por nuestras emociones, como ya expuso veinte años atrás
el neurólogo Antonio Damasio. Bien que lo saben los expertos en
neuromarketing.
Sad Danbo, por Pablo Fernández, CC BY-NC 2.0
Nuestra racionalidad, que la ciencia desde sus orígenes ha tenido en tan alta estima, se construye sobre las emociones y no puede existir sin ellas.
(Sue Gerhardt:"El amor maternal")
Si
hay algún momento de la vida de un ser humano en que sea especialmente
importante no perder contacto con las propias emociones, aprender a
expresarlas en nuestra relación con otras personas, es la infancia. Y
¿adivinas qué hemisferio tiene un papel crucial en ello? Pues sí, el
hemisferio derecho, que ha de madurar antes precisamente por el papel
crucial que las emociones tienen en nuestra supervivencia.
El
hemisferio izquierdo, en cambio, tiende a cosificar a las personas, a
privarlas de emoción y de vida. Podría decirse que a este sistema
educativo concebido esencialmente por el lado izquierdo de nuestro
cerebro le importa bien poco lo que sienten los niños y niñas, porque
está obsesionado con medir cosas, y en justificar estas mediciones
artificiales en aras de una supuesta "utilidad".
En ausencia del hemisferio derecho, al hemisferio izquierdo no le preocupan en lo más mínimo los demás ni sus sentimientos.
(Iain McGilchrist)
2. El aprendizaje se puede medir
¿De
verdad creemos que el aprendizaje mejora porque lo medimos, porque
ponemos notas y hacemos juicios constantes de las niñas y niños, de su
conducta y su "capacidad productiva"? ¿Por qué tanto énfasis en los
rankings, las evaluaciones, los exámenes y las puntuaciones? El sistema
educativo confunde lo más elemental cuando manipula algo tan
transformador y apasionante como el placer de aprender y lo desvirtúa
hasta convertirlo en miedo (a suspender) o ambición (de ganar). Esta
obsesión por medir obedece simplemente a la necesidad de control del
hemisferio izquierdo, camuflada de objetividad y distanciamiento. Cuando
desvirtuamos un proceso natural como el impulso de aprender, que es
innato en cualquier ser humano, estamos permitiendo que la motivación
intrínseca de las niñas y niños se vaya por el desagüe, que su
curiosidad ceda el paso a la producción mecánica, y su fascinación y
asombro se transformen en un trámite burocrático, en un número (tantas
veces arbitrario) escrito en la cartilla.
La
educación no puede entenderse como un sistema para maximizar
rendimientos, porque las personas no somos máquinas al servicio de la
economía. Quizás deberíamos preguntarnos, como hace McGilchrist: "Esta
mayor capacidad para controlar y manipular el mundo en nuestro
beneficio, ¿nos está dando más felicidad?".
3. La competitividad promueve el aprendizaje
El
Informe Pisa ha logrado consagrar nuestra compulsión medidora y nuestra
competitividad en el terreno educativo. Pero ¿qué es lo que estamos
midiendo? Corea del Sur es uno de los países que ocupan los primeros
puestos, y su sistema educativo se ha elogiado como un " milagro" que
ha permitido que los estudiantes surcoreanos estén "entre los más
formados y más competitivos del mundo". También son los que más se
suicidan, y los que más estrés sufren. La autoestima de los estudiantes
que se esfuerzan por destacar es mucho más vulnerable de lo que parece,
porque está asociada a sus logros académicos. Cuando fracasan, sienten
que han dejado de merecer eso que verdaderamente ansiaban conseguir:
cariño.
El hemisferio izquierdo es competitivo, y su objetivo, su principal motivación, conseguir poder.
(Iain McGilchrist)
Hoy
en día no es sólo la escuela la que promueve la competitividad: son las
familias, temerosas de que sus retoños se queden atrás; es la sociedad
entera, que establece la posición social y el dinero como medidas del
valor de una persona, como está pasando entre las familias más adineradas de EEUU,
obsesionadas con la perfección y el éxito. El afán de acelerar todos
los procesos naturales (y el aprendizaje es uno de ellos, convendría no
olvidarlo) nos está llevando a desear que nuestras hijas e hijos
aprendan antes, cuanto antes mejor, sin darnos cuenta de que estamos construyendo la casa por el tejado, y que los daños pueden ser irreparables.
Cuando
eliminamos la posibilidad de disfrutar aprendiendo, que es el auténtico
motor del aprendizaje, ¿qué motivación queda para estudiar? La
competitividad aplicada a la escuela es como la cafeína para un
estudiante adormecido. ¿No sería más útil preguntarse por qué nuestro
sistema educativo produce estudiantes a los que hay que reavivar de su
embotamiento permanente?
4. Hay que aprender a sumar, a restar... pero, sobre todo, ¡a dividir!
En
la escuela, si te fijas, todo está clasificado y dividido: las clases
se imparten por asignaturas (que no son más que una versión de la
realidad incompleta, parcial y artificiosa); se separa a las niñas y
niños por edades (en ocasiones también incluso por sexo); por cursos y
grupos de clase; se los divide en buenos y malos estudiantes (a través
de las notas pero también físicamente como ocurre en las aulas de
educación especial); se marca una línea divisoria entre los estudiantes y
los profesores (que tienen sus mesas, baños y salas de descanso
propias); se separa a las madres y padres de sus hijos e hijas
(impidiéndoles entrar en el colegio o en las aulas y ser partícipes de
la comunidad educativa). La escuela misma, como institución educativa
por excelencia, se sitúa al margen del resto de la sociedad, separada
por muros y paredes de esos otros lugares donde el aprendizaje ocurre
espontáneamente (por ejemplo la calle, hasta hace pocas décadas, cuando
las niñas y niños aún jugaban libremente).
Estas
divisiones y categorizaciones, aplicadas a las personas, contribuyen a
instaurar una serie de roles, roles que por sí solos sirven para otorgar
o negar autoridad, para dejar claro quién ha de obedecer a quién.
Contribuyen a que en vez de personas veamos "cargos", "funciones",
"números". Contribuyen a que perdamos la confianza en los demás, esa
confianza que tan imprescindible es para el aprendizaje, para asumir
voluntariamente la propia responsabilidad sin necesidad de coacciones.
Y es que el hemisferio izquierdo siente predilección por clasificar, dividir, fragmentar y cosificar:
...de acuerdo con la apreciación que el hemisferio izquierdo hace de la realidad, los individuos son simplemente partes intercambiables ("iguales") de un sistema mecánico, un sistema que es necesario controlar en aras de la eficiencia.
(Iain McGilchrist)
5. Para aprender hay que ir a clase
Siempre
que contamos nuestra experiencia visitando escuelas al aire libre, como
las que son populares en países como Alemania o Dinamarca, encontramos
caras de sorpresa. Está tan arraigada la idea de que el aprendizaje
tiene lugar sólo en el aula, y de que la naturaleza sirve poco más que
para darse un paseo (y sólo si hace bueno), que pensar en que las niñas y
niños pasen la mayor parte de las horas al aire libre, sin juguetes ni
otros materiales fabricados, nos descoloca.
Nuestro hemisferio
izquierdo ve la naturaleza como algo a utilizar y controlar, como una
colección de materias primas, pero sin conexión emocional con la vida
humana. Prefiere la regularidad y la seguridad de un entorno conocido,
el aula, previsible y que no cambia. La escuela nos encierra, nos
desconecta del mundo real, del contexto, y nos muestra una
representación artificial de la realidad mediante asignaturas
aparentemente desvinculadas que se convierten en abstracciones muertas.
Las
aulas encarnan la preferencia del hemisferio izquierdo por las líneas
rectas, los círculos perfectos, las formas regulares que no existen en
la naturaleza. Pero además, la geometría del aula, con sus filas
ordenadas de pupitres, es representativa del funcionamiento secuencial
del hemisferio izquierdo:
Para el hemisferio izquierdo, el espacio no es algo que se viva, que se experimente a través del cuerpo, sino algo simétrico, medido y posicionado en función de medidas abstractas. Entre las filas, nos sentimos como súbditos obedientes.
(Iain McGilchrist)
6. Para aprender hay que sentarse
Recientemente
veíamos la noticia de que algunos centros educativos, animados por las
investigaciones que afirman que el ejercicio físico mejora el
rendimiento escolar, están empezando a utilizar pupitres con pedales
incorporados. También leíamos esta entrevista al psicólogo Amador
Cernuda, en la que se plantea que lo que necesitan los niños y niñas
diagnosticados de hiperactividad no es medicación sino libertad de
movimiento. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
El hemisferio izquierdo ve el cuerpo como algo de lo que estamos desconectados, como un mecanismo, como un objeto sin vida.
Para ser sinceros, lo que pasa es que a medida que los niños crecen empezamos a educarles cada vez más de cintura para arriba. Y luego nos centramos en sus cabezas, y ligeramente hacia un lado...
(Ken Robinson: "¿Matan las escuelas la creatividad?")
Esto
nos impide darnos cuenta de algo fundamental: que aprendemos, antes de
nada, con el cuerpo; que todo aprendizaje se origina en el cuerpo,
porque es el cuerpo lo que nos conecta con el mundo. En las niñas y
niños, lo sensorial y emocional precede a lo intelectual y le
proporciona una base insustituible. Cuando impedimos que nuestros
sentidos, nuestra musculatura y nuestra vitalidad se desplieguen, los
efectos de esa parálisis no se quedan sólo en la anatomía. Es todo el
organismo el que sufre, porque la mente y el cuerpo nos son
compartimentos estancos sino un todo integrado (algo que no encaja mucho
con la visión fragmentaria del hemisferio izquierdo). Y en las niñas y
niños esto es aún más palpable porque todo su desarrollo se sustenta en
el aprendizaje que proporciona la movilidad.
...nos hemos vuelto más cerebrales, nos hemos apartado cada vez más de los sentidos -especialmente del olfato, el tacto y el gusto- como si nos repugnara nuestro cuerpo; y la vista, el más frío de los sentidos, y el más capaz de distanciamiento, ha llegado a dominar todo.
(Iain McGilchrist)
La
tendencia al sedentarismo, a la pérdida de contacto con nuestro cuerpo y
sus necesidades, refuerza la virtualización de la vida que está tan
extendida en nuestra sociedad a través de la tele, los libros de texto e
internet, a expensas de la experiencia real de vivir, de las
sensaciones corporales que son fuente de placer precisamente porque
satisfacen necesidades profundas en el ser humano.
7. Para aprender hay que atender
Las
niñas y niños son muy capaces de atender. Atienden con todos sus
sentidos a lo que les atrae, lo que excita su curiosidad, lo que les
cautiva. Pero en la escuela tóxica nos enseñan que debemos atender
simplemente, únicamente, a lo que toca atender. Como decía A.S. Neill,
"Podemos forzar a alguien a prestar atención, pero no podemos forzar a
alguien a sentir interés". Tenemos una escuela que induce pasividad, que
prima la memorización frente al descubrimiento y la exploración, en la
que no hay tiempo para preguntarse por qué sino simplemente para aceptar
la versión oficial. Es evidente que esto ayuda a "fabricar" personas
con menos capacidad crítica, más conformistas e (inconscientemente)
obedientes.
Cuando hacemos algo por iniciativa propia, en lugar
de seguir las instrucciones de otra persona, la actividad cerebral se
concentra principalmente en el hemisferio derecho. Y esa es también la
parte del cerebro a la que suelen asociarse la independencia y la
motivación (curiosamente, dos elementos clave en el aprendizaje); la
pasividad, por el contrario, está más relacionada con el hemisferio
izquierdo, que tiene tendencia a entrar en un bucle, a repetir patrones
conocidos, y a despreciar la experiencia (que es única e imprevisible)
frente a la teoría (que adopta un aspecto de racionalidad
incuestionable).
El
cerebro se entrena, se esculpe -literalmente-, en la infancia, cuando
se eliminan aquellas conexiones neuronales que no son utilizadas.
Podemos educar a nuestras hijas e hijos para que sean personas
autónomas, para que decidan por sí mismas, o hacerlo para que sean
autómatas. En realidad, lo que deberíamos plantearnos es ¿queremos que
nuestras hijas e hijos aprendan y sean capaces de aprehender (atrapar
con sus propias manos) la realidad, o nos basta con que repitan, y
repitan, y repitan la "papilla" que les damos con cuchara?
8. Una cosa es jugar y otra es aprender
Desde
que una niña o niño entra en la escuela, empieza a asimilar que el
juego es un descanso, un entretenimiento, un paraíso concedido sólo a
quienes se portan "bien". Y por un ratito nada más, no te vayas a creer.
A pesar de que las aplicaciones de juegos para móviles son las más
vendidas, y que cada vez adquiere más prestancia la gamificación como
técnica para maximizar rendimientos empresariales, nuestra educación, y
la sociedad occidental en su conjunto, aún tiende a ver el juego como un
divertimento, una forma de pasar el rato. Algo que no es productivo. Y
esto tiene mucho que ver con nuestra incapacidad para apreciar todo eso
que no podemos observar directamente, ni medir, ni controlar. Con
nuestra ceguera a las emociones. Porque el juego, el juego libre,
está ligado indisolublemente al aprendizaje emocional y social:
aprender a relacionarnos, a resolver disputas y a cooperar; saber
escucharnos a nosotras mismas; descubrir dónde están nuestros límites y
cómo superarlos; averiguar, en definitiva, quiénes somos y qué deseamos.
¿Puede haber algo más importante que eso?
El juego libre es la
forma más importante en que aprenden las niñas y niños. Pero no puede
ser pautado, ni organizado, ni dirigido, porque su valor reside
precisamente en esa libertad que da alas al instinto de aprender. El
juego del que extraemos más beneficios es ese que jugamos por el mero
placer de jugar, sin otra meta, sin otra ambición más que estar
presentes en ese momento casi extático y que nos absorbe por completo.
Nuestra sociedad (y nuestra escuela) brindan pocas o ninguna oportunidad
para que los niños y niñas inventen sus propios juegos, alejados de la
mirada de un adulto, sin la presión de competir o de "aprender" de forma
sistematizada.
Además, la escuela gira en torno a la comunicación
verbal como si fuera la única forma en que los seres humanos nos
expresamos y aprendemos. Desde muy pequeños, a los niños y niñas los
atiborramos de explicaciones (a veces no pedidas) en lugar de
permitirles experimentar, y desentrañar los porqués y los cómos por sí
mismos. Los adultos pensamos en la música o la expresión corporal como
algo que entretiene y "distrae" (véase la LOMCE sin ir más lejos), sin
darnos cuenta de que ambas precedieron a la invención del lenguaje en la
Historia de la humanidad, y que en cada niña y niño la apreciación de
la música precede también a la necesidad y a la capacidad de expresarse
con palabras.
En último término, la música es la comunicación de una emoción, la forma más fundamental de comunicación, la que antes se produjo y se produce, filogenéticamente así como ontogénicamente.
(Iain McGilchrist)
El
hemisferio izquierdo entiende muy poco de música. De hecho, uno de los
trastornos que pueden surgir a raíz de una lesión en el lado derecho del
cerebro es la "amusia", la incapacidad para apreciar las tonalidades
musicales y de fluir emocionalmente con ellas.
9. Hay un momento para aprender... y es cuando lo dice el Currículum
En las escuelas, el aprendizaje está dirigido por los adultos, no por los niños y niñas. En las escuelas se considera que el aprendizaje ha de ser secuencial, que debe producirse siguiendo caminos establecidos: debes aprender A antes de aprender B.
(Peter Gray: "Aprender en libertad")
Cada
persona, todas las personas, aprendemos de forma espontánea cuando algo
nos sorprende y nos fascina. La curiosidad se dispara cuando nos
asombramos, abrimos los ojos y la mente de par en par, cuando ocurre
algo que se escapa de lo que esperábamos. Pero justo eso es de lo que
huye el hemisferio izquierdo, siempre anclado en lo previsible y
rutinario, en lo que ya conoce y que le ofrece seguridades y certezas.
El asombro (que ya Platón consideraba el origen de la Filosofía) es
demasiado "incontrolable" para el lado izquierdo del cerebro.
El
tiempo ha dejado de ser un recurso renovable para el sistema educativo y
se ha convertido en una espada de Damocles que acaba cayendo sobre
muchos de nuestros estudiantes: "más rápido" parece ser lo mismo que
"mejor", cuando sabemos que las prisas están reñidas, no sólo con la
calidad, sino con la creatividad, la calma y la reflexión que el
aprendizaje necesita.
La enseñanza se convierte en una tensión estresante de donde es muy difícil que florezca un auténtico saber. Porque éste solo brota de la reflexión pausada, del disfrute del tiempo y de la serenidad, de las muchas horas de debate, tareas y lecturas en solitario y compartidas.
(Juan Torres López)
Cada
día en la escuela de la educación tóxica se parece al anterior: las
mismas aulas, los mismos timbres, los mismos compañeros y compañeras,
los mismos profes, la misma luz (artificial), las mismas asignaturas
(obligatorias), las mismas sillas y mesas, los mismos libros de texto,
los mismos pasillos estrechos, los mismos patios de cemento, las mismas
ventanas con barrotes... Se diría que la curiosidad es irrelevante para
el sistema educativo; en realidad, más que irrelevante, es un estorbo,
algo que no podemos sacar súbitamente de un sombrero de copa cuando
suena el timbre, algo que no se puede prever y que cada persona
experimenta de manera diferente. Así pues, habiendo abolido la
curiosidad, el hemisferio izquierdo decreta que se debe pautar y
planificar el aprendizaje, someterlo a una austera dieta de datos y a
una estricta disciplina. Y qué mejor manera de hacerlo que enfajándonos
con el currículum, las asignaturas y los exámenes.
10. Lo que cuenta es la nota
El aprendizaje es un
proceso complejo, que involucra aspectos emocionales, cognitivos,
sociales e intelectuales. Es decir, un montón de cosas que no es posible
pasar por el escáner de la evaluación. Pero nuestro hemisferio
izquierdo tiene la mirada siempre puesta en el futuro, en el objetivo,
en la utilidad, así que inventa una forma de cuantificar y comparar lo
que somos capaces de aprender: la nota. Pensar que la nota equivale a lo
que una niña o niño sabe es como creer que leyendo estadísticas de
población alguien puede llegar a conocer el mundo.
En nuestro
sistema educativo las notas y la certificación son las dos patas de una
mesa que se tambalea, porque las titulaciones han dejado de garantizar
un empleo, y los expedientes brillantes tienen un coste emocional que no
podemos seguir soslayando. La escuela, como la sociedad postindustrial,
no está orientada a los procesos (que requieren tiempo y atención
individualizada) sino a los resultados (que se consideran mejores cuanto
más rápido se alcanzan), y justifica los medios al uso para alcanzar
ese fin: asistencia obligatoria, currículum, exámenes,
estandarización...
Muchos docentes se quejan de que cada vez han
de dedicar más tiempo a tareas burocráticas, a rendir cuentas de su
trabajo, que a la atención a sus alumnas y alumnos. Son las dos caras
del mismo sistema. Un sistema que, como Scrooge, el personaje de Cuento
de Navidad, pasa su vida contando monedas, ciego a lo que sucede en el
mundo que le rodea, a lo que sienten las demás personas, e incluso a sus
propias necesidades.
Cada vez más estamos sustituyendo en nuestra
vidas la pasión por la "capacitación", con resultados que están a la
vista: hacer que la educación gire en torno a la obtención de un título
basado en calificaciones está robando a los niños y jóvenes la ilusión
de aprender, y a los docentes, la motivación para enseñar.
Hoy he
vuelto a ver a mi hija jugando con las letras magnéticas. La he visto a
ella, tan menuda, pasando los dedos por encima de esas figuras de
colores, posando su mirada atenta en cada forma, canturreando mientras
une una letra a las demás en una cadena infinita... No me preguntéis qué
ha hecho, porque no lo sé. Sé cómo lo ha hecho: con delicadeza, con
paciencia, con ilusión.
Hoy, a su
lado, intentando ver ese juego como lo ven sus ojos, alejándome de las
expectativas y, sencillamente, acompañándola en su fascinación, me he
vuelto a preguntar... ¿Cómo podríamos hacer para inclinar la balanza un
poco hacia el lado derecho, para darle la vuelta a esta "escuela del
mundo al revés", que decía Galeano? ¿Qué sucedería si eligiéramos
conscientemente dar valor a la calma, a la calidad y la calidez, al
pensamiento y el consumo críticos, a lo que nos une en lugar de a lo que
nos separa? ¿Qué sucedería si, en lugar de hacerlos pasar por el aro,
observáramos y escucháramos más a las niñas y niños? ¿Cómo sería la
escuela que seríamos capaces de crear?
Notas:
1:
Todas las afirmaciones que se hacen en este artículo en relación con
los procesos cerebrales están tomadas de la mencionada obra de
McGilchrist (publicada en 2009), y basadas en estudios recientes en los
campos de la psiquiatría y la neurociencia. Independientemente de la
validez empírica de estas fuentes, considero que las asociaciones que
dichas investigaciones permiten establecer con el campo de la educación
tienen un gran valor metafórico y como acicate de la reflexión.
Seguir a Diana de Horna en Twitter:
www.twitter.com/noesunaescuela
HUFFINGTON POST, 23/12/2015
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