JEREMY COLLADO
Este post fue publicado originalmente en la edición francesa del 'HuffPost' y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano
El otro día estaba tomando algo con unos amigos en Marsella.
Estábamos en Docks, en un antiguo hangar para trabajadores del puerto
reconvertido en remanso de paz para burgueses bohemios o bobos.
Estábamos bebiendo una copa de vino en una de las tiendas -es algo
confuso, eso de entrar al local sin saber que es una "tienda-bar",
mientras que a nuestro lado otras personas comían mejillones con patatas
fritas. Después de un rato de conversación, me doy cuenta de la tripa
de una amiga que tengo enfrente. Ella me mira, yo miro a su pareja, me
mira, la miro (ya queda poco), me mira de nuevo, y digo: "¿Estás
embarazada?" - "¡Sí!". Es su segundo hijo. Tuvieron al primero hace tres
o cuatro años (ya no me acuerdo, hubo mucho vino de por medio y tampoco
nos conocemos tanto, que me perdonen). Ellos están visiblemente
felices, relajados, serenos. Bueno, casi.
Ahí, y en qué momento,
nos ponemos a hablar de nuestros hijos. Es un pecado muy frecuente entre
padres jóvenes, al igual que la foto del pequeño de fondo de pantalla
en el teléfono. Entonces, me cuentan cómo cada domingo se ven
confrontados a un dilema totalmente absurdo: están felices por volver al
trabajo y atónitos por que se haya pasado tan rápido, se arrepienten de
no haber sacado tiempo para ellos, ni para descansar, pero al mismo
tiempo están casi aliviados por que su hijo vuelva a la guardería. "En
mi opinión, es una reacción sana", digo para tranquilizarlos (y
redimirlos) pensando para mis adentros que me identifico con su postura.
Vale, no es muy políticamente correcta, pero ¿y qué?
Un despertador automático a las 7:30
Todo
empieza el viernes por la tarde. Como de costumbre, recogemos al niño o
la niña de la guardería, de la niñera, de la escuela o de casa de los
abuelos, dependiendo de los medios. Entonces volvemos a casa, como si
nada. Cena, juegos, tele, Ipad, lecturas.... Nos acostamos, como cada
noche, pero al día siguiente, mientras unas parejas tienen la suerte de
olvidar su despertador, los padres jóvenes tienen un despertador
automático, natural y ultraeficaz, que duerme en la habitación de al
lado. "Duerme" por decir algo hasta las 7:30, COMO MÁXIMO (en el caso de
mi hija). Así que la jornada puede comenzar, con todas sus alegrías.
Quienes
no tengan hijos no pueden entenderlo. Sólo tienen que ocuparse de sí
mismos. En el caso de los padres, en cambio, ese es un privilegio que se
les robó con el nacimiento de sus hijos. El programa debe estar
milimetrado, so pena de caos absoluto. Primero es el desayuno, del que
se puede ocupar la madre mientras el padre descansa o al revés. Después
un paseo por el parque, luego la comida, una siesta y... ya tenemos
ganas de que termine la jornada.
Ser padre (o madre, por supuesto, no nos enfademos) consiste en aceptar el cansancio.
Es aceptar dormirse en el cine, en el teatro, delante de un libro o
delante de la tele. Dormirse no sólo en una ópera de Rossini, sino
simplemente ante un taquillazo que podría estallarte los ojos y los
oídos. Ser padre consiste en aceptar el acortamiento de las noches, el
alargamiento de las jornadas, la falta de vacaciones... Y también
consiste en hacer una cruz en los fines de semana. En el siglo XXI, la
paternidad se ha convertido en un sacerdocio como cualquier otro, a la
altura de los miles de años de labor solitaria que han sufrido las
madres.
Lo maravilloso es que los niños están repletos de
imaginación. Yo sonrío cada vez que veo a mi hija dar media vuelta:
apenas ha terminado con un juguete cuando ya se ha dado la vuelta y ha
cogido otro, que vuelve a tirar para pasar a otra cosa. Es fascinante.
Como si al darse la vuelta hubiera olvidado todo, hasta la actividad que
estaba haciendo medio segundo antes. Así que quizá también olvidará que
a sus diez meses, yo rezaba por que acabara el fin de semana. Y por
volver tranquilamente al trabajo el lunes por la mañana...
Este post fue publicado originalmente en la edición francesa del 'HuffPost' y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano
HUFFINGTON POST, 3/12/2015
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