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¡Basta ya de 'nutripolleces'!

ANA DEL BARRIO
Lo confieso: mi hijo devora las galletas. Y cada vez que lo hace me recorre un escalofrío por el cuerpo y me siento como si se estuviese metiendo un chute de heroína.
Hubo un tiempo en que yo vivía feliz. Tranquila. Sin sentimiento de culpa. Es más: me jactaba de lo bien que lo estaba haciendo. Sí, mi pequeño comía galletas pero ni un solo bollicao ni una magdalena ni un triste croissant que llevarse a la boca, oigan.
Pero, desde que empezó la cruzada contra el azúcar, la ofensiva del clan del kale y la dictadura de lo healthy, vivo sin vivir en mí. La compra en el súper se eterniza durante horas porque tengo que mirar cada etiqueta con lupa y comparar azúcares, harinas refinadas, grasas saturadas, jarabes de glucosa y otros ingredientes de cuyo nombre no quiero acordarme.
¡Dios santo, con lo dichosa que estaba yo en la ignorancia! Por eso, cuando María Merino soltó en las redes sociales que su hijo no sabía lo que era una galleta y que era feliz desayunando garbanzos, implosioné.
Una descarga de envidia recorrió cada milímetro de mi cuerpo. ¿Cómo era posible que una madre hubiese logrado semejante proeza? Me sentí como una miserable pecadora y, desde ese día, no puedo evitar cargar con la losa de malamadre, aún más grande si cabe, sobre mis espaldas.
Los nutricionistas nos alertan ahora de que los niños españoles desayunan mal, muy mal. Resulta que el desayuno de toda la vida, o sea la leche con galletas, es una basura. Nos acusan de tomar soluciones rápidas y de caer en las garras de la industria alimentaria. Y, sí, tienen razón: dado que tenemos 15 minutos para salir de casa, no nos queda otra.
Para la mayoría de las madres y padres de este país, llegar a tiempo al colegio ya supone toda una heroicidad. Suele ser el momento más estresante del día: carreras, peleas, forcejeos, gritos, amenazas...
De verdad, ¿me están ustedes diciendo que a las 8 de la mañana, con toda la casa como un campo de batalla y al borde de la crisis de ansiedad, me tengo que poner a preparar un porridge de avena, leche, canela y crema de anarcardos o una macedonia de frutas de temporada con puré de fresas?
Por favor, apiádense de nosotras. Dennos una tregua. Las madres tenemos que librar una infinidad de batallas a lo largo del día con nuestros hijos: que se coman el plato, que mastiquen con la boca cerrada, que hagan los deberes, que no usen el móvil en exceso, que se laven los dientes... Y ya no podemos más. ¿Pretenden ahora que emprenda la guerra de las galletas cuando mi retoño lleva años ingiriendo esta droga sin que nadie me advirtiese de sus peligros?
Por suerte, ha llegado un salvador a mi vida y me he agarrado a él como a un clavo ardiendo: el chef cabreado. Se llama Anthony Warner y ha acuñado el término de nutripolleces para denunciar las mentiras y peligros de la industria saludable.
A saber: el azúcar no es un veneno ni una toxina ni una droga. Es más, en cantidades razonables puede ser parte de una dieta equilibrada. Así que, gracias a Dios, estoy a salvo: mi hijo no es un maldito yonqui (al menos, todavía).
Warner sostiene que las dietas detox han construido una industria de la nada y que, señores, sintiéndolo mucho, la col rizada no limpia los riñones. Y una tercera cosa: los superalimentos no existen. Así que dejen ya de dar la matraca con el kale, la chía o el aceite de coco.
Me encantaría poder preparar un desayuno digno de 1.000 likes en Instagram y atiborrar a mis hijos de zumos healthy, pero, señores nutricionistas, no me da la vida. Lo siento, en este tema, hace tiempo que he presentado mi dimisión de manera irrevocable

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