MARÍA FERNÁNDEZ / VIDAL MATÉ
“¿Aún se puede comer sobrasada y salchichón?” bromeaba esta semana el
empresario catalán Víctor Grifols. “Ya no sé qué nos queda por comer...
¿pan tostado?”. Las empresas relacionadas con el sector cárnico no se
tomaron de forma muy simpática el informe de la Organización Mundial de
la Salud (OMS) que el pasado lunes publicaba un metaanálisis (un estudio
sobre otros 800 informes) que alertaba sobre el consumo de carne. En
éste se asociaba una ingesta excesiva de carne roja y procesada con una
mayor incidencia de varios tipos de cáncer. De Pekín a Buenos Aires, la
ola de indignación recorrió los mataderos mundiales. “Es un informe
lamentable”, aseguraba el miércoles un portavoz de la compañía
Shuanghui, el mayor fabricante de porcino del mundo y accionista
indirecto de Campofrío. “El procesamiento de carne es parte de la
civilización y no debe destruirse poniéndole la etiqueta de
‘cancerígeno”, decía.
La Federación Europea de Asociaciones de Industrias de la Carne
tampoco disimulaba su irritación, rechazando de plano la clasificación
realizada por la Agencia Internacional para la Investigación sobre el
Cáncer, responsable del análisis adoptado por la OMS. En España, las
poderosas patronales cárnicas, que representan al cuarto sector
industrial del país —tras el automóvil, los combustibles y la energía
eléctrica—, se pusieron inmediatamente a la defensiva. “Es inadecuado
atribuir a un factor individual un mayor riesgo de cáncer. Es un tema
muy complejo que depende de una combinación de factores como la edad,
genética, dieta, medio ambiente y el estilo de vida”, matizaban los
productores. Las autoridades y numerosos médicos apelaron al sentido
común y el informe llegó a las portadas de los medios de comunicación,
con su consecuente efecto: en una encuesta realizada el miércoles por
Ipsos el 52% de los consultados mostraban su voluntad de reducir el
consumo de carnes rojas y procesadas. Un propósito que, más allá del
caso concreto, traslada cierta inquietud sobre si la industria cárnica
nacional camina en la buena dirección, incentivando la producción de
alimentos más sostenibles que se vean menos afectados en el futuro por
recomendaciones como la de la OMS.
Los productos de la carne, salchichas, bacon, hambuguesas y carnes
rojas procesadas con calor o humo sobre los que a OMS advierte de sus
posibles efectos afectan a las producciones de vacuno, porcino, ovino,
caprino, equino y conejos, que suponen el 21% de la Producción Final
Agraria española con un valor en origen de más de 9.000 millones de
euros. A esas producciones se debe añadir una parte reducida de la
producción avícola de carne cuya materia prima se incluye en productos
procesados.
Casi 81.000 empleos directos dependen directamente de cómo le vaya a
una industria cárnica española, formada por una red de 3.000 empresas.
El año pasado exportó 1,7 millones de toneladas por valor de 4.350
millones de euros. En los últimos 15 años los ganaderos han apostado
claramente por un tipo de carne: la de cerdo. De una producción en el
año 2000 de 2,9 millones de toneladas se ha pasado al récord de 3,57
millones el año pasado. Las cifras abruman: cada ejercicio se sacrifican
43 millones de cerdos, casi uno por habitante. Es una actividad que no
está subvencionada y constituye uno de los ejemplos más palpables de
cómo se organiza un sector para competir en los mercados comunitarios y
en terceros países, fundamentalmente en Asia. De puertas adentro esa
competición ha consistido en conseguir explotaciones más grandes: en los
últimos 30 años el número de granjas ha caído desde las más de 200.000 a
las actuales 86.552.
Dejando al margen las aves, la cría de ovejas, vacas y cabras está en
claro retroceso: se han perdido en producción más de 56.000 toneladas
de carne de vaca en los últimos 15 años; así como 121.000 toneladas de
ovino. La cría cabras ha caído a la mitad.
Alimentos elaborados
Esta transformación ha ido paralela a una apuesta por los alimentos
elaborados. Las empresas distribuyen hoy 1,3 millones de toneladas de
estos productos, 103.300 más que hace diez años, y las cifras, en
volumen, siguen creciendo. Sin embargo, como puntualiza Francisco
Sineiro, de la Universidad de Santiago de Compostela, “los procesados
equivalen a un 34,1% del valor de la producción, con unos 6.443 millones
en 2014. No han aumentado su peso relativo en los últimos años, de
hecho han tenido un ligero descenso, pues en el año 2000 equivalían al
36,3%”.
A Juan Boix, director general de la empresa Noel, las acusaciones de
la OMS le llegan en un momento delicado para la compañía: en primavera
van a inaugurar una fábrica, en la que han invertido 30 millones de
euros, para chorizos y fuets. Son carnes procesadas, precisamente las
que más ataca el informe. Lo que más molesta a los empresarios, como en
el caso de Boix, es que el estudio no discrimina entre productos,
calidades o niveles de grasa. “La industria española ha invertido mucho
en ganar seguridad e innovar. Y no hablo de innovar en marcas o
paquetes, sino en productos, cada vez de mayor calidad y más
saludables”.
En la elaboración de sus embutidos, explica, hay controles que van
midiendo la grasa y el magro de las mezclas para asegurarse que es la
adecuada. Boix ha sido uno de los pocos empresarios en hablar
públicamente sobre el tema. Responsables de Campofrío o El Pozo
declinaron hacer declaraciones remitiéndose a la Asociación Nacional de
Industrias de la Carne (Anice), aunque El Pozo matizó que la alerta
mundial no ha variado sus planes de producción para los próximos meses.
Que el porcino nacional manda también se nota en el resto del mundo.
Según Anice, la actividad genera el 3,4% de la producción mundial.
España se ha colocado en los últimos años por detrás de China, (que cría
a la mitad de los cerdos que se consumen en el mundo), EE UU y
Alemania. Cerca del 60% de la carne de cerdo se destina a consumo
directo y un 40% termina en productos transformados. Frente a ese
modelo, los 2,1 millones de vacas y los 9,9 millones de ovejas que cada
año se sacrifican en España acaban, en más del 90% de los casos, en el
plato de los consumidores sin ningún tipo de procesado previo.
Por mucho que la industria se haya alarmado, la recomendación de la
OMS no ha afectado a los precios en las principales lonjas de ganado de
Lleida y Binéfar (Huesca). “No sé si las noticias que difunden los
medios de comunicación se hacen con conocimiento, pero pueden generar
mucho daño al sector. No solo al porcino, sino a todo el sector”,
reflexiona Pedro Matarranz, un pequeño criador de cerdos de Cantimpalos
(Segovia). Contesta al otro lado del teléfono desde Italia, donde estos
días se reúne con distribuidores. Pronto deja de hablar de la
recomendación sanitaria. “Uno de los grandes problemas que tenemos ahora
mismo es el precio. Hay un exceso de producción, se paga un euro el
kilo de porcino, eso es insostenible”, asegura, aunque otras fuentes del
sector señalan que incluso a ese precio las explotaciones obtienen
rentabilidad.
¿Es sostenible una producción cada vez mayor de un producto que
aporta tantas calorías a la dieta? Luis Solís, profesor de Operaciones
en el IE Business School, cree que las empresas pueden llegar a ignorar
riesgos relacionados con los hábitos de sus clientes. Hace diez años
desarrolló el modelo de las 4H, que relaciona las tendencias que más
pesan en las decisiones de los consumidores para identificar
oportunidades o alertar de peligros. “El modelo relaciona las dos
primeras H (Healthines y Happiness) con los procesos primarios de toma
de decisiones. Las empresas están dominadas fundamentalmente por medidas
que se adoptan con la cabeza (head). Son racionales, analíticas, y
utilizan modelos cuantitativos. Sin embargo hay algunas compañías y
sectores donde la toma de decisiones no se hace con la cabeza sino con
el corazón (heart) donde las emociones, intuiciones, sensaciones juegan
un papel fundamental”. Con su modelo sugiere que hace falta balancear
mejor el proceso de toma de decisiones en el sector cárnico ante un
escenario donde tendencias como la salud y la felicidad determinen
nuevas oportunidades y peligros. “El coste de la obesidad es muy alto
para los Estados. En EE UU los problemas asociados a ella supusieron un
gasto en 2012 de 170.000 millones de dólares y se espera que en 2018
sean 600.000 millones si las tendencias no cambian. Las empresas tendrán
que buscar medios para que los alimentos contengan menos grasas, sean
más naturales, con menos aditivos y conservantes, como por ejemplo a
través de una distribución más rápida. No tendrán más remedio que
actuar”. Y no solo en lo referente a la composición de sus productos,
sino también para garantizar una agricultura sostenible reduciendo el
impacto medioambiental de la cría de animales.
Otra de las tendencias evidentes está en el modo en que los
ciudadanos acceden a los productos cárnicos. Los supermercados de más de
1.000 metros cuadrados acaparan la venta de casi el 40% de los
elaborados. La distribución organizada ha ido copando cuota con formatos
nuevos (como los loncheados o las porciones), y también gana peso en
los clásicos, como los jamones curados, lomo embuchado o fuets y
salamis.
Más demanda
Estos fenómenos han eclosionado en el mercado de España y fuera del
país. “La demanda de carne ha nivel global está creciendo”, analiza Luis
Solís. “La población en China consume mucho cerdo, y aunque es el
primer productor mundial necesita abastecerse en otros mercados”. Esa ha
sido una gran puerta de entrada de los productos españoles, sobre todo
para partes del cerdo poco o nada apreciadas aquí, como el estómago o
los intestinos. El país asiático fue el sexto receptor de las ventas
españolas en 2014 y en lo que va de 2015 ha escalado dos puestos. “No
hay que perder de vista otros mercados. Las empresas españolas atienden a
otros agentes, como la industria del calzado en Latinoamérica, que
compra pieles”, añade Solis.
Otro de los debates de esta semana ha girado sobre los controles de
calidad que se aplican sobre los productos procesados y la carne en
general. En ese aspecto la industria respira tranquila. Más del 80% de
las exportaciones españolas se comercializan en el resto de los países
comunitarios. En consecuencia, la normativa aplicada es común para todos
los Estados y no hay razones para que se produzcan cambios en las
corrientes de ventas. Para las exportaciones a terceros países tampoco
deberían existir problemas si se tiene en cuenta que las disposiciones
comunitarias en materia de seguridad alimentaria sobre el uso de
hormonas o la trazabilidad son mucho más rigurosas que las existentes en
grandes países consumidores, como Estados Unidos.
La industria española tampoco ve necesario proceder a cambios
radicales en los procesos de fabricación de los productos de la carne,
diga lo que diga la OMS. No obstante fuentes de las empresas señalan que
a nadie se le escapa que son necesarias modificaciones en los procesos
de formulación o en las técnicas de elaboración para mejorar la
composición nutricional de los alimentos y evitar riesgos.
En esa línea, en casi todos los países miembros de la Unión Europea
se llevan a cabo iniciativas por parte de las industrias y de los
centros tecnológicos y de investigación para reducir las cantidades de
sal y de grasas en los productos de la carne. Entre otros ejemplos
destaca el proyecto Phytoma, por el que se investigan alternativas para
la reducción de aditivos. La Agencia Española de Consumo (Aecosan) ha
impulsado otras iniciativas para reducir un 10% la grasa y un 5% la sal
en la elaboración y venta de productos cárnicos y charcutería. ¿Son
suficientes estas medidas? Kurt Straif, coordinador del estudio de la
OMS, decía lo siguiente una entrevista publicada por este periódico:
“Nuestra fortaleza reside en que los mejores científicos, sin conflictos
de intereses han analizado todas las pruebas y han llegado a la mejor
conclusión. El objetivo de la industria es que las ventas no dejen de
crecer”. Al final, los consumidores son los que van a tener la última
palabra.
EL PAÍS, Domingo 1 de noviembre de 2015
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