Enfrentarse a lo incierto nos abre nuevas posibilidades quizá mejores
que las que pensábamos encontrar. Por el contrario, aferrarse siempre a
lo seguro puede ser un serio defecto.
Algunas veces, cuando mi hijo y sus amigos se van de farra por los bares de Estocolmo,
donde vive actualmente, practica un curioso juego. La diversión
consiste en ir haciendo turnos para acercarse a la chica que a cada uno
de ellos más le gusta, y si son rechazados, regresan a la mesa a
celebrar el intento realizado. “Vamos por el no”, se llama el ejercicio.
Obviamente también celebran el éxito si alguno de ellos consigue ligar.
Lo que el juego tiene de interesante es que está concebido de manera
que lo que para muchos jóvenes es un riesgo al que temen (el del
rechazo) también puede convertirse en un triunfo (el del no) compartido
entre amigos. Un resultado meritorio y digno basado en el valor de
afrontar ese temor. Una práctica socialmente aceptable y divertida. En
el camino, mi hijo y sus amigos desarrollan habilidades, ganan confianza
en sí mismos y fortalecen su resistencia al fracaso. No es poca cosa.
Esta práctica tiene que ver con nuestra disposición a asumir riesgos, un
asunto que ha sido investigado por múltiples disciplinas. Son objetos
de estudio, por ejemplo, los emprendedores o los que practican deportes
extremos. La cuestión es la siguiente: ¿afrontar sin miedo la
incertidumbre es algo innato o se adquiere con los años? Los que lo
consideran un factor genético hablan del “gen del tomador de riesgo”.
Pero quienes sostienen que se puede (al menos en algún grado) aprender
con el tiempo, muestran investigaciones donde, por ejemplo, los niños
formados en hogares con padres más educados tienen una mayor propensión a
adaptarse al azar que los que no.
Al haber adquirido desde pequeños una mayor capacidad para evaluar
correctamente las consecuencias de cualquier decisión, ven incrementada
la seguridad en sí mismos. En lo que sí hay consenso es en que
generalmente los hombres adoptan mejor el riesgo que las mujeres, pero
esa disposición tiende a disminuir en ambos géneros cuando envejecemos.
Lo que está claro es que merece la pena esforzarse para enfrentarse a
determinadas decisiones.
Hay que intentar salir de nuestras zonas de confort, explorar más
sistemática y frecuentemente nuestros propios límites. Mucha gente no se
arriesga ni a probar un plato nuevo en el menú de un restaurante o a
empezar una conversación con un desconocido que por alguna razón le haya
llamado la atención. ¿Cuántas veces no ha abandonado usted un lugar
arrepintiéndose de no haber intercambiado unas palabras con alguien que
estaba allí presente simplemente porque no se atrevió a acercarse a él o
a ella? La activista por los derechos humanos Eleanor Roosevelt
aconsejaba que cada día deberíamos atrevernos a hacer algo que nos
produzca miedo.
Interesante y atrevida propuesta, ¿no? Aunque no lleguemos a ese
extremo, un buen comienzo sería hacer una lista con esas inseguridades e
intentar enfrentarse a ellas. Se podría llamar “mi lista de retos, o de
atrevimientos, o de temores”. Otro ejercicio puede consistir en
entablar una conversación familiar o entre amigos durante una cena en la
que cada uno de los comensales –empezando por usted– revela tres de los
miedos que le gustaría superar y cómo ha pensado hacerlo. Quizá se le
haya pasado por la cabeza emprender una nueva actividad, pedir un
ascenso en su empresa, romper una relación que le hace daño o que no
quiere mantener más, negarse a seguir siendo tan complaciente con los
demás, mudarse a otro lugar… Aunque cada uno de sus invitados exponga
diferentes cuestiones y modos de llevarlas a cabo, de esa práctica
podría hasta derivar un compromiso compartido para afrontar ciertas
cosas. Como hicieron mi hijo y sus amigos con el juego “Vamos por el
no”.
El sondeo de opinión Gallup reveló en una encuesta realizada en
un múltiple número de países que el 61% de los españoles (el porcentaje
más alto) está “dispuesto a asumir cualquier riesgo para lograr lo que
quiere”. Cuando vi ese resultado pensé que le hacían justicia a todos
los que acompañaron a Cristóbal Colón en aquel gran acontecimiento del
siglo XV, y quienes para mí son –junto al propio descubridor– uno de los
mejores ejemplos de valentía que ha conocido la humanidad. Aquellos
hombres se adentraron en unos mares inexplorados y no encontraron
exactamente lo que andaban buscando, sino algo más grande: un nuevo
mundo. Este acontecimiento es toda una lección sobre las virtudes de
afrontar el peligro de lo desconocido. Aunque no obtengamos lo que
inicialmente buscábamos, podemos conseguir otros beneficios que pueden
ser hasta mayores que los originalmente se persiguen. Como dice un
personaje de esa bella película india La lonchera: “Algunas veces el tren equivocado te lleva a la estación correcta”. El fundador de Facebook, Mark Zuckerberg,
ha dicho que si hay algo peligroso en esta vida, eso es no asumir
ningún riesgo. Efectivamente, subestimamos los costes que implica no
aventurarnos a nada. La búsqueda de la máxima seguridad y cautela,
llevada al extremo, puede dejar de ser una virtud y convertirse en un
serio defecto.
GERVER TORRES
Investigador especializado en Latinoamerica. Trabaja en la empresa de
consultoría Gallup y colabora con diversos medios de comunicación.
EL PAÍS, Domingo 15 de enero de 2017
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