ADAIA TERUEL
Si tienes hijos, la has cagado.
Y de qué manera.
Y de qué manera.
"Es una experiencia maravillosa. Lo mejor que me ha pasado en la vida".
Eso
dicen las hijas de su madre a las que les sale un niño del tipo "duermo
la noche entera, me lo como todo, obedezco, apenas me muevo y te hago
quedar bien cuando salimos al restaurante". Como podéis deducir, este no
es mi caso. Y eso que mi madre siempre me suelta el mismo rollo:
"No sé de qué te quejas. Tus hijos son buenos... pero es que son eso, críos".
Pues
ahí está el problema, que son niños, y yo, una eterna aspirante a mujer
adulta. Me falta paciencia, energía y manga ancha. Me sobran los
llantos, las vomitonas y los pañales. ¡Qué harta estoy de cambiar
mierda!
Hace
unas semanas soñaba con el día en que La Peque dejara de utilizarlos.
Olvidarme de comprarlos, cargarlos a todas partes y, sobre todo, dejar
de oler esas malditas toallitas húmedas. ¿Por qué será que a los niños
les gustan tanto? ¿Es que les ponen algún tipo de sustancia adictiva?
Soñaba con la llegada de ese fantástico día en que solo tuviéramos que
acompañarla al baño. Como si la experiencia del primero no me hubiera
enseñado nada.
Pero tengo mala memoria y no logro recordar.
¿Serán los canutos que me fumé cuando estudiaba o que, de haber guardado
la información en el disco duro de mi cabeza, no habría tenido un
segundo hijo? Sea como sea, el día llegó. La profesora de la guardería
me dijo que había que sacárselo, que los demás niños ya no lo llevaban y
que La Peque estaba de sobra preparada. Tiene autonomía, comprensión
del lenguaje, capacidad de llevar a cabo pequeñas tareas... Y yo, que
soy insegura e influenciable por naturaleza, le hice caso.
Una
semana. Ese es el tiempo que mi hija estuvo meándose y cagándose encima;
a todas horas y en todos los lugares imaginables. Una y otra vez. Eso
sí, en casa o en la calle. Porque durante las ocho horas que pasaba en
la guarde no se le escapaba ni una vez. "Es que la llevamos al
baño cada medía hora", me contestaba la profesora cuando le explicaba lo
que nos sucedía. Como si yo fuera retardada o vaga, o las dos cosas a
la vez.
Siete días tardó mi hija en pronunciar las palabras
mágicas. "Tengo pipí". Cuando lo oí por primera vez, casi se me saltan
las lágrimas. "Lo hemos conseguido", me dijo el Kalvo. Adiós pañales. Y
la verdad es que los tres primeros días todo fue bien. Tengo pipí,
decía, y yo corría a llevarla al baño más cercano.
El problema es
cuando la niña, de sopetón, te suelta "tengo caca" y no hay ningún
servicio cerca. Esto es lo que me pasó: habíamos ido a recoger a su
hermano mayor al cole (entiéndase, un lugar que dispone de unos lavabos
como dios manda, limpios y con existencias de papel de váter). Pero en
el cole la niña no dijo ni mu. Fue cuando nos encontrábamos junto al
coche -que aparco en el quinto pino porque no tengo más remedio- cuando
me lo soltó. "¿Qué hago?", pensé. "Si regresamos a la escuela no llega,
se lo hace encima. Fijo". Así que opté por servirme de la naturaleza.
Mi
coche estaba estacionado en un callejón sin salida, justo al lado de un
árbol. Así que la cogí, la puse en cuclillas y, en menos que nada, me
plantó un pino. Un problema solucionado. Ahora tocaba resolver el
siguiente. No podía dejar aquello en el suelo como si nada, y menos
delante de mis hijos. Siempre les digo que deben tirar los papeles en la
basura. Hay que predicar con el ejemplo. Así que me tapé la nariz, cogí
un pañuelo y lo recogí como pude. Ya lo tenía, lo notaba calentito
entre mis dedos. Miré a la derecha, a la izquierda... nada. No había
ninguna papelera a la vista. Solución: lo guardé en la guantera del
coche.
Después subí a los peques, los até en sus sillitas y
conduje con la esperanza de encontrar alguna basura por el camino donde
poder deshacerme del regalito. Pero esto es Tánger, no Barcelona. Las
papeleras en las calles son tan escasas como los escotes en verano.
Seguí conduciendo. Los niños se quejaban: "Mamá, sube las ventanas,
tenemos frío". Hay que joderse. Pero es que no podía... El olor que
desprendía era tan intenso que me era imposible respirar. Porque, aunque
mi madre diga que las cacas de los niños no huelen y que a una madre no
le dan asco las heces de su hijo, yo discrepo. La mierda es mierda,
aquí, y en Sebastopol.
Por suerte, justo antes de meter el coche
en el parking, encontré un contenedor y allí nos despedimos del polizón.
Adiós. Hasta nunca.
¿Por
qué nadie habla de eso? ¿Por qué los padres sólo se dedican a contar
las maravillas de sus retoños? La primera palabra, el primer diente, los
primeros pasos... ¿Acaso intuyen que, de revelar la verdad, acabarían
con la especie humana?
Al igual que se dan clases de preparto,
deberían ser obligatorias las clases de crianza. Necesitamos madres de
verdad, aquellas que duermen poco, van siempre despeinadas, no leen un
libro desde que se publicó el último recopilatorio de Mafalda y se la
chupan a su marido una vez al mes, si es que el marido tiene suerte.
Necesitamos que mujeres como ellas tomen el mando y cuenten su
experiencia al mundo. Y que lo hagan de manera sincera. Sin adornos ni
metáforas. Llamando "mierda" a la mierda, y no caquita ni popó.
Es
algo que me dicen muchas madres primerizas. "Nadie me había advertido
de que esto iba a ser así". ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé lo que algunas
me cuentan, porque una despotrica que da gusto y saben que conmigo sus
conciencias estarán tranquilas. Pueden sincerarse sin temer a que las
juzguen, sin miedo a sentirse malas madres. Hay alguien peor que ellas.
Mucho peor. Soy yo.
Mi marido anda como un pollo sin cabeza. Desde
que nacieron las gemelas, hemos adelgazado, no tenemos vida social,
todo gira alrededor de las niñas. Es agotador. ¿Y sabes lo que más me
fastidia? Que cuando vamos de paseo y nos encontramos a alguien que nos
pregunta cómo va, él siempre responde: "Bien. Muy bien. Estamos
encantados". Y una mierda, pienso yo. Dile que no dormimos, que estamos
agotados, que no salimos. No porque seamos raros, sino porque ya no
tenemos fuerzas para nada. Diles la verdad.
Otras cosas que me han dicho:
- "Mi parto fue un desastre. Tardé mucho en recuperarme del trauma. No fue como en las películas. No me emocioné ni lloré. Me dieron a mi hijo y yo no sentía nada".
- "Era yo la que quería tener hijos, él podía esperar, pero cuando nació nuestra primera hija, tuvimos una crisis muy fuerte. Estuvimos un año fatal. A punto estuvimos de divorciarnos".
- "Suerte que vivo en un bajo porque a veces tengo ganas de tirarme por la ventana".
Los
niños vienen con un pan bajo el brazo, que dice el refrán. Sí. Y un
montón de cosas más. Depresiones posparto, crisis existenciales,
separaciones, manías, miedos, inseguridades... Por no hablar del
cansancio crónico, la falta de sueño permanente, los zapatos de tacón
que ya no te compras, el maquillaje que has dejado de usar y las copas
que añoras tomar. Y que conste que no puedo quejarme, soy de esas
mujeres afortunadas. Tuve un buen embarazo, un parto maravilloso y, a mi
lado, un hombre involucrado.
"Tú has tenido suerte con tu
marido", me dijo el otro día una amiga periodista que acaba de ser madre
y está de baja maternal. "El mío sale por la mañana y yo me quedo en
casa todo el día. Tengo que hacer la comida, ocuparme del niño, limpiar
la casa, salir a comprar... A veces no tengo tiempo ni de ducharme. Lo
peor es que, cuando él llega, tampoco hace nada. Cuatro carantoñas al
niño, y a sus cosas. ¡No puedo más!". Yo la abracé mientras ella
sollozaba, y la consolé como se supone que han de hacer las amigas,
aunque por dentro pensaba: "Pues cuando te reincorpores al trabajo, ya
verás". Pero soy cobarde y no dije nada.
Sí. El Kalvo es un
padrazo. Cuando está en casa, se ocupa de los niños igual que lo hago
yo. Pertenece a esa nueva generación de padres involucrados. En casa,
nos repartimos las tareas equitativamente. A decir verdad, él es más
paciente, más equilibrado y más sensato. El Kalvo es mucho mejor padre
que yo madre. El problema es que el pater familias pasa poco
tiempo en casa. Tiene un trabajo que le lleva de viaje por estos mundos
de dios continuamente. En definitiva: que, en la práctica, es como si
menda lerenda fuera madre solera.
Otra
amiga me cuenta que su marido sale por la mañana a trabajar, que por la
tarde se va al gimnasio y que los viernes por la noche le toca
cervecita con los amigos. "Me parece bien. Eso lo deberíamos hacer
todos", le digo. "Ese es el problema", me contesta, "que yo no lo hago.
Tengo que levantarme por las mañanas y dejarlo todo listo para cuando
regrese tarde del trabajo. Tengo a mis padres esclavizados porque, si
ellos no me ayudaran, debería dejar de trabajar, y eso no puedo
permitírmelo. Hace tiempo que no quedo con una amiga si no es para ir al
parque con los críos, y de ir al gimnasio... ya ni te hablo. El sábado
por la mañana, él se levanta y tiene ganas de tema, pero yo sólo pienso
en descansar. Y claro, nos enfadamos".
El tema del sexo cuando se
tienen hijos da para tanto que merece una entrada a parte. Quizá otro
día. Seguimos. ¿Dónde estábamos?
Sucede siempre. Cuando alguien de
la familia o uno de mis amigos viene a visitarme a Tánger, sale el
tema. El rol de la mujer. El machismo de la sociedad. Porque, en
Marruecos, el papel de ellas está claro. La mujer es importante en tanto
que esposa y madre. Ahí reside su valor. De una chica soltera, dicen:
"Algo tendrá que no la quieren". Y si ya tiene marido pero no consigue
quedarse embarazada, peor; puede incluso llegar a ser repudiada. "Yo
estoy a favor de que la mujer estudie y se desarrolle", me dijo un día
mi profesor de árabe, "pero cuando vienen los niños, es mejor que deje
de trabajar y se quede en casa. ¿Quién se ocupará de ellos si no?" Esta
es la realidad del país alauita. Y la de Occidente.
¿Qué pasa en
Occidente? Al nacer nos enseñan que somos iguales. Que los hombres y las
mujeres estamos capacitados para realizar las mismas tareas. Que no
existe la discriminación por cuestión de sexo. Tú naces, creces y te
desarrollas en una familia que te educa -si tienes suerte- para que
creas que puedes llegar a ser lo que te propongas. Sólo hace falta que
te lo curres. Yo estudié una carrera, conseguí un empleo de lo mío, me
independicé, cambié a un trabajo mejor, me mudé a un piso más grande...
Cumplía todos los requisitos de la mujer realizada, libre y autónoma.
Independiente. Hasta que la idea de ser madre empezó a martillearme la
cabeza.
Porque eso de que hombres y mujeres somos iguales sólo es
cierto mientras la mujer es eso, mujer. Porque cuando se convierte en
madre, en la mayoría de los casos suceden dos cosas: una opción es la de
hacer un trato con el diablo y convertirte en una superwoman,
lo que significa que sigues trabajando fuera de casa pero ahora, además,
debes encargarte de los hijos y la intendencia familiar, por lo que
deberás renunciar a tu tiempo libre. Como dice una amiga sevillana:
"Aquí las mujeres tienen la presión de los hijos y la casa, pero allí
tenemos la presión de estar buenas y ser mujeres emancipadas. Con
trabajo, sin barriga y listas para salir a cenar en cualquier momento".
Si lo de ser una superwoman
no va contigo, siempre te queda la opción de ser un ama de casa. Con
estudios, con idiomas, eso sí, pero ama de casa al fin y al cabo. Aquí,
en el extranjero, hay muchas. Mujeres que renuncian a sus puestos de
trabajo, no por gusto, sino para seguir a sus maridos, para apoyarles en
sus carreras porque... Ah, ¿no lo había dicho? Los sueldos de ellas y
ellos no están equiparados, igual que las profesiones. ¿Por qué la
mayoría de los médicos siguen siendo hombres y las enfermeras, mujeres?
¿Por qué los directivos son hombres y las secretarias, mujeres? Y así
hasta el infinito, y sólo con algunas excepciones.
Luego está el
tema de los padres. Porque, para cuando los hijos se han hecho mayores y
ya no te necesitan, los padres se han convertido en viejos y hay que
cuidarles. Devolverles lo que han hecho por uno. Y me parece bien, que
conste. Pero cuando esto sucede en una familia donde hay dos hermanos y
uno es hombre y la otra una mujer, se da por supuesto que son ellas las
que deben encargarse del asunto. Las estadísticas son claras al
respecto. La mayoría de las cuidadoras son mujeres. ¿Por qué? Pues por
lo mismo de siempre... Y vuelta a empezar.
La
gente se ríe y no me toma en serio cuando digo que en mi próxima vida
quiero ser hombre. ¿Que tengo que afeitarme? Ok. ¿Que me saldrá barriga
cervecera? No hay problema. ¿Que sufriré de alopecia? Vale. ¿Que a los
40 me entrará la pitopausia? Hay cosas peores. Pero yo, a las ocho de la
mañana, saldré de casa y, para cuando regrese, ya estarán duchados y
cenados. Jugaré un ratito con ellos y les contaré un cuento antes de
desearles las buenas noches. Me libraré de los soporíferos espectáculos
de Navidad y de encargarme de los puñeteros disfraces de carnaval. No
tendré que ir al parque ni organizar meriendas en casa. No seré yo quien
les ayude con los deberes ni quien hable con los profesores. Me
limitaré a comer lo que hay en la mesa sin rechistar y, si por la noche
mi mujer no me la quiere chupar, me haré una paja o tendré una cana al
aire sin que ella se entere.
No me arrepiento de haber sido madre.
Quiero a mis hijos y, de volver atrás en el tiempo, escogería tenerlos
de nuevo, pero reconozco que no es fácil. A decir verdad, es
dificilísimo. A veces me derrumbo. Pierdo los nervios. Me cabreo. Con
ellos, conmigo y con el puñetero sistema. Y les grito. Y luego me siento
fatal. Y entonces lloro. No por mí, por ellos. Por no ser la clase de
madre que se merecen. La paciente, la cariñosa, la que hace tartas para
sus amigos y siempre está de buen humor. Pero es que no puedo evitarlo.
Pienso en quién era y en lo que hacía antes de que ellos nacieran y
entonces me miro en el espejo y ya no sé ni quién soy.
"Tienes un
pelo blanco", me dijo ayer mi hija. A mis 38 años recién cumplidos, ser
madre es lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida.
Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora.
HUFFINGTON POST, Martes 13 de septiembre de 2016
Comentarios
Publicar un comentario