ANA DEL BARRIO
Todavía tengo grabada la imagen como si fuese ayer. Acabas de dar a luz, necesitas estar en la intimidad con tu bebé y cuando llegas a la habitación... ¡Sorpresa! Aquello parece el camarote de los hermanos Marx
Da igual que les digas por activa y por pasiva que no vengan, que no hace falta, que ya si eso mañana, que necesitas descansar... Familia, amigos, primos, allegados y parientes lejanos se agolpan en tu habitación cual manada de antílopes para contemplar a su preciada presa: el bebé.
Tú estás allí agotada intentando en vano que la criatura se enganche a la teta, mientras a tu alrededor las cosas se suceden por este orden: tu suegra vuelve a repetir por octava vez que la niña es clavadita a su hijo, tu madre frunce de nuevo el ceño y dice que la nariz es igual que la tuya, tu cuñado te da el enésimo consejo del día, tu tía -ésa a la que no has visto en años- te riñe por coger al bebé en brazos y te espeta el temido: "¡Lo vas a malcriar!".
Justo en ese momento, aparecen tus amigos de la facultad y, gracias a Dios, alguien decide salir de la sala porque estás a punto de morir sepultada bajo la vigésimo novena recomendación de la jornada y el calor asfixiante provocado por la muchedumbre.
Si piensas que al llegar a tu hogar la cosa va a mejorar, te equivocas. Las visitas no dan tregua. El trajín es continuo y, para tu desesperación, el timbre no para de sonar. No hay piedad para los padres primerizos. La gente se planta en tu casa a las horas más intempestivas y les parece correcto aparecer a las tres de la tarde. Por muchas miradas fulminantes que eches y por variadas indirectas que sueltes a diestro y siniestro, ellos harán oídos sordos a tu lenguaje corporal y seguirán dándole a la aceituna.
La parentela se desvive por conocer al recién nacido cuanto antes. No se dan cuenta de que, durante ese primer mes, tu existencia es un tío vivo en el que vives de noche, duermes de día, estás sometida al ritmo del bebé, tu zona genital es un volcán en erupción, apenas tienes tiempo de ducharte y lo último que te apetece es mentir como una bellaca y fingir lo fenomenal que te encuentras.
En realidad, lo que tienes ganas de decir es lo siguiente: "Pues mira, estoy hecha una braga. No duermo desde hace un mes y voy zombi por la casa. El bebé me chupa y absorbe toda la energía y ya no soy persona. No te puedo ofrecer ni una mísera coca-cola ni una cerveza y estoy deseando que salgas por esa puerta".
El caso es que les entiendo perfectamente porque yo también fui una de esas pesadas visitantes. Recuerdo aquel domingo a las cuatro de la tarde cuando me planté con mi marido y mi suegra a ver a mi primer sobrino. Ni se nos ocurrió pedir cita previa y allí nos plantificamos por sorpresa cargados de regalos y con toda nuestra ilusión. Al vernos, mi cuñado ni siquiera disimuló su cabreo y nos recibió con cajas destempladas. Nos echó una gran bronca porque le habíamos despertado de la siesta. Su mujer ni se molestó en salir a saludarnos y, si nos descuidamos, ni vemos al niño. En aquel momento, me parecieron unos maleducados, pero, con el tiempo, les entendí.
Desde que tengo hijos, evito las visitas durante los tres primeros meses. De hecho, deberían estar prohibidas por ley. El bebé necesita calma y no estar rodando como una peonza de mano en mano. ¡Por favor, tened clemencia!
EL MUNDO/EL BLOG DE UNA MADRE DESESPERADA, Martes 29 de mayo de 2018
Imagen: Fotograma Mira lo que has hecho (Serie TV)
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