CARLOTA FOMINAYA
Con su lúcido libro «La sociedad gaseosa», este apasionado profesor de Música viene a advertirnos de lo dañino de lo efímero, lo rápido, lo superficial. De la deriva que todas las esferas de nuestra vida están tomando en ese sentido y, en especial, la referida a la educación de nuestros hijos. En realidad, el libro, según el autor, tendría varios objetivos, y el primero de ellos sería, sin ninguna duda, fomentar la reflexión. Es un libro que invita a pensar. Y también un canto a la belleza del conocimiento.
—Hoy se multiplican los expertos que ofrecen su visión innovadora de la educación, en la que se detecta una permanente búsqueda de la felicidad del alumno. ¿Es tan importante la conexión aprendizaje-felicidad?
—A veces, quienes defendemos la cultura, el conocimiento, el esfuerzo y la exigencia, hemos dejado que determinados gurús y supuestos expertos se apropien de conceptos tan importantes como son la emoción o la belleza, que son inherentes al conocimiento. Y les hemos permitido que vinculen el saber con el sufrimiento, la frialdad o el aburrimiento, cuando no hay nada más apasionante que aprender. La emoción no puede desligarse del conocimiento. Y a través del conocimiento y de la emoción que provoca, puede uno apreciar lo que es bello. Es difícil disfrutar con profundidad de algo hermoso sin tener un cierto conocimiento. Por eso discuto ese empeño por hacer alumnos e hijos «felices». ¿Quién no quiere que sus hijos lo sean? Pero un instituto no es un centro terapéutico, ni de ocio, ni de auto-ayuda. Es el lugar en el que se transmite conocimiento y cultura. ¡Y el conocimiento y la cultura no te hacen desgraciado! No debemos admitir que la escuela se convierta en otra cosa. No podemos ceder ante la vorágine anti-intelectual y fomentadora de la mediocridad imperante. Tenemos que seguir defendiendo aquello en lo que creemos, aunque las convicciones te procuren enemigos.
Lo sorprendente es que estas figuras de la «educación-espectáculo», pocas veces son docentes. Sin embargo, elaboran teorías peregrinas para que otros las apliquemos en clase. Mire: enseñe usted, y de su práctica docente extraiga buenas lecciones. Entonces podrá compartirlas y tendremos en cuenta sus consejos porque siempre es bueno escuchar a colegas y contrastar experiencias.
—En la actualidad, se da también una situación muy paradójica: Parece que la sociedad desconfía de los profesores, pero a la vez delegan por completo en la escuela, esperando que le devuelvan a su hijo educado y con valores.
—Hay una desconfianza generalizada entre todas las partes que intervienen en este proceso tan amplio que se llama educación. Los padres desconfían en los profesores, la sociedad desconfía de los profesores, los profesores desconfían de los padres, los políticos y los profesores desconfiamos los unos de los otros… Pero si no nos ocupamos cada uno de nuestra parcela, si no somos capaces de confiar en que el otro va a hacer bien la suya, al final esto acaba siendo un batiburrillo un poco histérico en el que los que salen perdiendo son los chavales.
Vuelvo a las convicciones: sin esfuerzo no se aprende; esforzarse no es sufrir; hay que conservar lo que es valioso e innovar a partir de lo que conocemos, basándonos en la evidencia y en la experiencia; el fin de la escuela no puede ser la felicidad sino el conocimiento porque unos padres pueden hacer lo posible por proporcionar felicidad a sus hijos (y ni siquiera esto garantiza que lo sean), pero en la escuela deben aprender lo que los padres, por motivos obvios, no pueden enseñarles.
La motivación la impulsa el conocimiento y no al contrario; es imprescindible disponer de ciertos hábitos para progresar; el alumno más capaz necesita esforzarse menos, pero aquel que tenga dificultades pero interés por mejorar ha de recibir todo el apoyo que requiera; es imposible adquirir pensamiento crítico sin antes adquirir conocimientos, pues el pensamiento acrítico no es pensamiento; una persona que no sabe nada no puede ser auténticamente creativa; etc. Si no estamos de acuerdo en aspectos tan esenciales, tenemos un problema.
—Su bibliografía es muy crítica con aquellos que defienden una nueva educación que requiere de saberes y herramientas distintas a las tradicionales.
—Creo que es importante insistir en que los saberes no prescriben. No son productos perecederos, aunque sí hay que estar atento a las nuevas herramientas, claro. Pero precisamente en estas circunstancias «tan mudables» de las que habla todo el mundo es más importante, si cabe, tener convicciones y aferrarnos a los saberes permanentes y a las evidencias en los procesos de aprendizaje, en lugar de querer ser siempre tan «modernos» y dejarnos seducir por los cantos de sirena de la neuropedagogía, en relación con la cual tenemos muchas más expectativas que certezas.
En cuanto a las herramientas, nadie niega que los avances tecnológicos son beneficiosos, pero eso no nos puede llevar a postrarnos ante ellos y pensar que nos van a permitir renunciar al esfuerzo o al trabajo individual. Es estupendo poder acceder a la versión interactiva del Quijote en la página web de la Biblioteca Nacional, a sus grabados, a la música de la época... pero la tecnología es la que nos lo facilita, mientras que el auténtico tesoro lo tenemos en la misma obra cervantina y en la excepcional música del Siglo de Oro. Y aunque todo ello esté «a golpe de click», para aprender sobre Cervantes o sobre los vihuelistas del XVI, se sigue necesitando atención, constancia y memoria. Y unos conocimientos básicos sin los cuales es imposible que alguien pueda aprender por sí mismo solo por tener conexión a internet.
Por eso el papel del profesor es crucial, un profesor que sepa cuanto más mejor (recordemos la máxima de la escolástica medieval: «Primum discere, deinde docere») y que quiera enseñar lo que sabe y transmitirlo con el entusiasmo que desea despertar en sus alumnos, para intentar estimular en ellos el afán por saber cada vez más. Lo que sucede es que aquí hay muchos intereses (también económicos) a la hora de comerciar con productos «milagrosos» que casi siempre recurren a la estrategia de lo fácil y lo cómodo y la técnica de marketing idónea es despreciar lo tradicional sin ningún criterio, envolviéndolo en un halo fantasmagórico para crear la necesidad de adoptar aquello que interesa vender y que, en el fondo, muestra muy poco respeto intelectual por los alumnos.
Estamos en la era de la posverdad, pero también de la poseducación, de la educación entendida como espectáculo. Hay que decir alto y claro que no es posible aprender sin pagar un precio, pero este precio es mucho menor que el de quienes comercian con la educación: me refiero al interés, a la disposición y a la voluntad. Nada de esto es incompatible con poder disfrutar del aprendizaje. Ni excluye, todo lo contrario, que el profesor dispense a sus alumnos un trato cercano y afectuoso, precisamente porque el profesor que considera que sus alumnos merecen ser personas cultas y formadas es el que más aprecio demuestra por ellos.
—Una de estas nuevas corrientes va en contra del aprendizaje de memoria. Muchos adolescentes o padres se preguntan para qué estudiar los ríos de España, si luego lo van a olvidar.
—Hay que empezar por entender una cosa: no hay transformación importante en el cerebro humano que no sea con esfuerzo. Esto no lo digo yo. Lo ha dicho el neurocientífico Mariano Sigman. El propio Sigman habla de esta tendencia a criticar el estudio de los ríos y defiende que es importante «no por el mero hecho de recordarlos para siempre sino para ejercitar la memoria». Nada puede sustituir al esfuerzo individual.
—Hoy también es habitual escuchar muchas teorías sobre la motivación y el disfrute como dos de los factores principales en el aprendizaje.
—Por supuesto que la motivación es importante, pero no es lo único. Y es el conocimiento el que debe impulsar la motivación. En un reciente artículo de Claire Stoneman, profesora en Birmingham, exponía con mucha claridad que no hay necesidad de engañar a nuestros alumnos o desconfiar de que puedan sentirse cautivados por Shakespeare o por la física de Newton, que no podemos claudicar a sus intereses y disfrazar los contenidos. Aplíquese a cualquier conocimiento. Claro que todo profesor intenta plantear su asignatura de forma atractiva, acercarla de alguna forma a los intereses y el contexto de sus alumnos, seleccionar las actividades que puedan engancharles. Pero no podemos frivolizar con esto si consideramos valioso el conocimiento.
Otros autores como Greg Ashman, que ejerce ahora mismo la enseñanza en Australia, han defendido también estas tesis y han señalado que tenemos la obligación de confiar en el poder del conocimiento, en la literatura, la ciencia, la música. Porque en el saber y la cultura se puede encontrar deleite, por supuesto, pero en ocasiones el interés por aprender surge después de que uno se ha sumergido en el estudio. Condicionar todo al disfrute, entendido como un disfrute inmediato y superficial, que es al que se puede aspirar de forma sencilla y cómoda, es un error y una mala lección de vida para nuestros alumnos. Tenemos que convencerles de que aprender algo que no les ha despertado interés de entrada también es bueno, pues van a encontrarse muchas veces en situaciones no deseadas que tendrán que afrontar, se sientan o no motivados.
—¿Y respecto a lo lúdico del aprendizaje, que tanto se pregona hoy en día?
—Aprender cuesta un esfuerzo. Y no hablo de sacrificios inhumanos o de sufrimientos inasumibles. Que cueste un esfuerzo da más valor al aprendizaje, pues la satisfacción de conseguir algo con tu propio esfuerzo es mayor que cuando te lo regalan. Decía Unamuno que el alumno que quiere aprender jugando termina jugando a aprender, y que el maestro que quiere enseñar jugando termina jugando a enseñar. Aquí hay que diferenciar bien, cosa que no suele hacerse: las etapas educativas y las edades del alumno. En Infantil, tiene todo el sentido del mundo el aprendizaje lúdico. También es útil en Primaria aprender mediante el juego. Pero en la Secundaria, etapa en la que se debe profundizar en los contenidos y en la que se ha de procurar que el estudiante vaya madurando, no todo puede ser lúdico, aunque pueda utilizarse el juego como recurso, cosa que todos hacemos (¿qué es improvisar música sino jugar?).
—En «La sociedad gaseosa» recurre usted a la idea del «zangalotinismo» para explicar lo de la madurez.
—En efecto: Me refiero a una escena que proviene de la película de Fernán Gómez, «El viaje a ninguna parte», en la que José Sacristán llama así a Gabino Diego por su infantilismo y su poco convencimiento en la interpretación de un papel teatral. «Dilo con más galanura y no con ese aire de zangolotino», le dice. Hoy, no dejamos madurar a los alumnos que, sobreprotegidos, crecen como auténticos zangolotinos porque en lugar de enseñarles a enfrentar las dificultades, les enseñamos a evitarlas. ¡Si hasta se aconseja evitar decir «no» a los hijos y «prohibir de manera positiva!»
Suelo bromear con esto poniendo el ejemplo de un crío que está a punto de meter los dedos en un enchufe. ¿Cómo lo evitamos? ¿Diciendo «querido hijo, sin ánimo de censurar tu comportamiento, coartar tu libertad, cuestionar tu espontaneidad ni establecer jerarquía alguna en esta plenamente democrática relación paterno-filial, me veo en la obligación de advertirte que introducir los dedos en el enchufe podría ser peligroso para tu salud»? Para cuanto terminas, el niño se te ha electrocutado.
Hay padres piensan que preocuparse por los hijos es hacerlo solo por su bienestar. Es obvio que ningún profesor quiere que su alumno se sienta mal en clase, pero la responsabilidad del profesor es enseñarle. Doy por hecho que a mis hijos les tienen que tratar bien en su colegio, pero lo que quiero es que en la escuela aprendan aquello que yo no les voy a poder enseñar. Decir que a la escuela se va a aprender antes que a ser feliz es, en realidad, una defensa de lo obvio.
—Algunos expertos hablan del papel del profesor como «dinamizador», o como docente que se adapta a las necesidades de sus alumnos del siglo XXI.
—Sí, quieren que el profesor sea una especie de medium. O de echador de cartas, ya no sé… Precisamente lo que un buen profesor ha de hacer es abrir los ojos de sus alumnos a un mundo desconocido. ¿Qué sentido tiene que yo como profesor trabaje en clase la música que ellos ya escuchan? Tendré que enseñarles otras cosas que, para empezar, no conocen o no escucharían motu proprio. Y tendré que ser yo, como profesional, el que escoja los contenidos según mi criterio.
Entiendo la enseñanza de una forma muy distinta al modelo según el cual el alumno debe ser el eje que del sistema, de forma que todo hay que adaptarlo a él. Mi planteamiento es que, con mano izquierda, con recursos y con total implicación, hay que conseguir que poco a poco los alumnos se vayan adaptando ellos a la escuela. Cuando terminen el instituto, la universidad…¿Se va a adaptar el mundo a ellos? ¿O van a tener que adaptarse ellos a las situaciones que vayan encontrándose? Hablamos ya no solo de transmitir conocimientos, sino de proporcionarles unas herramientas que les vayan a resultar útiles. Planteémosles retos y ayudémosle a superarlos.
—En su libro es híper crítico con las nuevas modas pedagógicas, en concreto, con la tan traída Teoría de las Inteligencias Múltiples, el «brain-gym», la inteligencia emocional, o la importancia de un hemisferio frente a otro…
—En mi opinión, muchas de las nuevas prácticas docentes promovidas por las nuevas corrientes pedagógicas pueden ser incluso dañinas. Es difícil encontrar una base científica. Son efecto placebo, pura homeopatía pedagógica. Y hay algo que me parece especialmente grave: que algunas de ellas se nos vendan como garantes de la igualdad o defensoras de los alumnos menos competentes, dejando a quienes no comulgamos con ruedas de molino como unos clasistas a los que solo nos preocupan los buenos alumnos. Eso es sencillamente falso. De hecho, está más que demostrado que rebajar el nivel de exigencia sigue desahuciando al alumno menos capaz, al tiempo que incremente el porcentaje de alumnos mediocres y es injusto con los alumnos brillantes.
—El rasero por lo bajo. ¿Cómo debe ser, pues, un buen sistema educativo?
—Un buen sistema educativo debe garantizar que cada alumno, independientemente de su capacidad, pueda desarrollar su potencial al máximo, proporcionando el apoyo que necesite aquel que tenga más dificultades porque es evidente que el alumno más capaz necesitará menos esfuerzo y, por lo tanto, también menos ayuda. Lo que no podemos hacer es admitir teorías mucho más seductoras pero no reales como la de las inteligencias múltiples, solo porque nos resulta más cómodo pensar que todos somos inteligentes en algo. Hay una inteligencia. La mayoría de las personas, niños o adultos, somos corrientes, aunque es cierto que podemos tener más habilidad para unas actividades que para otras. pero no busquemos excusas y seamos escépticos ante los bálsamos de Fierabrás pedagógicos.
—¿Qué opina en particular de las últimas corrientes que abogan por la supresión de exámenes, reválidas… etcétera?
—Lo que veo otra vez es, nuevamente, una absoluta desconfianza. El profesor no evalúa de una forma arbitraria, ni tira los exámenes al aire a ver cuántos caen de un lado y cuántos del otro. Ni tampoco es solo el examen el que decide qué nota va a recibir un alumno. Calificar es un modo de que el profesor, desde su posición de voz autorizada y de profesional de la enseñanza, valore si el alumno ha adquirido los conocimientos que debería haber adquirido. Yo no le encuentro nada traumático. Cada cierto tiempo se debate si hay eliminar las calificaciones numéricas o si los alumnos han de ser o no examinados. Es ridículo. Se ha conocido hace poco que los alumnos de Primaria en Cataluña ya no obtendrán un «suspenso» sino un «no logro». Es de chiste.
Personalmente, me parece más duro decirle a un alumno que ha recibido un «no logro» (o sea, un fracaso) que un «suspenso». Esta obsesión por «almohadillar» la existencia se presenta en el ámbito escolar, pero también en el familiar. De hecho, de este se traslada al otro. Y son dos ámbitos distintos, que, aunque no deben desvincularse, sí han de estar lo suficientemente separados para cumplir cuando uno con su misión.
«Considerar que las tareas escolares "vulneran los derechos del niño" es sencillamente delirante»
A Alberto Royo, la campaña en contra de los deberes no deja de sorprenderle. «Que algunas asociaciones de padres califiquen los deberes como un "método de aprendizaje erróneo" no deja de ser sorprendente (aunque lo cierto es que hoy estas cosas ya no sorprenden). ¿Alguien imagina que los familiares de los pacientes entrasen a valorar el diagnóstico o el tratamiento de los médicos? Considerar que las tareas escolares "vulneran los derechos del niño" es sencillamente delirante. Son los alumnos con más dificultades los que más necesitan los deberes, porque al más capaz probablemente le baste con lo que trabaja en clase, pero no al que tiene menos potencial».
«Tampoco se han aportado datos sobre los perjuicios de los deberes(sí hay evidencias de que en la Secundaria mejoran, en general, el rendimiento académico), más allá de un informe en el que se preguntaba ¡a los alumnos! si creían que los profesores mandamos demasiados deberes. ¿Qué esperaban que respondieran? ¿Que no? ¿Que debíamos mandar más? Seamos serios. Deberes, sí. Bien diseñados, ajustados a la edad y la etapa, y apropiados para que los alumnos puedan repasar lo que el profesor les ha explicado y encontrar dudas».
ABC, 19/06/2017
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