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ESTUVE UNA SEMANA SIN DECIR ‘NO’ A MIS TRES HIJAS Y PASÓ ESTO

MIGUEL ÁNGEL BARGUEÑO
Un momento: ¿no se supone que saber decir “no” es necesario para marcar tus límites en la vida moderna? Al parecer eso excluye la relación con tus hijos. Según una corriente denominada positive parenting (“crianza positiva”) llenar de “noes” la cabeza de los niños perjudica su desarrollo. Hay estudios que afirman que educar a los hijos en positivo previene trastornos mentales en la adolescencia y les protege de la depresión, y otros sostienen que los niños que escuchan “no” muchas veces tienen habilidades de lenguaje más pobres que aquellos cuyos padres les dan respuestas más positivas.
Tampoco se trata de responder automáticamente “sí” cuando tu hija te pregunta si puede quitarle la muñeca de Elsa a otra niña. La idea es conseguir que no se la quite aplicando dos técnicas principales: una, advertir de lo que podría pasar si lo hace (“si se la quitas, la otra niña podría enfadarse tanto como para soltarte un guantazo”), y en segundo lugar, ofrecer alternativas atractivas (“¿y si nos olvidamos de Elsa y nos damos un paseo en coche escuchando Despacito en bucle a todo trapo?”). Atractivas para ella, claro.
Así que voy a intentar este reto: no decir “no” a mis hijas durante una semana (tres niñas en una gama de edades que va de los siete a los cuatro años). El problema con ellas no son mis “noes”, sino los suyos. Ante instrucciones concisas e inequívocas como “desayuna”, “vístete”, “báñate” o “vete a la cama” responden invariablemente con un “no” en el tono de un juez de silla en el tenis. Por mi parte, el abuso del imperativo me hace sentir como un alto cargo militar, con la diferencia de que a mí me trolean. Y si me hacen caso, se lo toman en sentido literal. Como cuando llegamos tarde al cole: les digo “¡corred!” solo para que se den prisa y lo que hacen es esprintar calle abajo. Y a continuación les tengo que decir: “¡No corráis!”. Un caos, vamos.

La víspera: buscando apoyos desesperadamente

Creo que podré aplicar esos sencillos truquitos durante siete días, pero aun así me siento en la obligación de someterlo al severo escrutinio del grupo de WhatsApp “Parque Sin Fin”. Lo formamos seis parejas que sumamos en total 17 retoños, unidos por el parenting a gran escala y nuestra fama de agotar existencias en la terraza del parque los viernes por la noche. Sin embargo, cuando en el transcurso de una barbacoa saco el tema a relucir, se tronchan. “Entonces cuando el niño vaya a cruzar la calle sin mirar y venga un coche hay que decirle: ¡sí, hijo, adelante!”, bromea uno. Aunque me carcajeo como los demás, es entonces cuando pienso que a lo mejor no es tan fácil como parece.

Lunes: desparrame en la cena

Dado que el tiempo que pasa uno con sus hijos es increíblemente escaso, nos situamos directamente en la cena del primer día: más que una cena es una tertulia de Sálvame en su apogeo. Ignorando la comida, mis tres hijas no paran de hablar, chillar, reír, llorar, canturrear… Transformo mi impulso de gritar: “¡No! ¡Basta!” en un mensaje positivo hacia la mayor, de siete años, la instigadora, en un tono embaucador que intenta transmitir que la alternativa es superguay: “Si en vez de hablar tanto te centras en cenar y terminas pronto, tendrás tiempo para jugar”. ¡Qué bien me ha quedado! La niña parece que hasta se lo piensa. Pero al instante mi pareja asoma la cabeza y apostilla: “No le digas eso porque después no va a jugar, se va a ir a la cama”Ouch.

Martes: insurrección controlada

Mi pareja se ha ido a un concierto de Ricky Martin con dos amigas. Lo que me deja a mí ante un panorama mucho mejor: cena en casa con mis tres hijas. ¿O no? Todo transcurre sorprendentemente sin incidentes, y una a una van desfilando agotadas hacia sus camas. Pero la mayor propone quedarse en el salón a esperar a su madre. Y a tal efecto se tumba sobre la alfombra, en un claro dominio de la política de hechos consumados. Lograr que se levante, camine por voluntad propia a lo largo del pasillo hasta su habitación, trepe por la escalera de la litera y se tumbe en su cama, todo sin que salga un “no” de mi boca, es el desafío al que me enfrento.
Intento que visualice la situación a la que me aboca, probablemente dormida al cabo de media hora y con una cama a 1,60 de altura. Se muestra comprensiva, y al instante se encuentra escalando la litera, pero allí renueva sus reticencias, ahora exacerbadas, y se produce un pequeño forcejeo: ella intenta bajar y yo trato de que suba, por la poco delicada técnica de empujarle el trasero. “¡Eres muy mala, sabes que estoy solo y me montas este pollo!”, me escucho decir, y me arrepiento al instante de la acusación. Y, sin embargo, pese a no ser un mensaje del todo positivo, funciona.

Miércoles: no sin su ‘tablet’

Seguramente debido a que mi ausencia esa tarde en el parque ha imposibilitado un necesario “no”, mi hija mayor vuelve a casa con una herida en el codo y otra en la barbilla (se ha caído corriendo). Sabedora de que a un niño magullado o enfermo no se le puede negar nada, entre pucheros agarra la tablet dispuesta a meterse un chute de Netflix.
Aunque tengo el “no” en la punta de la lengua, le sugiero que deje el dispositivo, se siente en mis rodillas y me cuente cómo se ha caído, qué tal le ha ido en el cole… ¿A qué niña lesionada de siete años no le gusta recibir carantoñas de su padre? La sintonía de inicio de un capítulo de Glitter force es todo lo que obtengo por respuesta. Reitero mi tentadora oferta, convertida ya casi en un ruego, ante la cual adopta una solución salomónica: se arrastra hacia mí, se acomoda encima… pero bien aferrada a la tablet.
Absolutamente confundido (¿qué hago?, ¿cómo voy a regañarla si hasta hace un minuto estaba llorando?), acepto quedarme inmovilizado e incomunicado durante un tiempo indefinido con 20 kilos de niña encima y la visión cegadora de los estridentes colores de una serie de animación japonesa con sus correspondientes efectos de sonido. En esto se materializa mi pareja. “¿No tenías deberes?”, le pregunta. Mi hija suelta la tablet y coge el libro de mates.

Jueves: pajaritos por aquí…

Después de bañarse, y mientras se pone el pijama, la más pequeña no para de decir, por alguna razón: “pío-pío, pío-pío, pío-pío”. Resulta que no tengo hijas, tengo jilgueros. Estoy en mi despacho, trabajando, y desde luego ese mantra insistente y desesperante desbarata cualquier intento de construir una frase. ¿Cómo actuaría Félix Rodríguez de la Fuente? Trato de concentrarme en otra cosa para no oírlo, incluso llego a teclear “Iron Maiden” en Spotify con la esperanza de que sea lo único que sepulte el demencial trino. Pero este supera en intensidad hasta el heavy metal más cañero. Harto, resuelvo hacer acto de presencia en su cuarto y proferir un sonoro “¡Ssssssh!”, que no es un “no” y surte el efecto deseado.

Viernes: pisando charcos

Estoy desmoralizado. No decir “no” no sirve de nada. Lo malo del asunto es que decirlo, tampoco. Una buena prueba es la cena tardía del viernes, cuando algo se derrama el suelo de la cocina. Instintivamente exclamo: “¡No entréis en la cocina!”. ¿Y qué es lo primero que hacen? Lo sé, es de manual, pero las reacciones impulsivas existen.

Fin de semana: se interpone la Patrulla Canina

El sábado, mientras las pequeñas, de cuatro años, van a un cumpleaños, me llevo a la mayor a unos recreativos. Después de unas divertidas partidas en las máquinas de hoy en día, se empeña en que eche una moneda en una de esas vitrinas que contienen un brazo metálico y un montón de muñecos, de la Patrulla Canina para más señas. La sola visión de la montaña de perritos la hechiza. ¿Cómo explicarle que, como bien sabemos los adultos, ese tipo de artilugios están diseñados para sacarte la pasta? Me rindo: digo “sí” tres veces, o lo que es lo mismo, tiro a la basura tres euros, pero antes del último le explico muy pacientemente lo que va a ocurrir: “Me queda esta moneda, que iba a usar para aspirar el coche, pero la voy a echar en la máquina. El brazo metálico no va a coger ningún muñeco. La máquina se va a parar. Habremos tirado un euro más y sin derramar una sola lágrima nos iremos a recoger a tus hermanas. ¿De acuerdo?”. Mi pareja dice que soy muy negativo; yo prefiero “realista”.

Mi conclusión y la opinión de los especialistas

A tenor de mi experiencia, concluyo que eludir siempre el “no” es imposible, entre otras cosas porque en ocasiones es obligado para evitar un desastre (“¡no te acerques a la sartén!”). En el lado opuesto, puede que a veces nos pasemos con el “no” porque verbalizarlo lleva menos tiempo que negociar. Hablo con dos psicólogos para ver qué opinan de esta corriente positivista.
Como ideal está estupendo: intentar motivar a los chavales para que se centren en las posibilidades que sí que tienen y no tanto en las que no les están dejando hacer. Eso les va a generar una menor frustración a corto plazo. Pero la sociedad a día de hoy ¿nos evita algún ‘no’? ¿Nos vamos a encontrar siempre con que nos van a recordar las alternativas que tenemos? Invito a la mesura: no diciéndoles nunca ‘no’ les hacemos más débiles y diciéndoles ‘no’ siempre, también”, responde Abel Domínguez Llort, psicólogo infantojuvenil y director de Domínguez Psicólogos (Madrid).
Lo ideal es un 20 % de ‘noes’ y un 80 % de situaciones reconducibles”, establece Alicia Banderas, autora de Niños sobreestimulados (2017). “Yo a mi hija, cuando quiero que tenga algo claro, porque peligra, porque puede ser peligroso para otros, entonces le digo ‘no’. Pero otras veces estamos librando batallas y no hay que entrar continuamente en esa dinámica. Se pueden dar alternativas, ellos mismos se regulan mejor así. Y terminan diciendo: ‘Mejor hago esto otro’. Si a un niño le dices ‘no’ continuamente, cuando oiga un ‘no’ en el colegio se va a frustrar. Pero tiene que haber una tasa de ’noes”.
Claramente, sí.
EL PAÍS, Martes 13 de junio de 2017

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