JAIME RIPA
El vínculo de los niños (y de los adultos) con la naturaleza, tan antiguo como la existencia del ser humano, lleva largo tiempo desgastado. La hiperconectividad, el tiempo que pasamos frente a una pantalla, la población cada vez más urbanita y una educación ambiental distanciada de su objeto de estudio, son algunas de las causas que han originado el llamado déficit por naturaleza, un concepto acuñado por el periodista estadounidense Richard Louv que habla de afecciones físicas y emocionales causadas por la carencia de interacción con fauna y flora. También de la desaparición de los beneficios que esa conexión conlleva.
Reparar esa relación de una manera práctica y alejada de misticismos es cada vez más necesario en el desarrollo de los jóvenes, sobre todo en un contexto en el que pasan tres de cada cuatro horas encerrados en un cuarto y solo una jugando al aire libre (la mitad del tiempo del que disponen los reclusos estadounidenses para salir al patio), según recientes estudios. Numerosas publicaciones y voces argumentan que este contacto reporta mejoras en la salud, la afectividad, la creatividad y el bienestar. Cuatro expertos en pedagogía señalan los motivos por los que es vital integrar los espacios naturales en el modelo educativo y restaurar el vínculo con lo verde.
Escaparate para los sentidos. "La atención de los niños ante experiencias naturales y reales es máxima", señala Philip Bruchner, impulsor de la iniciativa Bosquescuela, un colegio homologado cuya aula es la Dehesa Boyal de Cerceda (Madrid). Bruchner cuenta que hace poco un grupo de críos vio volar a varios milanos reales muy cerca de sus cabezas. Su cola, en forma de V, les brindó un motivo para trabajar las palabras que empezasen por esa letra. "Son vivencias que tienen un impacto mucho mayor en el aprendizaje de un niño", asegura. "Trabajamos el cerebro con miles de impulsos naturales".
Lo abstracto se vuelve concreto. "Hay muchas cosas que queremos explicar de manera abstracta cuando es mejor hacerlo en la realidad", explica Javier Urra, psicólogo, miembro de la Academia de Psicología de España y ex defensor del menor en la Comunidad de Madrid. "Algo simple como los puntos cardinales: si ves que un árbol tiene musgo es que ahí está el norte. La naturaleza te permite tocar, oler y ver. Esos recuerdos perviven con mayor fortaleza".
La nueva alfabetización. "La tarea de alfabetizar a la población de hace un siglo es hoy nuestra relación con la naturaleza", afirma Heike Freire, psicóloga, pedagoga y autora del libro Educar en verde: ideas para acercar a niños y niñas a la naturaleza, en el que se ahonda en la mutua y sana dependencia de los niños con lo natural. "Relación no en cuanto a contenidos, si no a nivel afectivo y relacional. La misión de la educación es remendar ese vínculo".
Movimiento total. "La naturaleza nutre al cerebro de los más fuertes estímulos para favorecer la psicomotricidad: trepar a un árbol, saltar un río, moldear barro...", señala Bruchner. Un conjunto de estímulos vital para el crecimiento de las criaturas: "El periodo de los cero a los 18 años es fundamental para el desarrollo cognitivo y psicomotriz del ser humano", incide Freire. "No puede estar desposeído de contacto con la naturaleza".
Un futuro sostenible. Reivindicar sin buenismos un modelo educativo que le dé a la naturaleza la trascendencia que merece es, según Freire, un asunto que no se puede reducir a "poner a los niños cerca de un árbol". "El objetivo es un cambio mayor, una transformación de la sociedad desde la educación para vivir en un mundo sostenible", dice la pedagoga, que cree en la escuela como creadora de conciencia para revertir la actual relación de nuestros hijos (y de sus progenitores) con la tierra.
Es salud. La carencia de contacto con lo natural, según los expertos, se relaciona con mayores posibilidades de padecer trastornos como la depresión, el estrés o la ansiedad, y retroalimenta otro fenómeno: el sedentarismo. Un estudio del Foro Económico Mundial apunta a que los jóvenes que pasan más tiempo en casa frente a una pantalla son más propensos a sufrir déficit de atención, obesidad o desórdenes del sueño. También, según un estudio de la Universidad de Cambridge, estos periodos prolongados influyen negativamente en los resultados académicos.
Espiritualidad necesaria. "La espiritualidad es algo esencial en el ser humano. Ojo, que no tiene por qué ser una espiritualidad religiosa", dice Urra. "Es, por ejemplo, estar una noche tumbado viendo las estrellas. Ante una experiencia así un niño se hace preguntas. Esto es muy humano y muy necesario, tanto como comer fruta". El académico señala que eso no quita, ni mucho menos, el uso de las nuevas tecnologías, los libros o las bibliotecas. "Pero no es lo mismo estar todo el día en un pupitre que leer un libro debajo de un árbol. Vas teniendo control horario de cuándo amanece o anochece, de los ciclos de la naturaleza y los ciclos humanos", argumenta.
Experiencia guiada y compartida. Estar en la naturaleza no consiste en soltar a los niños en medio del bosque. "Los adultos que rodean a las criaturas son mediadores de las experiencias que puedan tener", señala Marta Casla, psicóloga de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del grupo de investigación Infancia Contemporánea. "La naturaleza por sí misma no tiene por qué generar los beneficios que se han observado en los modelos de educación al aire libre. Las niñas y los niños van descubriendo sus propios límites y los límites del mundo de manera individual, pero no solos".
Un escenario igualitario. Un bosque o una montaña son escenarios neutros en los que es difícil encontrar condicionantes sexistas. Como se explica en el decálogo del proyecto Bosquescuela, "la naturaleza ofrece materiales no estructurados, siendo los propios niños y niñas los que los dotan de propiedades".
Sana pertenencia. "La naturaleza enseña a compartir, a ponernos en perspectiva, a situarnos, a saber cuál es nuestro lugar en el mundo", ilustra Urra. "A ver qué somos al lado de una tormenta o en medio de un bosque". Según Freire, además, "estrecha los vínculos entre padres e hijos y produce un sentimiento de pertenencia positivo".
Parte intrínseca del ser humano. "El ser humano es un animal natural (con n minúscula) que precisa de la Naturaleza (con N mayúscula)", ejemplifica Urra. "El 'yo soy yo y mis circunstancias', que decía Ortega. No es lo mismo ver la urbe que vivir en el campo, o en la meseta, o la montaña. Esto moldea el carácter de la gente". O, como dice Freire, seguimos siendo iguales a los moradores del paleolítico; necesitamos, por tanto, el contacto con nuestro hábitat primigenio.
Curiosidad y autonomía. "Existen investigaciones que demuestran que los modelos de educación al aire libre se asocian al respeto por los ritmos individuales de cada niña o niño, al aprendizaje cooperativo y a una mayor tolerancia a la frustración", explica Casla. "También se relacionan con altos niveles de autonomía que generan mayor interés y curiosidad por explorar, con mejoras en la autoestima y una mayor capacidad de adaptación".
Mejor en equipo. "Los entornos naturales suelen generar relaciones menos agresivas, menos violentas, más corporativas, más de trabajo en equipo", explica Urra, que en su fundación Urra Infancia de Brea de Tajo trabaja al aire libre con niños con problemas afectivos. "La naturaleza enseña normalidad, y no solo en las relaciones. Tú te tumbas, y si tienes una piña en la espalda, ya te la quitarás. Lo mismo pasa con los conflictos".
EL PAÍS, Jueves 23 de marzo de 2017
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