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Si su hijo pertenece a la Generación F (de flojos), la culpa es de usted

EVA CARNERO
Hemos traspasado a nuestros hijos las cotas de bienestar más elevadas jamás vistas en el mundo occidental. Pero los adolescentes de hoy, con sus pasaportes atestados de sellos, con sus tres horas de guitarra a la semana y un armario de zapatillas de deporte que usted de crío ni soñó, no parecen mostrar las aptitudes necesarias para coger las riendas de las empresas, mercados y gobiernos del mundo. Ni lo que es más importante: el timón de sus vidas. Ya se habla de una Generación de cristal.

La enseñanza más valiosa que uno puede legar a sus descendientes es la destreza para encajar los avatares del día a día, la capacidad para enfrentarse a los problemas (graves y menores) que se interpongan en su camino y la habilidad para transformar las realidades presentes en su versión más positiva. Esto exige la intervención de sujetos instruidos. El problema es que, lamentablemente, todo parece indicar que los nacidos en los albores del siglo XXI forman una generación que flaquea en ciertos aspectos clave de su formación emocional. Valores como la entereza, la empatía o el espíritu de superación solo emiten leves y débiles destellos, abocando a la sociedad actual a un alarmante estado de inmadurez. En este sentido, expertos como Alejandro Néstor García Martínez, profesor y doctor en Sociología de la Universidad de Navarra, explica: “Ante cualquier complicación, muchos padres y educadores ven necesaria la intervención directa y, en demasiadas ocasiones, ahorran a sus hijos las dificultades y, a la postre, les protegen de los problemas que tratan de resolver por ellos”.
Tales síntomas, una vez detectados, recopilados y analizados, conducen a un diagnóstico común, unánime y sin fisuras: vivimos inmersos en una sociedad infantilizada. El sociólogo describe este escenario como “aquel en el que sus miembros son fácilmente manipulables y no son capaces de mantener un discurso coherente”. Un panorama ciertamente desalentador que el profesor vincula “al miedo o a la incapacidad de las personas para exponer y mantener una posición razonada y fundamentada, sobre todo, cuando esta es contraria a la del resto”.

La culpa es de los padres

Una sociedad con el perfil descrito no surge de la noche a la mañana, requiere de la confluencia de diversos elementos y circunstancias. Pero, ¿cuáles? ¿qué factores han propiciado que hoy estemos hablando de una Generación de cristal que se rompe en mil pedazos con tan solo mirarla? El doctor en Psicología y autor del libro Fortalece a tu hijo (Planeta), Javier Urra, encuentra en la actual paternidad o maternidad tardía y en el hecho de que se tengan pocos hijos, dos de las razones que explican la conducta sobreprotectora generalizada de los progenitores: “Estas circunstancias hacen que varíe notablemente la perspectiva y la forma de educar. Muchos padres se atontan cuando tienen hijos y cometen un grave error que consiste en que no quieren que su retoño sufra, lo cual es imposible”.
Por su parte, García Martínez abunda en la misma opinión y recalca desde su visión sociológica que “la supuesta perfección del Estado de bienestar ha traído consigo la idea de que alcanzar ese confort significa no tener ningún problema. Por eso, en general, se procura que las nuevas generaciones no se vean en la necesidad de enfrentarse a contratiempo alguno. Sin embargo, esta decisión les aboca a una carencia formativa y de autonomía en su proceso para alcanzar la madurez”.

Errores bienintencionados

En el ámbito educativo los padres pensamos que somos grandes expertos mundiales”, reconoce Rafael Manuel Hernández Carrera, director en los centros de aprendizaje Kumon, doctor en Ciencias de la Educación y profesor de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla). Una arrogancia que el propio experto atribuye a que su generación sea, probablemente, la que mayor nivel instructivo ha tenido en la historia: “Y esto nos hace creer que sabemos de todo”. A ese atrevimiento se suma el afán de los tutores por evitar el sufrimiento de los hijos, como apunta Urra, lo que trae consecuencias imprevistas. “La creación de un espacio seguro está siendo más dañino de lo que los padres y profesores creen”, insiste Sonia Martínez Requejo, profesora del área de Educación de la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la Universidad Europea (Madrid), quien defiende la tesis de que “un comportamiento sobreproctector impide a nuestros jóvenes la oportunidad de hacerse con las herramientas necesarias para salir adelante en la vida”.
Mireia Cabero, profesora de Educación y Psicología de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), se reafirma en que este empeño de los padres por encerrar a sus hijos en una urna sagrada es misión imposible. Pero, sobre todo, es contraproducente. “Cuando no se permite a los adolescentes que de forma controlada vivan sus propias dificultades, decidan y se equivoquen, se les está protegiendo en exceso”. ¿Resultado? “Inmadurez emocional”, responde; “para que un joven pueda recorrer en bici y con una mochila el Camino de Santiago, hace falta que unos años antes sus padres le quitaran a su bici las ruedecitas de apoyo y que le permitieran caerse para vivir el dolor del traspiés y así aprender la urgencia de sostenerse”.
Urra, por su parte, defiende una educación en la que los padres “lleven a sus hijos a campamentos de verano para que descubran la austeridad o que realicen visitas a un hospital para ver a otros niños enfermos con el fin de que conozcan la existencia del sufrimiento”. Con la propuesta de este tipo de actividades, el que fuera Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid persigue hacer frente a la idea de que hay que ser felices sí o sí. Una entelequia que, añade Urra, la sociedad ha vendido a los jóvenes y que estos han comprado. El problema es que “cuando un día su pareja les deja, pierden el trabajo o caen enfermos, se vienen abajo. Se rompen. Son una generación hecha de cristal y deberían ser como una pelota de tenis, que al ser lanzada contra la pared se deforma, pero después se recupera”, apunta.

Hay que llorar… un poco

Para llegar a ser “una pelota” y no una frágil figurita es fundamental aprender que los días no son solo de color de rosa, también los hay verdes, azules, amarillos y, por qué no, grises y negros. Esto equivale a aceptar que los conceptos alegría, diversión o satisfacción coexisten con los de esfuerzo, sacrificio y decepción. “Si acostumbramos a los niños desde pequeños a obtener de forma inmediata todo lo que piden, les estaremos haciendo un flaco favor”, sostiene el director de Kumon, Hernández Carrera, quien cree que “es importante formar niños resilientes, con capacidad para sobreponerse de los fracasos y con tolerancia a la frustración, ya que estas competencias serán fundamentales en sus vidas adultas”. Y añade: “Pasarlo mal y conocer el valor que tienen las cosas es importante para saber que la vida no es un camino de rosas”.
Ahora bien, aunque la profesora Martínez Requejo admite que este mundo no es un remanso de paz, también considera que la vida no es solo un valle de lágrimas y que hay que educar buscando el equilibrio entre el sacrificio y la diversión. “No creo que basar todo el sistema educativo en los conceptos de esfuerzo y renuncia sea muy productivo. Las aulas deberían reflejar la realidad, en la cual sin duda hay privaciones, pero no siempre, ni en todos los casos”, sostiene.
Ahora bien, ¿quién, dónde y cómo se ha de inculcar a los adolescentes las competencias que necesitarán para llegar a la edad adulta lo mejor pertrechados posible? ¿padres o docentes? ¿en el hogar o en la escuela? “Sin duda, debería ser una misión compartida. Tanto los progenitores como los profesores tienen a su cargo una parte de la educación emocional del niño”, afirma la profesora. Sin embargo, existe una traba y es que “muchos padres, a día de hoy, carecen de los conocimientos pertinentes sobre gestión emocional. De modo que, en el fondo, es un problema que afecta tanto a la generación de jóvenes como a la que integran los adultos”, avisa.

Leer filosofía ayuda

Por otro lado, atendiendo a lo que actualmente está ocurriendo en la escuela, el profesor Hernández Carrera se lamenta de que “aunque se está trabajando mucho en la tolerancia y el respeto a las ideas y opiniones distintas a las habituales, no se está obteniendo mucho éxito”. Un fracaso que atribuye a lo que en sociología se llama pensamiento único y que podría neutralizarse “si se propiciara entre los alumnos el pensamiento divergente complejo, entendido este como la capacidad de razonar críticamente ante verdades absolutas desde una construcción elaborada y basada en argumentos”.
El profesor propone que “la escuela se valga de ciertas técnicas didácticas como puede ser el role playing (puesta en escena), los coloquios o los debates. Iniciativas donde el diálogo sea la herramienta que ha de servir para comprender a los demás, y no únicamente como un turno de palabra para refutar inmediatamente con una batería de convicciones y apriorismos”.
Además, recuerda que la inteligencia convencional que desarrollamos con el estudio también es esencial para forjar a las personas, es decir, empaparse de materias como filosofía o historia. “Si no somos capaces de entender cómo los grandes pensadores analizaban situaciones similares que han afectado al ser humano desde sus orígenes, estaremos renunciando a un magnífico legado y patrimonio cultural y educativo”, alerta, a la vez que subraya que “un individuo que ha leído, se ha formado y ha sido educado, sabe desenvolverse en el mundo, pero también con los demás y consigo mismo”. Ana García Vázquez, consultora en práctica filosófica y coorganizadora del Día Mundial de la Filosofía, da tres nombres: Platón para cuestionárselo todo, Aristóteles para valorar la experiencia y Descartes para no dejar de dudar. Todos duros como rocas.

CALLAR POR MIEDO A CONFRONTAR

Tenemos los niveles de susceptibilidad en máximos históricos y la capacidad para encajar las verdades bajo mínimos. Ambos rasgos describen una sociedad infantilizada que se nutre de actitudes, discursos y comportamientos políticamente correctos.
Esta realidad alberga no pocos riesgos, siendo el más grave “la pérdida de la opinión propia o incluso la posibilidad de llegar a creer que es preferible no posicionarse ni opinar, ya que eso puede traer debates y confrontaciones públicas con otros”, se lamenta el sociólogo Alejandro Néstor García, profesor y doctor en Sociología en la Universidad de Navarra.
EL PAÍS, Viernes 3 de marzo de 2017

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